sábado, 18 de enero de 2020



..                   ....Buenas noches, mis amigos y, feliz año 2020; también!!!
     Por aquí, de nuevo con ustedes. Hoy les traigo el capítulo número diez de mi primer libro, Las Evasiones de Hilario Coba; primero  también, de la serie de cuatro títulos con el nombre de: "Relatos Oníricos de La Atascosa". Disfrútenlo y, espero sus comentarios.


1.10.-                                               —El Italiano—

     Había una vez en el pueblo, un hombre bastante sencillo y bien laborioso de auténtico origen italiano, llegado a La Atascosa en sus tiempos de máxima actividad petrolera y, tal parece, se habría adaptado tan bien al lugar puesto que ya pasadas unas cuantas décadas desde su arribo, todavía seguía allí; aunque no ya, con el mismo ánimo de siempre, de aquellos primeros días de euforia como trabajador contratado en tan extraña labor —al menos para él, conociendo su procedencia; siendo que hasta entonces, no se tenían referencias en ese sentido en aquel país europeo de donde venía, de algo parecido—. Cuando llegó aún era un hombre joven, lleno de sueños y de expectativas, sólo que para el momento en que supe de él ya estaba viejo; y, tal vez en el ocaso de su existencia. Arrastraba entonces con dificultad su pesada figura de hombre obeso, rechoncho y con una patética cara de amargura, que no me figuro cómo fue que logró granjearse algunas amistades en el pueblo.

     Todo lo que se de su vida, me lo contó un hermano mayor que solía verlo casi a diario; por las tardes, cuando jugaban cartas o dominó con otros señores de la vecindad. Su nombre era Claudio Milano Montessori, y justo al llegar, consiguió entrar a una contratista que daba servicio a una compañía norteamericana asentada aquí. Dicen que venía recomendado de arriba, por algún político o amigo suyo con influencias en el gobierno dictatorial del momento, regidor de los destinos de la nación por esos años. Trabajó allí aproximadamente por espacio de unos quince a veinte años, al cabo de los cuales se dedicó al oficio que luego dijo era, a lo que se dedicaba allá en su "amada Italia"; como también la llamaba cuando con nostalgia se refería a aquella gran nación.
  Mientras trabajaba en la petrolera vivía alquilado en una pequeña casa de la calle Páez, que entonces compró y posteriormente ampliaría —tal parece que lo tenía todo planeado, de antemano—; hasta que un buen día instaló su propio taller en ella. Era alta, de dos plantas, arriba estaba la vivienda donde vivía solitario y, tan sólo con sus más íntimos recuerdos; mientras abajo tenía el taller: Amplio, espacioso, ordenado. En el piso estaban las máquinas perfectamente alineadas con un rayado amarillo que demarcaba cada una, por dónde debía caminarse y, en dónde no. Las paredes pintadas de blanco sostenían dos grandes bastidores, como pizarras. Sobre las cuales estaba dibujada la silueta de cada herramienta, aparejo y, adminículo, todos utilizados para las labores con la madera.
En el frente sobre la cornisa hizo instalar un gran cartel o valla, adornado con los colores nacionales de su tierra natal sobre el que podía leerse: "Carpintería Véneto"; sobre un fondo blanco enmarcado de verde, escrito con grandes letras de color rojo. Debajo había una lista, usando el mismo tono bermellón, de todas las cosas que se podían hacer en madera y más abajo, a trazo gótico, en verde oliva, decía: "Atendido por su dueño" —luego el nombre después de los dos puntos, seguido de, “Carpintero Ebanista”; entre paréntesis—. Por último la fecha de fundación del negocio, lo cual no recuerdo. Rápidamente se daba uno cuenta de que este sujeto habría sido formado con rigidez y, un claro sentido del orden, y la disciplina.
La vida de aquel hombre, pese a lo ya mencionado, hasta entonces, no habría tenido nada de particular si no hubiera sido por lo ocurrido en aquellos años posteriores a su extraña y repentina desaparición del pueblo; por espacio de unos dos años más o menos. Tiempo durante el cual la carpintería permanecería cerrada, no obstante tener un grupo de fieles trabajadores a su cargo, a quienes liquidó; y, una envidiable cartera de clientes no sólo en el pueblo, sino de otros lugares y ciudades en el centro del país.
 Durante todo este tiempo, sólo uno de sus vecinos sabía de su real paradero, aquel comisionado por don Claudio para que cuidase de sus tres perros que tenía detrás de la casa, los cuales junto a él protegían sus propiedades y, al mismo tiempo, se encargaba de dar de vez en cuando un vistazo al interior del negocio para lo cual su jefe dejó en su poder un manojo de llaves de todo. Este vecino, además de contar con la entera confianza del italiano, era trabajador suyo en el taller, mientras estuvo abierto.
