sábado, 26 de octubre de 2019


   
  Buenas tardes, amigos. Por aquí de nuevo con ustedes. Con el capitulo número ocho de mi libro "Las Evasiones de Hilario Coba". De la serie de cuatro: 
   

 1.8.-                                           —Espíritus de Leyenda—
                                   (La Sayona de Infafé, El Ahorcado de Gato  Negro, La Bruja sobre el Tejado).

      “La Sayona de Infafé”.

    Había en La Atascosa un individuo que tenía por nombre “Infafé”, el cual llamábamos así porque todos los días se asomaba por las pequeñas ventanas de las cocinas de las casas, para pedir a sus ocupantes un poco de café; lo hacía usando una cómica además de menesterosa expresión, muy de él y, bastante característica, que la tornaba irresistible además. Entonces, con su hablar tartamudeante decía 

 “…Dame un poquitico de infafé…!”

(…Esto para él definitivamente, quería decir café; por ejemplo, cuando era en mi casa se lo decía a alguna de mis hermanas, todas ellas mayores que yo…!)
    
    Con tan habitual además de curiosa forma de pedimento fue como selló su propio nombre dicho personaje, por el cual sería conocido de todos en el pueblo; era un tipo flacuchento, alto y de ojos saltones, realmente de un mal aspecto pero que poseía una candidez tan espectacular, sumamente alejada de la edad que realmente este tenía. Infafé era hijo no se sabe de quién, mediaba aproximadamente unos 45 años y, al verlo, siempre parecía que era esa su edad de forma perpetua; como si el tiempo le hubiera hecho una mala jugada en su vida, al nacer así de esa forma, ya grande y dislocado… Siendo ése, su signo particular de vida.
     
    Se decía en el pueblo que su madre habría muerto cuando él nació, abandonado entonces por su progenitor, razón por la cual su familia materna se hizo cargo del desafortunado niño mientras que el padre siempre fue un individuo sumido en el misterio; a tal punto que nadie sabía su nombre, quién era, ni dónde estaba. No se entendía para muchos, cómo una mujer que presuntamente no poseía ningún tipo de atributo femenino especial, podía ser objeto de amor carnal alguno por parte de ningún hombre, ni siquiera del más necesitado de placer… Así que, sin embargo, he allí el resultado.
     
   Infafé siempre andaba solitario por la vida, deambulando con su destino a cuestas, llevándolo prácticamente de un lado al otro dentro de los mismos talegos repletos de trastos y cachivaches viejos, los que algunas veces para descansar de su pesada carga eventualmente echaba dentro de una muy particular carretilla de madera; convertida en su inseparable “instrumento de trabajo”. Que cada día conducía por las calles del pueblo dejando ver su titánico esfuerzo reflejado en las venas brotadas sobre sus sienes sudorosas y, resbaladizas, mientras empujaba aquella especie de carromato sobre el cual cargaba todo tipo de peroles inservibles; a quien ya nadie interesaban. Por lo que él, tan sólo los almacenaba en su habitación de residencia donde formaba un alocado promontorio de objetos de todo tipo, que verdaderamente habría que estar chiflado para mantener en casa una cosa como ésa.
     
    Infafé en su febril brega diaria, carreteando por los caminos y calles los más variados objetos, un día llegó al pueblo muy temprano en la mañana, cosa extraña en él y, ya casi rayando el alba. Despavorido, como impulsado por una fuerza maligna se dirigió al cuartel policial y con palabras atropelladas, habitual, contó a los policías de guardia algo sobre lo cual habría sido objeto… Tenía los ojos desorbitados, estaba sudoroso y hablaba con frases entrecortadas, cuando dio a entender a los efectivos un bizarro relato en el que habría vivido una experiencia no acorde con las cosas de este mundo.
     
    Dijo que venía  retrasado, por los lados de la carretera de Cabruta cerca del cementerio, serían aproximadamente las ocho de la noche −del día anterior− cuando de repente se sintió atraído al centro del camposanto y, una vez allí, se vio acostado y amordazado sobre una tumba a donde de repente fue a dar; asegurando que lo habrían sometido de una forma poco usual sin el uso de fuerzas convencionales, unas mujeres vestidas de blanco. Bonitas todas ellas, aunque largas en extremo como sus dientes y, de semblante paliducho que le decían:

  “…Veeen, cooon nosoootras, mi amooor…!”

