viernes, 17 de diciembre de 2021

 

     

         ...Y de nuevo, por aquí les traigo la continuación y, punto final del capítulo:

 

                                    1.3.-         —La Confesión—

   ...Como murciélagos colgaban Felipe y Anguito de aquellos árboles, en silencio para no importunarse uno al otro; una vez más. Mientras el primero, se retrotrajo de nuevo en el tiempo, para retomar el momento aquel de la famosa envestida de “Corneto”, el burro que solía montar su amigo de aventuras; contra la asustada esposa del telegrafista del pueblo —asunto que había quedado pendiente, lo recuerdan?

 …Está bien; ahí les va:

“…Anguito no pudo evitarlo entonces, aquel día, pese a sus denodados esfuerzos, porque ya Corneto lo había decidido así por cuenta propia; introduciéndose violentamente a la casa del señor Finnamore, el temido operador de la oficina del telégrafo en el pueblo. Pero, qué había pasado…?

 …Bueno, resulta y acontece que el señor Liborio Lezama solía castigar con ayunos forzados a aquellos ejemplares de su arreo que le reportaran un menor rendimiento en la faena; por lo que ese día, el inquieto borrico del gran estropicio venía de ser sometido a tan despiadada práctica por parte de su amo… Según dijo, por habérsele caído una carga de auyamas y patillas perdiéndose más de la mitad de las mismas; al ser pillado el Corneto flirteando alegremente y en sus tremenduras con Micaela. Una prometedora chica de sus amores que marchaba justo delante y, muy cerca de sus belfos, el día anterior cuando entraban al pueblo —aseguró don Liborio.

     Por eso era tanta el hambre que aquel pobre  animal tenía, que no pudo resistirse al colorido y rico aroma emanado del racimo de topochos pintones llevado con tanta gracia por Domitila, la esposa del telegrafista. Cuando entonces caminaba muy tranquila la descuidada mujer, moviendo sus caderas acompasadamente y, agarrando la carga con una de sus manos, sobre un rollete en la cabeza; mientras con la otra se sostenía la floreada falda del vestido de satén que con tanta gracia lucía, tratando de evitar que la brisa de medio día la desnudase por completo. Pero fallando precísamente en  su cometido, al no lograr con su accionar lo que deseaba y, dejando por lo tanto al descubierto la frutal redondez de sus nalgas envueltas en la suave y tersa tela de su estreno de domingo; aquel ventoso día.

…Acto seguido, Corneto, embriagado tal vez por la abstinencia de negados bocados que requería con tanta urgencia, al ver aquello arremetió con furia en pos de la desprevenida dama. Evocando con ardor el dulce sabor de los topochos ya por madurar que cargaba ella en la cabeza y, las crujientes y redondeadas viandas representadas por las ricas, firmes, y sugerentes auyamas de ayer —como las que cada año se daban, en los conucos de su maluco  patrón, “pensaría el bruto animal”; resentido tal vez, por la actitud de don Liborio—; tal cual aquellas que miraba con desesperación cuando caminaba entrando al pueblo, en fila india detrás de la burrita Micaela, que las cargaba con tanta hidalguía contorneándose a placer bajo su enjalma. Para tortura de Corneto y, el beneplácito de don Liborio.

…Pero justo cuando Domitila se disponía a abrir la puerta de su casa para entrar, se percata del tropel causado por unos animales en frenética carrera por el medio de la calle, sintiendo que uno de ellos la empuja hacia adentro con inesperada violencia; haciéndola perder el equilibrio. Cayendo a horcajadas sobre el suave cojincillo de un taburete en la sala, con la falda de su lindo vestido volcada de revés sobre su cabeza; mientras el racimo que llevaba, en un inusitado vuelo fue a parar a varios metros de la asustada mujer.

     Entonces el jumento, Corneto, enervado por un conjunto de embriagantes sensaciones reprimidas y, libre ya de su jinete que también voló por los aires, quedó plantado en la sala con las patas abiertas temblando del coraje y la emoción; armado peligrosamente con su curvada cimitarra lista para ser usada en batalla. Henchida de pasión entre sus ijares, buscando satisfacer cuanto antes sus más apremiantes urgencias; por lo que se decidió en primer lugar y, creyéndose con total autoridad, morder el apetitoso racimo que traía la doña en la cabeza. Entrándole con furia por uno de sus flancos más dorados, arrancando de un solo tajo una mano completa que devoró con total desesperación.