Todos los demás en el pueblo que de una u otra manera tenían que ver con don Claudio, se hacían diferentes conjeturas acerca de lo sucedido con él, ya que su desaparición fue repentina, inadvertida; de la misma forma en que se produjo su regreso.
Un buen día las gentes pasaban por la calle y volvían a ver abierto el taller, percibiendo el familiar sonido de algunas de sus máquinas: La sierra, los taladros, las lijadoras y, la canteadora; acompañadas por el continuo clavetear de los martillos, precedidos por el suave aroma del cedro y la caoba cuando son trabajados por manos expertas, que saben extraer de sus fibras más profundas tan variadas y delicadas formas, que poco a poco van aflorando al calor de las sabias ejecutorias manuales del artífice… Como el famoso “duende de la lámpara”, cuando por arte de magia simplemente deja ver el espíritu de las cosas bien hechas: Una excelsa mesa de comedor, un regio sillón, un caprichoso chifonier; o, un torneado y curvilíneo copete de cama como invitando a la actividad amatoria de sus futuros dueños.
     Así que, en el conocido lugar de la calle Páez volvía a bullir la vida tal y como antes había sido: El fragor de la brega, el calor del trabajo, la frenética actividad, el sudor en la frente, características propias del famoso Taller Véneto de don Claudio Milano Montessori a quien de nuevo, se lo podía ver activo entre su equipo de artesanos; dando instrucciones, órdenes y, apurando algún encargo.
    Sin embargo en esta ocasión, don Claudio reapareció dicen que bastante remozado pero más taciturno y sumido en sus propios asuntos, al punto que rara vez −como ahora−, se le vería con sus contados vecinos en aquellas habituales tardes de cartas y piedras del dominó; pues entonces, ya no vivía solo. Había traído con él una mujer más o menos de su misma edad, y dos lindas muchachas, muy jovencitas ellas. Se dice era esta su familia, que habría dejado allá en su tierra de procedencia mientras se fue por el mundo viniendo a parar aquí, justo en este pueblo; donde hasta ayer fue feliz con las putas de los populares barrios Los Paragüitos y, La Rochela; e infeliz en su recién reestrenada vida marital. Lo que explicaba su inusual relación con el citado hermano mío, que jugaba cartas con él; muy conocido entre las damiselas de la vida alegre por aquellos predios.
     Su esposa era una mujer de muy pocos atributos sociales, también italiana, que sin embargo poseía en su descargo algunos visos de belleza a favor de su apariencia; y, respondía al nombre de Carmela. Carmela Burana, quien venía de la región de Friuli y, quizás por éso, le gustaba más que la llamaran "Carmela Friulana". Lo que junto a otros tantos rasgos la caracterizaban como muy nacionalista al igual que su marido, cuando tal cosa en verdad no era mala en sí misma, sino que extrañamente y, tal vez derivado de ello, ambos por igual aplicaban un férreo trato autoritario hacia sus propias hijas, entre otros; además de que don Claudio mantenía celosamente una especie de altar votivo dedicado al tristemente célebre “Il Duce” −"El jefe"−, al que aún ciegamente rendía tributo. Cosa que ella también aprobaba… Oscuro personaje de la historia era aquel, de data prácticamente reciente, cuyo jactancioso título estaba grabado en una plaquita dorada sobre la curvatura superior de un nicho empotrado en la pared, donde había una foto suya a cuerpo entero finamente enmarcada, vestido con sus mejores galas; y, quizás, en su momento más estelar.
    Quedaba todo aquello al fondo de la sala de la casa, aledaño a un jardincito florido a cielo abierto en el patio, adornado con una pérgola donde se enredaban los sarmientos de unas vides que daban forma a un hermoso parral. Manteniendo allí gran cantidad de fotos y recortes de diarios y revistas montados en pequeños cuadros, con escritos y “titulares gloriosos” sobre su héroe, en los periódicos de su época; algunos controlados por él, incluso como su editor, como era el caso de "Avanti!" y, "Il Pópulo d’ Italia".