(…En un extraño tono lúgubre y, muy despacio; pero además sensual, insinuante y lúbrico. Según se deducía de las expresiones y gesticulaciones que, el aterrado individuo, intentaba recrear).
     
    Cuando los agentes policiales fueron testigo de las disparatadas expresiones de Infafé, no les quedó más remedio que ir a buscar al señor al Cura, porque consideraron que aquel pobre hombre lo que necesitaba, podría ser más bien una buena dosis de exorcismo; porque habría sido víctima, de lo que en el pueblo ya todos sabían y, era conocida como “La Sayona” −según las propias palabras del afectado−.

   Con la llegada del Párroco, trajeado de negro y flanqueado por un par de níveos ayudantes que se turnaban mediante unas discretas e imperceptibles señales que él mismo les hacía, y lo seguían cambiándole ciertos atuendos de su indumentaria —al parecer sumamente necesario para la obtención de resultados positivos, en el ritual que llevaban adelante—, el confundido Infafé en seguida fue bañado en una espesa humareda de sahumerios; al tiempo que el jesuita pronunciaba unas extrañas plegarias dentro de las cuales uno que otro latinazo también profería, caminando lentamente a su alrededor y, sosteniendo un crucifijo en alto con la mano derecha mientras en la izquierda un grueso libro negro, obligado a estar abierto por el pulgar de la misma mano.
     
    A medida que todo aquello iba sucediendo a su alrededor, un tembloroso Infafé de pronto se fue relajando hasta que sus piernas parecía que flaquearían y, entonces dos policías viendo que era inminente su desplome, enseguida intervinieron para sentarlo en un taburete cercano que había ahí; mientras tanto el exorcista haciendo caso omiso de la breve interrupción de todos modos lo siguió, continuando con su delicado trabajo. Hasta que por fin el poseso simplemente se durmió y, al despertar, horas después, ya casi ni se acordaba de lo sucedido.
     
    Eran ya aproximadamente las ocho de la noche de aquel largo día cuando Infafé estaba de nuevo entre la gente común y, ya no más bajo la custodia de los representantes de la ley, ni tampoco de la iglesia; y, luego de ser sometido a aquellos ritos de limpieza espiritual en una pequeña habitación del mismo retén policial del poblado, como de costumbre, se dirigió a su casa. Donde su tía una mujer bastante vieja, narizona, contrahecha y desgarbada, que pese a haberse quedado sola y sin hijos en su vida —ningún hombre al parecer, habría osado pretenderla, tal vez con el temor de no reeditar el mismo caso de su hermana mayor—, tenía sin embargo una extraña disposición a lo maternal; aprendida quizás por razones de fuerza mayor, a raíz precísamente, de la trágica aparición de su especial sobrino en este mundo.
     
    La anciana tenía encendida una vela al lado de una vieja fotografía de su pariente, de cuando este era un niño —con traje de charro y sombrero mejicanos, montado sobre un caballito de madera con la cara descascarada, como cuando a los muebles se le cae el barniz; tomada frente a la Plaza Bolívar de La Atascosa— y, rezaba un rosario frente al improvisado altar en que su rostro era presa de aquella singular expresión que nos caracteriza cuando lo hemos perdido todo. Amplificado en su caso por el reflejo de la titilante luz en la llama de la vela, que le daba un aspecto tenebroso a la piadosa escena; en un contexto de precariedad, pobreza y desolación que se respiraba ampliado, en ese preciso instante dentro del rancho.

Así las cosas, de pronto la mujer oye el ladrido de unos perros en la calle frente a su vivienda, lo que la impulsa a suspender las plegarias para ir a asomarse por el ventanillo, para entonces descorrer la tranca de la puerta que normalmente aseguraba su humilde morada; y, justo al abrirla, observa con alegría que efectivamente se trata del extraviado sobrino, que todavía con el terror reflejado en su rostro se hinca de rodillas ante ella en solicitud de la bendición —tal cual su costumbre—, para luego abrazarlo después de cumplirle su deseo, pero al mismo tiempo, casi simultáneamente le pregunta:
−  Tienes hambre?  Dijo de entrada y, luego, dónde has estado…? Replicó angustiada, cuando habían pasado ya más de treinta horas de su ausencia. Porque lo que eres tú, nunca haces esto…! Argumentó al final; y, enseguida Infafé apurado respondió, balbuceante:

− Ti…ti…ti…tía, me   salió La Sayona…!
…Ante lo cual con actitud perpleja, simplemente dijo la anciana, santiguándose.
− Dios mío, yo creía que esas vainas eran puras mentiras…!
     