     Al tiempo que el pobre burro, ya satisfecho de su urgencia más apremiante y, entonces más tranquilo, se apiadó de la mujer que asustada ante aquello, lo miraba con sus ojos como un dos de oro; empezando por desinflar su aparatoso artefacto de guerra; el cual dejaría reservado, sólo para su amada Micaela —pensó; pero, como dice el dicho: “Una cosa piensa el burro y, otra, el que este lleva encima”. Porque después de éso, don Liborio se lo vendería a unos arrieros, para saldar las cuentas por causa de sus estropicios; quedando separado a partir de allí, de su burrita amada.

     Mientras tanto, poco después llegaría en auxilio de la atemorizada mujer, dando la cara ante tanta vergüenza y, adolorido aún por la caída, el también asustado Anguito quien no hallaba palabras de aliento y disculpas qué ofrecer, para con la señora Domitila;  logrando sostener con firmeza al alocado borrico, con el apoyo de su amigo de aventuras que acababa de entrar al lugar del desastre; a tiempo también para ayudar a la señora a incorporarse nuevamente, de su vergonzosa posición en el banquito.

…Lamentablemente, aquello fue el fin para el pobre Corneto, que luego fue puesto en venta junto con la mitad del arreo del cual formaba parte, para poder pagar los daños causados por su inmoral e inusual arremetida. Donde se contabilizó, además del vestido dominguero de la doña cuya saya quedó hecha un jalembe, unas cuantas piezas dañadas de su preciada colección:

…Buena parte de la vajilla holandesa de su regalo matrimonial que había en un “seibó”, al cual se le quebró también una de sus torneadas patas al caer; la pérdida de dos lámparas de carburo que resultaron arrugadas en su bruñida estructura de cobre y, rotas sus doradas cadenas de donde pendían colgadas en el techo, además. Decapitación de la fina representación en porcelana china de un remilgoso gato blanco de cuello largo, que reposaba en actitud displicente sobre un pañito bordado en una mesita de esquina, con la pepa de los ojos más redondos que una  parapara. Serios destrozos en el mueble portugués de la vieja piedra de filtrar el agua, que igualmente resultó averiada, quedando esparcidos por el piso sus delicadas partes, salvándose tan sólo la jofaina y el platón porque eran de un excelente alabastro.

 …Aparte de todas estas tropelías, estaban también los daños en dos cigarreras de lujo enchapadas en plata mexicana; y, serios destrozos al delicado carriel colombiano, de charol, que solía llevar en sus furtivas salidas especiales el señor telegrafista… “Según las malas lenguas y que, cuando se aventuraba por los lugares de tolerancia en el pueblo —cuyas preferencias, decían, era de su agrado uno llamado Los Paragüitos—; obviamente a espaldas de su mujer, el muy zángano”.  

…A causa de tales disparates ocasionados por la osada y violenta intromisión de Corneto, entonces con Anguito a cuestas, fueron necesarias las requeridas disculpas que por obligación estaría forzado a rendir el propio señor Lezama en este caso, ante la señora Domitila y su esposo el telegrafista Finnamore. Que aquel penoso día por cierto y, “curiosamente en domingo”, no estaba en casa, porque estaba en el trabajo retocando el aviso oficial —era lo que le habría dicho a su mujer aunque, ciertamente cargaba terciado su carriel colombiano ese día; un detalle que lo "incriminaba", haciéndolo sospechoso—, que servía para señalar al público la ubicación de la casa donde funcionaba la oficina del telégrafo; sede de aquella mítica ingeniosidad tecnológica del siglo diecinueve, ya en declive para ese momento, orgullo sin embargo del señor Finnamore.

     Siendo únicamente él, además —he allí, su infalible salvoconducto, justificativo de sus repentinas e inefables desapariciones de casa—, quien tenía la pericia y destreza derivada de sus conocimientos adquiridos cuando joven, en las Artes Gráficas y del Fuego; estrictamente requerida para la tarea de restaurar cada cierto tiempo el viejo aviso de peltre, hecho en Italia.

 …Una verdadera reliquia de la historia. Tal vez el único de su clase todavía en uso,  pintado de color azul sobre un blanco sucio que identificaba su lugar de trabajo; en el que podía leerse, centrado en la parte superior: REPÚBLICA DE VENEZUELA —en letras mayúsculas azul marino, sobre fondo blanco; flanqueadas a izquierda y derecha por un grabado del escudo nacional, en el mismo tenor—. Más abajo, al centro,  tenía escrito en letras más grandes, pero al mismo estilo de arriba: TELEGRAFOS FEDERALES.