    Son ampliamente recordados, a decir de su vecino predilecto —que a veces era invitado a participar pero enseguida se marchaba con alguna excusa, tomándose usualmente una copa del para él, extraño licor, tan sólo la del inicio y, con la cara bien arrugada; porque al final, según confesaría más tarde, todo aquello le daba miedo—, los momentos en que don Claudio y la señora Carmela se alegraban con un poco de Grappa que siempre conservaban a buen recaudo, para alguna fecha memorable; en que el italiano se vestía como el mismísimo Benito —pero no Juárez; de quién sí tomaron su nombre, los padres de aquel— y se sentaba en la penumbra frente al altar, mientras ella ataviada con sus mejores telas lo veía y, hacía sonar para él en su viejo tocadiscos, las gloriosas notas del himno nacional de Italia junto a algunas de las obras más sonoras de Giuseppe Verdi… Como La Traviatta e, Il Trovatore; pero muy particularmente les gustaba escuchar, envueltos entre las sombras y, vestido de lujo militar como su famoso paisano: Otello, Falstaff, Don Carlos; y, en especial, Nabucco (Coro de los esclavos).
    Don Claudio desde el regreso posterior a su misteriosa desaparición, se hacía cada vez más extraño y, menos comunicativo, al punto que tal parece vivía inmerso en una oscuridad total; en que se encerraba solitario en el taller, antes de irse a casa. Lucía en esos días mucho más infeliz y desgraciado, especialmente notorio cuando suspendía la jornada de trabajo diario para ir a reunirse con su familia; como si fuera presa de un oscuro secreto, de algo muy malo, terrible y, por lo cual sentía muchísimo miedo.
    La extraña situación en que se debatía aquel hombre tuvo su punto máximo tendiente a su desenlace, un día cuando por motivo de la visita a su taller para hacerle un encargo especial, llegara una noble matrona del pueblo a solicitar su ayuda; relacionada con un asunto eclesiástico de la parroquia y, en el cual éste se comprometiera. Era doña Estela de Romero; quien al llegar, dijo de una sola vez:
“…Buenos días don Claudio. Vengo a verlo para proponerle una misión de parte de la parroquia, si es de su gusto y espero no nos defraude, por supuesto; lo cual se trata de la fabricación de una mecedora según esta foto… Pero mire usted, no es cualquier mueble, como podrá darse cuenta…!” —Insistió la dama; poniendo en seguida, la imagen en sus manos—. La cual será regalada por el pueblo al ciudadano Obispo de Calabozo, nuestro huésped de honor, quien por fin nos visitará el mes próximo…! —Agregó.
Ante semejante propuesta don Claudio enmudeció de inmediato, por un instante, al pensar que era esta su oportunidad de oro de poder dilucidar ante tan alta autoridad eclesial, su terrible secreto; que ya no le dejaba vivir. Con lo cual esperaba, creía él, el tan ansiado perdón de Dios… Luego, una vez asimilado el impacto, dijo nervioso; y, en rápida respuesta:
"…Bue, buen día, doña Estela. Acepto la proposición…! .
 “…Pero; sí, y sólo si, el Sr. Obispo accede a tomar mi confesión personalmente, justo en el mismo acto del bautismo a los niños…!" −Argumentó−; pues, era ya sabido por todo el mundo que, cuando el Obispo Martell venía al pueblo, era para únicamente bautizar a los muchachos, nada más. En seguida doña Estela, visiblemente sorprendida ante tan peculiar proposición le aseguró, sin embargo, que lo diera por hecho... Entonces respondió, esta vez con más firmeza:
"El Sr. Obispo, tendrá el honor de confesarle, él mismo; mientras tanto, se maravillará con el resultado de su segura obra de carpintería…!"
 Dijo esta vez la dicharachera beata con calculada indulgencia; no obstante don Claudio la atajó, elucubrando:
“Obra de carpintería no, doña Estela; de ebanistería, querrá usted decir…!"
  Agregó esponjado don Claudio, tusándose los bigotes. No en balde para evitar este tipo de desagradable “simplificación profesional”, lo aclaraba muy expresamente y, con orgullo, en el cartel frontal del negocio montado sobre la cornisa: “Carpintero-Ebanista”.
"Sí, está bien, disculpe usted mi ignorancia en ete asunto; don Claudio…!" Dijo finalmente a secas, la señora.
  Luego de esta breve visita, fue como si aquel hombre empezara a quitarse un enorme peso de encima y desde aquel mismo día, clavó la foto en la pared frente a un mesón y, se dispuso a empezar la fabricación desde aquel preciso instante. Dicen que el sillón en la foto era en verdad una magistral obra de  ebanistería, como bien corrigiera don Claudio a doña Estela; pues se parecía más bien un trono, idéntico al usado por el Papa en su retiro veraniego de Castell Gandolfi.
