domingo, 4 de agosto de 2019




     Hola amigos, buenas tardes...! Como ya se ha dicho y, continuando con la entrega por capítulos del libro número 1 Las Evasiones de Hilario Coba—, de de la serie de 4 Relatos Oníricos de La Atascosa; hoy les traigo el relato Honor y dolor, capítulo número  7. 
...Entonces a continuación:

1.7.-                                             —Honor y Dolor—
  …Era el alba de un nuevo día, el cielo sobre La Atascosa pintaba extrañamente gris. Cargado de oscuros nubarrones como presagiando la tragedia que en la tarde de ese fatídico amanecer, se clavaría como espina del dolor en dos familias del pueblo envueltas en una seria disputa —la cual en sí no fue sólo por eso, sino más bien, por razones mucho más profundas; las que ni siquiera ellos mismos, los involucrados directos, sabían a ciencia cierta de sus verdaderas motivaciones. Cosa que quedaría develada en toda su crudeza, en otro libro posterior a éste, titulado: "Veinticuatro horas para llorar"—, hecha visible de pronto a causa de los devaneos amorosos de un mismo individuo con dos de sus mujeres; aunque muy diferentes, en el modo y comportamiento ante sus vecinos y, su círculo familiar, pero exactamente iguales en el desenfreno y entrega a este enamoradizo hombre. Diego Carrasco. Que sin proponérselo, sería el causante de una inmensa pena al tomar la vida de otro que enceguecido en busca del honor, caería abatido por una bala disparada por aquel que sin embargo, en algún momento llegó a ser su gran amigo. Quedando sellado así al caer la tarde, el trágico fin de su existencia para don Petronio Corrales, entonces con su honra marchita para siempre y, en mala hora burlada, según la estricta ley del ahora difunto; un padre que armado no sólo de coraje, salió a la calle tras la búsqueda de una respuesta sobre lo que habría sucedido con su hija, en una horrenda hora atascoseña.

  ...Es que, ya venía rodando entre contertulios de la plaza y hasta por las calles del vecindario, en conversaciones de sobremesa y, en fogones de La Atascosa, que el fogoso Diego Carrasco se “acostaba” en la mismísima alcoba con la hija menor de don Petronio; atizando un increíble amancebamiento que en el pueblo nadie hubiera imaginado en su más ingenuo puritanismo; enclavado a punta de garrote por las costumbres y tradiciones. Legado de la vieja España.
      
     La gota que rebosó el digno vaso forjado con el acerado orgullo del Sr. Corrales, cayó cuando se enteró por terceras personas que su hija estaba en cinta a la espera de un hijo de aquel hombre, que siendo ciertamente su amigo, sin embargo desde ese mismo momento juró ponerlo bajo la línea de fuego de su resolver; siempre llevado en la cintura atado a su faja, bajo la chaqueta del liqui liqui. Blanco como el almidón que su propia hija Antonia −ultrajada según él−, usaba para arreglárselo como le gustaba, previo a sus acostumbrados paseos matutinos cabalgando por las polvorientas calles del poblado; y, en los soleados domingos vibrantes al tañido de las campanas de la iglesia, llamando a la feligresía. La cual jamás se imaginaría lo que estaba por ocurrir, trastocando la curiosa pasividad dominical reinante justo aquel preciso día.
     
     Diego Carrasco mientras tanto, vivía a las afueras de La Atascosa en un hato de su propiedad, el cual tenía por nombre Los Terraplenes, ubicado más o menos a unos veinte kilómetros del pueblo. Como era su costumbre se desplazaba ese día a caballo por la última calle del mismo, entrando por la vía principal del Barrio La Rochela en el suroeste con destino a la parte sur de la calle El Ganado; donde se encontraba la casa de su querida amante Isaura García a quien visitaba con frecuencia, especialmente los domingos, como lo era entonces

     Llegó a casa de Isaura y después de saludarla notó que algo no andaba bien, ya que vio un extraño nerviosismo en la mujer. Ella al igual que toda la gente del pueblo ya estaba al tanto de lo sucedido, y de las intenciones de don Petronio Corrales; sabía también, que el padre herido en lo más hondo de su honor, vendría a su casa en busca de Diego para ajustar sus cuentas. Para ese momento no habrían pasado treinta minutos de la llegada de Diego cuando en la calle se oye una algarabía —un murmullo ciego y sostenido como cuando la gente habla en secreto, para no ser oído—, porque ya se veía venir un jinete por el medio de la calle cabalgando con el rostro semejante al de un espectro, aunque con la única diferencia de algo que todavía lo hacía humano, lo cual era la firme decisión de quien clama por venganza; pero también, indudablemente, con el sino fantasmagórico del que ya ha muerto y, va de camino al Hades —como el alma en pena que desmonta a la orilla de aquel fantástico rio, de la vida y de la muerte, todo en uno solo; para ver convertido su medio de transporte, en la fatídica barca conducida por la figura espectral de Caronte; Aqueronte abajo, hacia el inframundo—        
   Hasta los perros callejeros ese día, usualmente respondones, como Tigra la de mi amigo Roger Meza, tuvo que ser sujetada del cuello para no verla morir, como el jinete que iba cabalgando; aunque en este caso, sería tan sólo de miedo. El hombre era observado con angustia por las gentes a través de las ventanas entoldadas, por las rendijas de sus puertas y, en las paredes de bahareque, convencidos todos de lo que muy pronto pasaría con aquel, que iba pues con determinación aún en tan mala hora, la misma de los momentos cruciales, cabalgando hacia la muerte iba don Petronio Corrales; por quien ya en su conteo menguado, las matronas y rezanderas de oficio con escapulario y rosario en manos, decían los responsos pidiendo al Altísimo por la salvación de su alma.
     