     Al pie del aviso curiosamente decía, en letras más pequeñas, también azules y, al centro: “Gran Estado Miranda”. Afirmándose efectivamente aquel aviso, también, como una clara aunque patética muestra de los desvaríos políticos decimonónicos; de la era Guzmancista.

 …Que lo convertía en una verdadera rareza, aún en uso. Tenía además, un borde a modo de margen en línea pespunteada del mismo color azul, a lo largo del perímetro en blanco del gran aviso; lo que en general hacía verlo, como una enorme estampilla. Por lo que la gente ya sabía adónde dirigirse, con sólo ubicarlo visualmente a lo lejos. Lo cual era simplemente, un sello postal colgado perpendicularmente contra la pared de una enorme casona de bahareque en la Calle Colombia; que era donde quedaba la vetusta oficina telegráfica del señor Finnamore en el pueblo de La Atascosa.

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…A todas éstas, por eso es que, para suerte de los traviesos amigos entonces en apuros y, del mismo señor Lezama, el viejo telegrafista quien tenía fama de muy estricto no vio lo ocurrido a su amada “Domi”, como él llamaba a su esposa por cariño; porque si no, quién sabe qué más habría pasado. “…Tal vez, hasta una fea tragedia…!” —Pensó Anguito, angustiado; recordando el revólver que solía llevar el don en la cintura y, cuya cacha se le veía claramente por encima del cinturón—. Entonces, apenados y adoloridos los dos muchachos fueron llevados ante sus padres, quienes les dieron un castigo ejemplar.

     Pero todo éso, se imaginaba Felipe, tan sólo fue un juego más en comparación con los sufrimientos de adulto que ahora estaba enfrentando, derivados de su falta de previsión, de sus flaquezas humanas en algún momento y, sobre todo, por no coger consejos como bien lo decía su abuela; cuando inclemente, parecía recordarle la advertencia preferida que solía usar en estos casos. Amartillándole en las sienes sus ponderadas palabras, misia Heriberta, que a través de sus características expresiones se enfrascaba tozudamente en señalarle una lección de vida la cual siempre era usada por ella, como tesis y antítesis simultáneamente, para referirse a un mismo problema; en el marco de su sencilla pero eficaz filosofía existencialista de vida.  

 …Algo que obviamente, Felipe nunca aprendió; confirmando fatídicamente lo que la anciana tanto le decía:

“…Ayayay mihijito, ayayay…! Es que  naiden,  pero naiden, escarmienta en cabeza ajena. Uhmjú…!”

…Y; pensando en eso —de nuevo mientras aún colgaban en el alzapiés—, Felipe hizo contacto con la realidad de manera forzada cuando de pronto, se vio obligado a caer como un vulgar y pesado fardo sobre el duro suelo; amortiguado el golpe tan sólo un poco, por la maleza más abajo. Mientras a su lado, entre él y su amigo también con expresión de sorpresa, estaba parado con cara no de muy buenos amigos el mismísimo señor Sabino; su implacable Can Cerbero. Con la bácula colgada en bandolera sobre su enjuto cuerpo, cruzado el huesudo pecho por una horrible canana full de municiones que incrementaba aún más su talante intimidatorio y, lo hacía aparecer ante ellos al mismo tiempo, más que todo por su actitud violenta y desalmada, como la viva imagen de un guerrillero mexicano de las oscuras soldadescas de Pancho Villa en su etapa de bandidaje. Durante la llamada Revolución Mexicana.

 …Empuñaba un filoso cuchillo en una de sus manos —usado allí mismo para cortar las cuerdas, provocando así nuestra aparatosa caída al suelo—, mientras en la otra llevaba un rollo de soga, con la que nos amarró espalda con espalda para llevarnos obligados a casa; sometiéndonos de este modo al bochorno cuando todos nos vieran entrar al vecindario, buscando borrar en nosotros las ganas de volver a cometer la misma torpeza de hoy. Mensaje de advertencia extensivo para otros más en el pueblo, que osaran llevar a cabo por cuenta propia alguna aventura similar a la nuestra.

 …Entonces, ya en barrio, vociferaba el hombre a los cuatro vientos a cada paso que dábamos, con mucha dificultad por cierto, al menos para nosotros que íbamos unidos de semejante manera:

“…Esto es para que aprendan a ser hombres de bien. Vagabundos, irresponsables. Vamos a ver que dirán sus padres cuando los vean; que aquí se los traigo…!”