Desde que aquel hombre comenzó a trabajar en el famoso sillón del Obispo, de pronto se transfiguró; volviendo a ser poco a poco, el mismo que conocían los escasos amigos que tenía. Desde que abría el taller se instalaba en el mesón frente a la fotografía, pasando todo el santo día encargándose él mismo de tan laborioso trabajo y entonces, se oía cuando iba cortando, ajustando, cepillando, nivelando, lijando y, laqueando cada una de las piezas que lograba definir. Hasta se le oía tarareando alguna melodía verdiana; en especial, las de Rigoletto.
    Poco a poco le fue dando forma, con su talento y trabajo diarios, a aquel singular mueble; el cual desde el mismo momento en que se comprometió a construirlo se convirtió en una autentica válvula de escape que lo deslastraba cada día del tremendo peso de sus inconfesados pecados; justo cuando por aquellos días se decía que, Carmela y sus hijas las bellas Pompeya y Carmina, lo habrían abandonado. La primera de ellas, era la mayor. Mediaba unos veinticinco años, de piel algo morena con cabellos lacios negro como el azabache, al igual que sus grandes ojos; siempre taciturna, poco comunicativa y mirada esquiva, lo que contrastaba fuertemente con su belleza. Mientras Carmina era la menor, tan bella como la otra, sólo que de aspecto más europeo; blanca, podría decirse que rubia y, de profundos ojos azules, pero al igual que su hermana era nada afecta a la intimación, y tan sólo en éso, se parecían mucho a su madre —como si, al igual que sus progenitores, vivieran ambas presas en su propia cárcel entre barrotes de infamia, dolor y, amargura.
Hasta se habría colado hacia el populacho que el gran secreto de don Claudio y su familia era una presunta, odiosa relación incestuosa con la mayor de ellas que en realidad no era hija suya propiamente sino de su hermano menor Cosimos —siciliano engendrado por su padre común pero en otra madre, en sus andanzas libertinas por los mares del sur de la península itálica, lo cual pudiera explicar el nada parecido aspecto fisonómico de la muchacha, con los que supuestamente eran sus padres—, muerto durante la guerra;  y, a quien le prometió cuidarla… Por lo tanto efectivamente era su sobrina, la hermosa Pompeya; una verdadera y cuestionable tragedia. Situación que al parecer conocía todo el grupo familiar y, entonces, también La Atascosa.
Quizás por esto fue, que la gente del pueblo no se sorprendió tanto, con la hipotética ida repentina de aquella extraña familia; y, lo que de primero fueron chismes, conjeturas, luego se conocería con mayores detalles. Sin más preámbulos ni cortapisas.
  …Y, como lo prometido es deuda, llegó el tan deseado día de arribo a la localidad del honorable Obispo de Calabozo; a lo que, una vez en el momento, don Claudio estaba de primero en la fila de quienes asistían al acto religioso, frente a los portones de la iglesia. Al frente, en un lado de la plaza Bolívar hacia el templo, había una tarima con un micrófono al centro, sobre un pedestal; flanqueado por sendas cornetas parlantes a izquierda y derecha. También sobre la plataforma pero más allá del equipo de sonido, sobre un denso tapete color púrpura de largos flequillos en los bordes, con borlas doradas en sus esquinas reposaba una bella, espectacular y, brillante mecedora de caoba. Finamente laqueada, con bruñidos engastes de plata y bronce en la parte alta del espaldar y en los laterales de sus posa brazos, tan curvos como sus patas; terminadas éstas en puntas labradas como gárgolas, viendo al cielo con fulgurantes ojos de rubí. Plantada por entero, esa tarde, en toda su majestad… La suave brisa matutina apenas si lograba moverla, no obstante su ligereza de apariencia; porque parecía como si hasta el viento, sintiera temor por estropear con su tacto, tan singular belleza.
Cuando llegó el Obispo, hubo un acto sobre la tarima, rodeada de bambalinas de vivos colores que se movían agitadas por la brisa, cual papagayos en el cielo; allí, el tan esperado religioso fue finalmente presentado al pueblo, cuya gente asistió en masa. No sólo impulsados por el fervor religioso, si no que esta vez, había un motivo adicional. La presentación y entrega formal por parte de toda la feligresía, de la famosa mecedora que don Claudio Milano Montessori había fabricado como encargo especial de la comunidad religiosa, para el ilustre visitante. Quien la haría llevar a Calabozo —lugar de asiento de su Ministerio— para su posterior disfrute, en las soleadas tardes de Abril.

   ...Y; bien, amigos míos. Hemos llegado al final por hoy. Espero que les guste. Chao...!

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