     Finalmente arribaría a su destino, al menos el más inmediato, amarrando su caballo en el leñoso tronco de un arbolito de alhelí, al lado del otro animal en que hace poco había llegado aquel a quien buscaba; justo en la empalizada frente a la casa de la siempre divertida, Isaura García. (…Hoy en día, en ese mismo lugar, hay una cruz de hierro forjado que indica, como testimonio cruel de una inútil tragedia: "Descanse en paz" −después de un nombre y, una fecha−).
    Con ambas manos en la cintura prosiguió con los preparativos, don Petronio, echándose hacia atrás la chaqueta del liqui liqui como para despejarse la empuñadura del arma y, entonces dijo, con voz fuerte y grave:
 "Sal de ahí Diego Carrasco, porque he venido a matarte…!"
La advertencia fue repetida por segunda vez en el mismo tono y gravedad, lo que produjo como por arte de magia la enérgica respuesta del aludido, que sin inmutarse hizo frente a tres disparos hechos por don Petronio, con tan mala suerte para él, que erró en los dos primeros y, tan sólo pudo acertar parcialmente un tercero que fue a impactar en la humanidad del otro, quien rápidamente desde el suelo aprovechando el raro encasquillamiento del revólver de su atacante, le propinaría en su defensa y, con extraña piedad, un solo tiro; tan certero que fue a dar justo en el corazón de don Petronio. Apagando en un instante aquella noble existencia de uno de los descendientes directos de los fundadores de ese noble pueblo; como lo era también aquel que desde el suelo, herido, lamentaba lo sucedido. Porque don Diego, no guardaba el más mínimo rencor ni odio por aquel circunstancial rival, más bien, querido y apreciado. Sólo el desenfreno, la pasión y por último el dolor, se combinaron fatídicamente en esta trágica acción, en busca del honor.

Diego Carrasco triste ganador en la refriega, al poco rato fue hecho preso. Con los años, ya recluido en la PGV lamentando su destino, se sumió y consumió en la entrega de aquel purgatorio por el que tenia doble justificación: Una, haber dado muerte a un hombre bueno, que sólo buscaba honor en su vida y otra, que don Petronio era el abuelo de su único hijo habido en aquellas circunstancias tan comprometidas y, a contrapelo de la dinámica social Atascoseña. Ya en otro momento −quizás en el más allá−, hubiera querido el homicida abrazar y pedir perdón, a don Petronio Corrales.
Una vez consumados tan terribles hechos, mientras los timoratos vecinos fueron saliendo primero de su asombro y, luego de sus casas, de sus ranchos, llegó la autoridad a quien Diego Carrasco sin oponer resistencia alguna en seguida se entregó.  Yuxtaponiendo sus puños por delante, entre él y los policías. Su rostro se mostraba relajado, con la mirada triste dirigida hacia la nada, imaginándose quizás los duros momentos que en adelante tendría que sortear; como justo castigo por aquello que acababa de protagonizar

A través de una de las ventanas del par que tenía la casa, dando al salón, que era como se le llamaba a aquel lugar de la residencia de Isaura García con vista hacia la calle, donde en múltiples oportunidades por varios años se reunieran ella, Diego, el mismo don Petronio y, sus más variados amigos para el disfrute de otrora tantos felices momentos. Estaba ahora aquella mujer,  impávida y con expresión lastimera, el rostro desencajado, ausente de este mundo cual víctima y victimaria a la vez, deseando compartir con Diego sus culpas tal cual siempre lo habría hecho; pero entonces, por su propia parte en la responsabilidad de los actos allí escenificados

La mujer desde entonces se encerró por completo en un riguroso luto, enclaustrándose a voluntad entre las paredes de su casa que la gente empezó a llamar desde ahí, “La Cartuja”; y, a decir de sus más íntimos allegados, el rigor religioso y la más absoluta humildad serían los rasgos de vida en lo sucesivo para aquella, antiguamente disipada, bella mujer. No llegó a tener hijos. Sólo sus familiares más cercanos tenían el privilegio de entrar en la casa después de aquello, sin embargo con el tiempo se fueron distanciando en sus visitas hasta que la morada se fue sumiendo, en un halo de misterio. Al punto que los vecinos comenzaron a decir que en ese lugar por las noches se oían ruidos extraños, se veían apariciones que acompañaban quizás a la entonces misteriosa Isaura García, después de las doce de la noche y, hasta el lugar señalado por aquella cruz de hierro frente a su casa; cada vez que se cumplía un aniversario más de la desastrosa tragedia.
Como observador ese día de tales hechos tan terribles y desgraciados que involucraba a un hombre que para mí era signo de respeto, honradez, lealtad y, sobre todo, caro amigo de mi padre además, siempre seguirá siendo visto en adelante como aquel paladín ecuestre que llegaba a casa los domingos y, se acercaba al Barbasco que servía de cerca viva a una de las empalizadas de la casa donde nací; a preguntar por mi papá.