     ¡Grandes carajos! —Profería con saña, como dándose el gusto—. “Luego de aquello por supuesto, jamás nos atrevimos a pisar ni siquiera de cerca, las posesiones del atrabiliario señor Sabino. Más nunca!” −Dirían estos amigos, después.

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     A estas alturas de la vida, ya divorciado de la que fue realmente su única esposa, Felipe Gómez se había convertido en un prisionero de sus propias decisiones. Pese a que en el pasado se preciaba de ser, y así fue visto por todos cuantos le rodearon, como aquel hombre que para todo tenía una solución; pero irremediablemente, ya eso había quedado anulado desde el mismo momento en que se embarcó en aquellos amoríos perturbadores con Victoria Sarmiento. Dando al traste con su vida de hombre recto, la cual se había labrado al lado de su familia originaria, primero, consolidada después con su unión en matrimonio junto a la señora Andrómaca Katay Polidourius, después.

 …Aquella desconocida, llegada al pueblo cargada de fama y admiración de mujer artista; que había regalado por años, alegría y felicidad a muchísima gente en este y en otros lugares por todo el mundo. Unión que, lamentablemente, con el tiempo obrando en su contra por una parte y, su lujuria por la otra, habría de terminar para Felipe en un rotundo fracaso.

     Pero la vida en su devenir, a veces errático en la de de muchos, tal parece tenía preparada para él en este caso, una celada artera; representada en la aparición de esa otra mujer por la que este hombre fue capaz de apostarlo todo, incluido en ello hasta su propia dignidad. Sin embargo nada de esto era enteramente casual, ni fortuito; aunque si, más bien causal, predeterminado por todo un cúmulo de consecuencias que obviamente sus acciones irían a desencadenar en la vida futura y por venir. Así como en la de otras personas, que al final serían impactadas por su nada acertada decisión de abandonar a Andrómaca y, con ello a su familia; para ir a refugiarse en los brazos de Victoria.

     Lo que sin saber, iba a hacerlo caer en una trampa de codicia e intereses oscuros por parte de aquella arribista, con la que en mala hora se había enredado; al contabilizarlo en su libro a columnas como un activo más en sus haberes. En una trama de escalamiento social que la astuta mujer había venido fraguando, inclusive desde antes de venir a trabajar aquí como administradora, en la finca de la familia Gómez Katay.

     A medida que pasaba el tiempo, poco a poco Felipe Gómez fue cayendo en cuenta de que las decisiones que había venido tomando respecto a su vida no eran las más acertadas −obviamente−; aunque, ya era demasiado tarde para rectificar. Cada paso que daba en esa errática dirección, sin embargo, lo afirmaba en su creencia de que el amor que sentía por Victoria lo tenía todo justificado. En paralelo a tales pensamientos de consuelo como para no sentirse tan mal, se había venido formando la peregrina idea de que sus familiares con el tiempo lo comprenderían; y, hasta tal vez lo perdonaran, además.

 …Basando todas estas ilusorias creencias, obviamente ya fuera de toda realidad y, ya prácticamente en el delirio, en que su amor por Andrómaca se habría ido desvaneciendo paulatinamente con el tiempo de unión, de avatares  ya vividos; que Victoria Sarmiento había sabido exacerbar convirtiendo aquello solamente en efímeras evanescencias y, por tanto, inclinando la balanza de su lado, para definitivamente arrebatárselo inclemente a la buena y confiada señora Andrómaca.

     Justificaba entonces Felipe todos aquellos desvaríos, también, en el hecho cierto de que al menos tuvo la valentía para manifestarlo de un modo frontal, sin haber dejado pasar mucho tiempo de infidelidades ocultas; por creerlas él, menos dignas, de su otrora tan amada mujer.

     Por otro lado, una locura más, siempre depositó su pecaminoso comportamiento hacia su esposa y familia, en los buenos oficios que esperaba sabría interceder ante Dios, su propio hijo, el Sacerdote Leoncio. Quien desde el mismo instante en que tuvo conocimiento de la delicada situación de sus padres, se hizo la promesa de mediar espiritualmente en la contienda para hacer que sus diferencias fueran zanjadas de la manera más pacífica posible. Es decir, se prometió asumir la amargura de aquel drama como la suya propia, que en realidad también lo era, pero con la diferencia de haber conjurado el peligroso ingrediente del rencor que con toda seguridad ambos actores en disputa habrían abrigado en algún momento; en el curso de los terribles acontecimientos después de la descarnada confesión de Felipe ante su esposa.