  Después de un emotivo recibimiento la señora ya más tranquila preparó una frugal comida para el recién llegado, acomodándola amorosamente sobre una tosca mesa del lugar; que de inmediato Infafé devoró gustoso con la misma expresión en su rostro, de los perros que al llegar lo recibieron con feroces alaridos y, asomo de filosos dientes desde adentro de sus babosas mandíbulas. Una vez saciada el hambre, se dejó caer en el catre que tenía al lado, junto a un montón de peroles y cachivaches viejos, sumiéndose muy pronto en un reparador sueño; sellado sin embargo por la profunda candidez en su semblante, de su nada agraciado rostro.
    
   Al día siguiente, como de costumbre los vecinos del pueblo de La Atascosa volvieron a ser testigos de la trepidante, pesada marcha del carretón impulsado por el humilde Infafé quien esa misma mañana, como era habitual, se asomó por la ventanita de la cocina de mi casa a través de la cual se tamizaba entre la red de varas de punteral que guarnecía el pequeño agujero en la pared de bahareque, el cálido aroma del café recién colocado; ante lo que, como siempre, apelaba el conocido personaje a su especie de "arma secreta", con la cual estaba seguro de conseguir lo que buscaba y, dirigiéndose a una de mis hermanas, una vez más, de un solo tiro disparó:
− ¡Mirá, esta niña…! Me regalas un poquitico de Infafé…?

  “El Ahorcado de Gato Negro”.

     Era usual en el pueblo al regresar a casa, de noche y, posterior a un copioso aguacero, que debiéramos desviarnos de la ruta de costumbre debido a un enorme e infranqueable charco de agua —al menos con los métodos que teníamos a mano, esa época— que entonces se formaba, por lo cual obligatoriamente teníamos que optar por aquella otra vía que casi nadie se atrevía a transitar; por miedo a un supuesto espanto que salía colgado de las ramas de una gran Ceiba que había en una esquina, a media cuadra antes de llegar.
      
   En realidad yo nunca llegué a toparme con tan desagradable visión. Sin embargo era un asunto del que mucho se hablaba en ese tiempo, pero como el miedo es libre y, a fuerza de los cuentos de aparecidos un rasgo común en estas localidades, uno siempre se cuidaba de no pasar de noche por debajo del misterioso árbol; cuando incluso en el día, a plena luz del sol, si transitábamos por debajo del mismo claramente se experimentaba un feo escalofrío, que de verdad crispaba los nervios.
    
   Justo al frente de la enorme Ceiba había una bodega que se llamaba “El Gato Negro”, siendo habitual ver a su dueño el señor Juan Silvera, sentado a la espera de sus clientes en una silleta de cuero recostada al tronco de la misma; donde él se solazaba con sus cuentos de espantos y aparecidos que claramente lo que propendían era a aumentar la extendida conseja, lo más seguro en su propio beneficio, acerca de un supuesto ahorcado en el emblemático árbol.
    
    Decía el señor Silvera, obviamente para asustarnos mucho más, que el origen del nombre de su bodega se debía precísamente a que en el momento de las excavaciones para hacer las fundaciones de su casa, se encontró enterrado en el terreno que ya desde mucho antes tenía muy mala fama, un enorme gato de color negro con un lazo rojo en el cuello; que cuentan fue sepultado dentro de una caja metálica cuyo contenido, dicen también —más; él mismo, no negaba ni afirmaba tales rumores—, era de una abundante cantidad en morocotas de oro.
     