Por mi parte, habiendo aprendido yo  esa costumbre dominical suya, sabía estar en las proximidades para recibir de él, una moneda de plata de cinco bolívares −conocida como, un fuerte−, que siempre sacaba de su faja debajo del liqui liqui; la cual yo recibía, después de darme la bendición. Diciendo:

"Dios te bendiga, hijo".

"…Ve y llama a mi compadre Ramoncito, hazme el favor…!" −Agregaba−.

"Sí, padrino; en seguida…!

     Contestaba yo, alejándome a toda carrera hacia dentro de la vivienda, imaginándome las golosinas y refrescos que se podían comprar con aquel fuerte; cuando un refresco de 250ml, costaba 0.25 y, un pan, tan sólo un centavo −pan de a puya, le decíamos−. De niño, siempre me imaginaba a mi padrino Diego Carrasco, visto desde el suelo parado sobre mis alpargatas y, él sentado sobre su caballo, como un verdadero Centauro; entonces me parecía monumental, maravilloso. Es así como siempre lo he querido ver, según promesa que hice pensando para mis adentros aquel día tan terrible, en que pese a todo le ofrecí mi perdón incondicional; quizás por la fuerza de tantas bendiciones que durante igual número de domingos por muchos años él pronunció, dirigidas a mi corazón, a mi alma, a mi más pura inocencia… Con lo que estoy seguro, que aquellas bendiciones dominicales hicieron de mí, una persona más cercana a Dios; y, por tanto, como retribución en algo de todos aquellos momentos felices a los cuales él contribuyó, ahora yo te digo, padrino:

 "…Que Dios te bendiga, y te perdone; porque lo que soy yo, ya lo hice….!"

     Fue don Diego Carrasco, pues, el más  flamante entre todos mis padrinos. El de bautismo (Nobilísimo reemplazante en tan buena hora, de aquel otro escogido por mi madre y mi madrina, para que cumpliera tan sagrada misión y, cuyo nombre una vez fallecido, con tanto orgullo he llevado. Asunto por cierto, mejor explicado, aquí mismo en el capítulo 1.2); y, a quien en aquella hora funesta traje a mi memoria. Recordando un fugaz momento de mi más tierna edad en que, después de mojarse los dedos de su mano derecha en aquella pileta de agua bendita en el templo, dibujara sobre mi frente la señal de la cruz; mientras yo, sostenido boca arriba en brazos de mis padres y, sin poder valerme por mis propios medios, oiría obviamente sin entender, las palabras sagradas leídas de las Santas Escrituras por el obispo Español Saragoceño, venido al pueblo desde calabozo. Ciudad donde estaba afincada la jefatura eclesiástica de Su Eminencia don Victorino del Valle Martell. Quien en esa ocasión nos visitaba para decir la misa especial, resaltando las bondades  del acto bautismal, pasando luego por la fila de padres y padrinos que ansiosos esperaban por el noble visitante, para que sacara de todos aquellos párvulos sostenidos en sus brazos, tocándoles la crisma, los supuestos malos espíritus que hubiera en ellos; según el decir de las abuelitas más quisquillosas del pueblo.

Al concluir la ceremonia, el viejo Obispo era invitado por alguna acaudalada familia del lugar a saborear escogidos bocadillos y, platos para la ocasión, donde no podía faltar como abreboca un cálido y nutritivo consomé de pichón de paloma; lo cual el religioso celebraba con sus sabías palabras al bendecir la mesa.

Con tan sólo salir de la iglesia los nuevos padrinos ya sabían a conciencia, que el acto que acababan de refrendar los acreditaba como padres paralelos para todos aquellos inocentes infantes; teniendo también la responsabilidad de darles amor y formación moral, tal cual ellos mismos la tuvieron… En la certeza de ser de allí en adelante fervientes defensores de la fe, como continuación por lo propio que debieron haber hecho, sus propios padres y mayores, en la perpetuación de esa cadena existencial que por siglos nos ha regido, como pueblo latino; cuya cultura está signada por aquella, para bien o para mal, traída aquí por los conquistadores europeos.

Con estos vívidos recuerdos y, teniendo como telón fondo la tragedia que acababa de suceder, me retiré del lugar al igual que las demás personas del pueblo que habían concurrido; encontrando en casa como era de esperarse, a mis padres sumidos en un hondo pesar. El cual tan sólo sería roto, por la entristecida voz de mi madre cuando dijo: "Que Dios los perdone a los dos…!"
Entonces mi padre y yo, respondimos en coro: "Aaamen…!"


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                                          ...Y: bien, hemos llegado al final. Espero que les guste. Chao...!

          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...