 …Era éste, el pecado que el Cura trataría primero de evitar, ya que para él, si este se les instalaba en el pecho entonces serían presa fácil para que se incubase allí, también, el fermento del odio. Pecado aún más grave, que sería más difícil de erradicar de sus corazones; y que, destruiría en menor tiempo sus vidas, cerrando casi de forma irreversible las posibilidades de un reencuentro amistoso en el futuro, tan necesario para una eventual reconciliación familiar… Hasta llegar al tan ansiado y esperado perdón, que él como Sacerdote siempre tenía como máxima esperanza para estos casos. Sobre todo en éste, donde los involucrados eran, nada más y nada menos que, sus propios padres.

     Con todas estas cosas que le daban vueltas y vueltas en su cabeza, Felipe se dispuso a seguir por la vida con una “actitud de mayor conciencia” ante sus errores, ahora más claro de que lo sucedido,  impactaba  de forma brutal en la vida de sus seres más queridos. Pero la cruda realidad le decía en su perverso conformismo que lo hecho, hecho estaba; que la vida tenía que seguir su curso de la mejor manera posible y que, además, siempre trataría de que su familia que ahora acababa de afectar de un modo tan terrible, nunca se perdiera —eso pensaba, entonces atolondrado y, mascullando sus errores, su terrible culpa—; para lo cual, como  siempre, contaba  con su hijo el buen Cura.

     Mientras estas cosas pensaba, Felipe, se encontraba una tarde allá en su finca, La Gomera (la vieja) —antigua denominación, aunque ahora con apelativo, luego de la obligada partición de bienes por su divorcio de Andrómaca—, cabalgando con unos peones tras la búsqueda de unas reses desperdigadas, por los todavía espaciosos terrenos de su propiedad; por no se sabe qué mogotes en la sabana, las cuales no aparecían por ninguna parte. Cuando de pronto, uno de ellos, sacándolo de sus cavilaciones le dijo:

− Óigame patrón, no será que esos animales están bebiendo agua en el morichal…? 

− ¡Seguro. Vamos para allá entonces…! −Dijo, pero sin moverse.

  Sí, Nicanor, vamos pues…!  —Reaccionó Felipe tardíamente, “con la chispa atrasada”; como quien dice.  

     Todos enfilaron sus caballos hacia el sitio señalado; y, dejando que los peones que lo acompañaban  tomaran la delantera, Felipe se quedó a la zaga de los vaqueros porque no pudo evitar las premonitorias palabras que  su hermano Chuíto le dijera una vez; afirmativas de lo que tímidamente le había insinuado, un año antes en la iglesia: “…Lo he visto todo en el morichal”. Precisamente aquel mismo lugar hacia el cual ahora, se dirigían. Donde su hermano le confesara sus vivencias respecto al grado de avance que tenían las relaciones entre su hijo Wenceslao y Victoria Sarmiento, por aquella época.

     Habría sido ése con seguridad el momento justo en que él, actuando con responsabilidad y ponderación, debió cambiar el curso de los acontecimientos en su vida; con tan sólo aceptar la realidad que se le presentaba. Pero simplemente no lo hizo. Por su parte y, actuando a propósito en aquel momento, no pudo o, más bien no quiso, reprimir sus propios deseos respecto a la entonces joven mujer; que ya para ese momento tenía metida entre ceja y ceja. Decisión que le habría ahorrado no sólo a él mismo, sino también a su familia entera, toda aquella amargura que por su lujuria y malos actos se habían visto obligados a pasar. Y; con ello, de nuevo recordaría las sabias palabras de su abuela Heriberta, que a lo largo de toda su vida como un látigo lo fustigaban; obligándolo finalmente, a entenderlas como su fatídica confesión:

“…Ayayay mihijito, ayayay…! Es que naiden,  pero naiden, escarmienta en cabeza ajena. Uhmjú…!”

−…Sino, en la suya propia; caray…!” —Se atrevió a agregar con amargura y, muy a su pesar; el desconcertado don Felipe.

− ¡Aquí mismo pues; en la cabeza mía, carajo!”—Dijo llorando, golpeándose la frente con los nudillos del puño cerrado.


                                           ...Es todo por hoy. Chao!!!

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          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...