  Oscuro tesoro según perteneciente al antiguo dueño del lugar, que dicen anduvo guerreando con el El Mocho Hernández y su Revolución de Queipa, en defensa de su triunfo en las urnas electorales contra el General Andrade; pupilo de Crespo, que según las habría trampeado a su favor, allá por el año 1897. Conformado este punto en definitiva, desde un principio por una extensa parcela con algunas bienhechurías en la misma y, recibida como legado de su familia afincada allí por más de diez generaciones, por el padre de quienes salieron despavoridos del pueblo un día −una vez más−, justo antes de que todo aquello pasara; vendiendo previamente a precio de gallina flaca al señor Silvera —inocente por su parte, de haber hecho el negocio de su vida— su única posesión en el pueblo y, sin saberlo, el envidiable patrimonio dejado para ellos por su esforzado progenitor; marchándose de una vez por todas, para nunca más regresar. De los que después se supo, por cierto y, ya con los años, que al enterarse de lo que habían hecho con su inmerecida herencia, habrían terminado sus vidas en unos extraños accidentes uno tras otro; los tres hermanos.
     "Insensatos por demás, faltos de integridad y constancia", solía criticarles su viejo cuando los hijos se fueron del pueblo la primera vez, aduciendo entonces ellos que no querían ser labriegos ni peones de hato como sucedió con él, ignorantes de que el padre habría hecho un pacto con el maligno tan sólo por su bienestar; y, habiéndose enfermado de repente los llamó de nuevo a su lado, pero al llegar ya era demasiado tarde —otros dicen que más bien, el del pacto fue su abuelo, el revolucionario militar Mochista; pero estas cosas, al final nunca se supieron—. Razón por la cual el señor Silvera, sin duda alguna sería finalmente el único favorecido en todo esto, pareciendo haberse ganado la lotería y, en agradecimiento no se sabe si al difunto o a sus inconsistentes hijos que le sirvieron su riqueza en bandeja de plata, le puso a su bodega sobre aquel asiento viejo ese nombre un tanto enigmático; aunque en realidad, tan sólo sería un recordatorio del origen de su inadvertida prosperidad.
     
    Se rumoreaba insistentemente entre la gente del vecindario que el señor Silvera desde el mismo momento en que supuestamente desenterró el susodicho animal con el montón de monedas, comenzó a ver desde esa misma noche la aparición de un hombre colgado por el cuello en la Ceiba de enfrente —cosa que en un principio afirmaba como cierta, pero no así lo de las morocotas, empezó a decir después; cambiando sus primaras afirmaciones como para ocultar la verdad, aunque más que todo, para no quedar expuesto ante tanto curioso que lo abordaba, evitando así, especialmente a los choros—, sin embargo la conveniente difusión de tan estrafalaria leyenda por parte incluso del dueño de la bodega, creo yo, era con el único propósito de obtener con ello su propio beneficio; creando así una cierta fama asociada a su próspero negocio. Cometido que logró, cuando la historia del aparecido pendular era corroborada cada día por parte de sorprendidos noctámbulos, aderezados con algo de vapores etílicos; o, por furtivos amantes que saltaban las empalizadas de las casas vecinas bajo el amparo de las sombras, para despecho de sus cornudos propietarios ausentes y, entonces absorbidos por la responsabilidad del trabajo petrolero.

  …Me acuerdo de una noche cuando, después de haber bailado hasta el aburrimiento en un club que tenía por nombre “La Quinta”, regresaba muy cansado; pero como había llovido, entonces el enorme charco de agua que había en la otra calle me obligaba como siempre a pasar por debajo de la misteriosa Ceiba. Razón por la cual estaba metido en un gran problema en ese momento y, el asunto es que tenía imperiosamente que llegar cuanto antes a mi casa, porque esa vez lo que iba era cagao.

  …Serían como las dos de la madrugada, venía solo y, cuando me acercaba al lugar instintivamente di la vuelta impulsado por el terror con la piel ya erizada, disponiéndome a una cierta distancia, simplemente a esperar; a ver si pasaba alguien más, con la idea de ganar confianza en su compañía que me hiciera olvidar la imagen del fulano ahorcado. Con lo que, quizás, acompañados poder hacer frente al misterioso aparecido en las ramas de la Ceiba. Esto ocurrió varias veces, en medio de mis grandes urgencias… Así transcurrieron las horas, entre intentos de acercamiento, retrocesos y, espera por algún acompañante; en que soñoliento y apremiado por inaguantables retortijones de tripa, empezaba a ver los primeros rayos del alba. Serían ya las 5:45 de la mañana cuando decidí, de una vez por todas, enfrentar al "espanto" que todavía se balanceaba impulsado por una suave y gélida brisa y, con una siniestra gravedad entre las ramas −según podía ver−. Con decisión caminé hacia el árbol, cuando de pronto, se abre la puerta de una de las casas a mi derecha y veo que se trataba del señor Pereira, que vianda en mano salía a la calle rumbo al trabajo. Al verme parado así, solo, desencajado, titiritando del frio y, tal vez "con una cara de chorríao que no la brincaba ni un venao" −como se diría entonces−, simplemente me saludó y dijo:

−Que haces por ahí, tan temprano, muchacho…!
 A lo que respondí, un tanto apenado:
− ¡Nada! Es que vengo del baile...!
    
   Acompañados, caminamos hasta la esquina del árbol; cuando al fin estuve debajo de su fronda, vi tímidamente hacia arriba, al tiempo que me despedía del señor Pereira, quien siguió calle abajo, contrario al rumbo que yo llevaba; para tomar el Transporte Micouqui, que lo llevaría al campamento de Roblecito, en la esquina siguiente. En el Matapalos.
     
   Al levantar la mirada hacia la fronda del misterioso árbol, con decepción por una parte y, alivio por otra, pude ver, enredada entre las ramas una vieja y raída sábana blanca que se movía por efectos de la brisa, lo cual desde lejos y hace rato, creía eran las piernas del fulano ahorcado de la Ceiba. Sonreí para mis adentros, dejando escapar un viento. Y;  dije entonces aliviado, aunque tratando de huir de los efectos de mi propia despresurización:
"Adiós señor Pereira…!"

  “La Bruja sobre el tejado”.

     Aquí en La Atascosa son muy prolíficas y variadas las historias sobre duendes, espantos y aparecidos. Dentro de la caterva de villanos del más allá que pululan por sus predios se recuerdan también, aquellas que parecen estar o se mueven, no sólo en el plano inmaterial sino, además, en el mismísimo espacio de los vivos. Es por ello que, era usual en aquellos tiempos antes de la llegada de la luz eléctrica, escuchar de algún aterrado espectador su propia y muy particular historia de horror; como fue el caso de José Estrada un amigo de mi hermano Vidal, quien me lo contó.
     
   Empezó diciendo acerca de aquel sonado caso que una fea noche cuando su amigo regresaba a casa en la calle Páez, procedente de un burdel de los Paragüitos y, mientras todavía oía traída por la brisa nocturnal una canción ranchera de alguna de las rocolas, dijo haber sentido un estruendo ensordecedor seguido por una brillante luz verde, sobre el tejado de una de las casas de la calle que transitaba —justo la que quedaba al lado de lo que fue, la famosa Carpintería Véneto; escenario trágico de la muerte de su dueño, el señor don Claudio Milano Montessori—; cuando escuchó aquello en seguida volteó hacia donde venía el destello y, allí mismo, quedó pasmado al ser testigo de lo que estaba presenciando.
    
   Sobre el tejado, sumido en la penumbra reinante, estaba posada un ave de una altura mucho mayor a la de un pavo adulto, tenía las alas abiertas en suave movimiento, y era de color negro. Pero lo más aterrador, decía Estrada, era que parecía mirarlo fijamente a él mismo, con unos ojos tan brillantes como focos, rojo sangre, sobre un rostro del que dijo era el de una mujer vieja, anciana y sobre todo, muy fea.
     
   Mientras tanto; presa del miedo aquel hombre, paralizado por el terror, de pronto comenzó a correr despavorido por la calle lanzando fuertes alaridos al tiempo que algunos vecinos, a regañadientes, se pararon de sus sueños asomándose por las ventanas para ver qué pasaba, allá   afuera… Al día siguiente, el pobre hombre fue encontrado en el cementerio del pueblo por unos sepultureros que normalmente entraban al camposanto para alguna labor mañanera.

   Los trabajadores se extrañaron ante la presencia de aquel lugareño tan temprano allí, aunque no ligado a las labores del camposanto  por cuanto entonces, fueron a despertarlo; estaba acurrucado, en cuclillas, con el rostro entre las rodillas, las manos en la cabeza y, los dedos entrelazados sobre la nuca. Parecía que dormía, pero cuando lo alertaron en voz alta y no respondió, trataron de moverlo por uno de sus hombros; cuando de pronto, el desconocido se incorporó bruscamente y comenzó a gritar, diciendo que lo perseguía una bandada de pajarracos negros con orejas, en una cara fea de mujer anciana.
      
   El individuo en medio de su espanto tenía los ojos desorbitados, estaba mugriento, arañado, el rostro desencajado y, fuera de sí. Como siempre, fue llevado ante la presencia del Cura del pueblo, don Cecilio Apóstol Del Rosario, después de ser reducido con la participación de cuatro hombres; aún cundo era sumamente flaco y, completamente normal. Entonces fue sometido por el religioso al místico ritual de costumbre en estos casos, logrando finalmente que se calmara.
     
   Una vez informados, sus familiares vinieron a buscarlo; ya reposado, al día siguiente se fue del pueblo sin mayores explicaciones pues había llegado aquí, de visita a unos familiares de la calle donde sucedió aquello.
     Con el tiempo, en otra de sus visitas, fue cuando Estrada le contó esto al hermano mío, que como ya dije eran muy amigos; y, con quien siempre se iba de farras. Fue una rareza que esa noche, no anduvieran juntos los dos. ¡De lo que me salvé, vale! —Solía decir Vidal, entonces. Cuando se acordaba de aquello—.
     
   Mucho después comenzó a decirse, posterior a varios avistamientos similares en diferentes lugares del pueblo, iguales al caso Estrada, que el misterioso pajarraco con rostro de vieja anciana —tal cual como la vívida representación de cualquiera de las Erinias, míticas criaturas aladas enviadas desde el Tártaro para martirizar implacablemente a Orestes, por aquello hecho a su madre,  Clitemnestra; en venganza por la muerte de su padre Agamenón, digno hijo de Atreo— era el producto de ancestrales ritos de magia negra,  efectuados sobre su propio cuerpo por una anciana del pueblo; y, la que tenía por nombre   Eumelina.
   Aquella de quien también se decía, lo hacía mediante el cobro de una suma de dinero a alguna dama o matrona que sospechase de la lealtad de su pareja y, de los amores furtivos que presuntamente éste, mantuviera con alguna otra mujer. Dicha teoría se reforzaría con el tiempo, quedando por lo tanto en la leyenda, porque después de la extraña muerte de Eumelina no se volvió a tener conocimiento en el pueblo de aquella rara y, ya legendaria aparición alada sobre los tejados.
     
    Eumelina era en verdad una extraña anciana ducha en las malas artes, que defectuosamente ambulaba en silencio, cabizbaja, por las calles del pueblo con la ayuda de un retorcido bastón de madera. Sobre el que estaban inscritos unos extraños símbolos, como cuñas, que para un acucioso observador recordaba  ciertamente, lo que sería la emblemática escritura de la antigua cultura sumeria. Caminaba arrastrando una pierna, era flaca, bajita y, andaba con la mirada de su único ojo bueno puesta sobre el suelo; pues, era tuerta del otro. Defectos todos según dicen —confirmado por su compañero sentimental desde tiempos mozos, que la encontrara esta vez ya hecha cadáver, en su propia casa—, producto de un alevoso disparo de escopeta de un cazador avisado que le montó guardia una noche; cuando aún era joven y, donde por poco pierde la vida. Justamente, mientras cumplía con una de las labores de vigilancia a cachondos y gozones dentro de su extraño trabajo.
    
    Vivía sola prácticamente en su rancho de bahareque con techumbre de paja, a las afueras, en la última calle al oeste del pueblo; donde un mal día −para ella−, fue encontrada muerta sobre su propio catre por otro anciano, indigente también y, que siempre la visitaba. Quien afirmó ser presuntamente su antigua pareja en tiempos juveniles, y que quizás −dijo−, habría muerto porque algo le falló; pues asegura el viejo, en apoyo a su propia y nada descabellada teoría que alrededor del lecho mortuorio de la pobre Eumelina estaban esparcidos los signos inequívocos de un fallido acto de brujería por encargo —tal vez su último intento de “transmutación”, para la vigilancia nocturna a cornudos; en su trabajo anterior—.
     Lamentablemente, "esta vez las cosas no le salieron según lo previsto", repetía una y otra vez su antiguo compañero. Quien decía además, que él siempre vivía diciéndole, últimamente, que se dejara de esas cosas porque temía que le sucediera una cosa así; precísamente. "¡Algo malo pues!" Repetía con insistencia el viejito.
    
    Coincidencia o no, lo cierto es que después de su muerte más nunca volvió el pueblo de La Atascosa a tener conocimiento alguno, de nuevo, de la aparición del horrendo y misterioso pajarraco nocturno; quimérica representación de las míticas Erinias, por su parecido, según los relatos de muchos de los autores que las nombran (Esquilo, Homero, Hesíodo, Epiménides, Virgilio; entre otros). A lo largo y ancho de la mitología griega y, la literatura clásica.
     Para despecho de algunas de las damas del pueblo, “felizmente casadas”, la desaparición de la vieja Eumelina significó más que una sensible pérdida una verdadera tragedia. No porque lamentaran de corazón la muerte de la infeliz anciana, sino porque con ella —repito, dicen—, desaparecía también aquel espanto vigilante que les garantizaba algún grado de información segura respecto a sus zánganos maridos; quienes después de salir de su trabajo se enredaban en las sábanas de alguna damita “desvergonzada”, o putica de bulín.
     
   Con su muerte, la desgraciada señora quien por años en el pueblo hacía la vigilancia a petición de ciertas “damas en apuros” —pues mandaban a espiar a sus maridos no sólo para saber si estaban con otras, sino que además se aseguraban de que éstos, no se enteraran de sus propios escarceos; generalmente con “jóvenes agraciados” de su elección a espaldas de aquellos—, estaría ahora en el Érebo; dando cuentas a Megara representada impunemente por ella. Seguramente ante la presencia de Alecto y Cisífone, sus hermanas inseparables. Siendo éstos, los nombres particulares con que se designa a las integrantes de tan fantástica triada —mejor conocidas como Las Erinias—; que en bloque también son conocidas con la antífrasis de, Las Euménides... Finalmente, con su trágica muerte quedaba por terminada aquella presencia macabra que la anciana Eumelina engendraba; dando inicio así a un mito, una leyenda. Digna del más puro estilo de Allan Poe. A quien tanto gustaran esos temas y, quien además, hubiera hecho las delicias sobre tales cosas acaecidas en las tórridas calles, sombríos rincones y temerosas praderas, de aquel pueblito guariqueño; en virtud de su agudo intelecto afincado en el misterio. Tan propio de aquellos parajes (Creo yo).
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     Después... Muchos años más tarde y, ya viejo Hilario, quedaría demostrado por efectos de la llegada de la tecnología que tantas “apariciones” con las que se convivía en cuerpo y alma, se fueran disipando en el tiempo. Así, quedaron expuestos a nuestros sentidos todos aquellos lugares oscuros del pueblo, sumidos antes en las sombras; por efecto precisamente de la llegada a éstos, de la luz artificial. Con la electrificación de sus vecindarios y barriadas ya no fue motivo de temor alguno para las personas, el tener que cambiar de calle por donde transitaran a casa. Por ejemplo, forzados por ese “infranqueable” charco de aguas −mencionado al principio−, después de algún aguacero, como aquel que fue famoso sobre la calzada en el camino real a mi casa; el cual quedó “conjurado” técnicamente cuando por fin, pudo imponerse la voluntad popular en favor de algún funcionario público que realmente vino a arreglar los problemas de la gente necesitada y,  no a hacer política barata, pero sobre todo decidido, además, a acabar con los fantasmas.
     
    En cuanto al ya famoso charco de marras, sería mediante la aplicación de “calicatas” que se determinara la causa raíz de tan persistente fenómeno hidráulico. "Nivel freático inusualmente alto en este punto", determinaría efectivamente y sin vacilaciones, el ingeniero Gustavo Lopera, encargado de la obra en cuestión; quien con un par de diagramas de la estratificación del terreno y unas curvas de nivel lo confirmaba en sus números y, “con los pelos en la mano”;  como a él tanto le gustaba decir. Con lo cual finalmente se tomó la decisión más apropiada basada en sus recomendaciones y, en los estudios de campo, instalándose en el lugar el ya viejo pero efectivo método del “drenaje francés”; dando al traste con tan persistente problema. Cómplice por lustros del famoso "ahorcado de la Ceiba".
 
“…Sin embargo, todas aquellas cosas de antes que quedaron en el pasado, aunque a mí en lo particular me daban temor cuando muchacho, ahora más bien las recuerdo con cierto grado de nostalgia; porque creo que de algún modo, contribuyeron a la riqueza cultural de aquellos años en que todo era, pese a los miedos, mucho más seguro que ahora…! −Solía decir Hilario−.
    Hoy en día en las calles de La Atascosa, ya no signadas por “espantos y aparecidos” del más allá ni mucho menos, aunque por algunos de acá, de carne y hueso, el tiempo sigue su curso; predominando ahora la acción predatoria de malandros y ladrones —“mal nacidos vivos”, venidos por lo general de otros lugares—, siempre en busca de aventuras… Porque; éso sí, en este pequeño pueblo guariqueño siempre se ha respirado ese romántico aroma del pasado, el del espíritu aventurero.   

   ...Chao, hasta luego...!







          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...