sábado, 8 de diciembre de 2018






          Muy buenas tardes mis amigos. En esta ocasión les traigo, de nuevo, otro trozo de mi novela Memorias del Punjab; tal como se los prometí en la entrega anterior.  A continuación: 


                                                     Memorias del Punjab
                        La Gran Aventura de Andrómaca y Sayed
                                                  Segunda parte
     
    …En una ocasión dentro del mismo espíritu de esas romerías religiosas de su madre, el pequeño Sayed junto a sus amigos sin pensarlo, entraron por pura casualidad en un recinto privado de uno de los monasterios a que asistían algunos de sus familiares  “…Cuando sin darnos cuenta —contaba Sayed—, uno de los cuatro niños que andaba conmigo, inocentemente empujó una llamativa aunque sencilla puerta de madera en la que había un lindo “escudo” tallado en ella,  en la parte superior  y, ésta se abrió. Al centro, tenía la imagen de Buda sentado sobre un tapete de mimbre en su característica posición del loto, con sus manos unidas en námaste; que pareció iluminar muy suavemente todo el conjunto justo al ceder el vano bajo la pequeña presión ejercida por el curioso niño, pero también, levantarse unos pocos centímetros de donde estaba, mostrando varios círculos concéntricos más abajo —o; sea, detrás—, como capas superpuestas conformadas por minúsculas figuras de todo tipo de animales, ríos, plantas, árboles, planetas, estrellas y, muchas otras cosas más; al tiempo que, seguía flotando y brillando en el aire sobre la vieja superficie de madera.  Al ver éso, sentimos un impulso irrefrenable de entrar; y, como el acceso ya estaba libre, consideramos que no habría problema en ir adentro para echar una miradita…!.
   
   "…De pronto, al abrirse la puerta estábamos en un fantástico lugar nunca antes visto por ninguno de nosotros, en principio era una especie de taller de escultura, alfarería, orfebrería, y demás; o, algo así. Rodeado de inmensos y bellos jardines a cielo abierto de cuyo cada elemento que lo componía brotaba la vida de una forma tan especial, al igual que de sus mansos cuerpos de agua, cascadas, lagos; y sobre todo, de un rio que luego se convertía en cuatro, en este caso. Que recordaban tal vez, a los del jardín del Edén señalados en el texto bíblico “tal como lo supe después, cuando crecí”, según el Génesis; donde se dice que:

  “…Plantó Dios un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre a quien formara. Hizo brotar en él de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en el medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Salía del Edén un rio que regaba el jardín y de allí se partía en cuatro  brazos. El primero se llamaba Pisón… El segundo se llamaba Guijón… El tercero Tigris… El cuarto Éufrates".  Génesis 2: 8 a 14. ¡Todo lo cual nos parecía inverosímil y, más bien,  mágico…!”  
   
  “…En aquel amplio espacio al que habíamos entrado —siguió Sayed, con su relato—, podían verse además muchísimas obras extraordinarias por doquier: En las paredes del recinto, en el techo, en los pisos —superficies que a veces se transparentaban, con un brillo de prístina belleza; reflejando, ocultando, o, vivificando mucho más el jardín del fondo que todo lo rodeaba y que, parecía no tener fin,  cuando la vista se nos perdía a través del horizonte—; también sobre pedestales,  y por supuesto en los ordenados mesones de trabajo donde había además todo tipo de herramientas relacionadas con las artes ante dichas... Los utensilios, y herramientas de trabajo en los bancos eran manipuladas con destreza absoluta por unos monjes artesanos, u obreros, que trabajaban en éstos; siempre atentos a los detalles, callados, absortos en lo que hacían como si no se percataran de nuestra intrusa presencia. De la parte superior de sus oblongas cabezas y, desplazado un tanto hacia atrás, tan sólo brotaba un pequeño mechón de cabello, uno solo, tan negro y brillante como el azabache, prendido en una única vuelta en forma de bucle a una cinta atada al cuello; vestidos enfundados en sus característicos camisones de tela sencilla color azafrán, y puños tan amarillos como el curri, algunas veces arremangados hasta los codos para facilitar su trabajo… Curiosamente además, llamaba la atención una especie de luz tenue dorada que constantemente emanaba de ellos  “…Como en el Mándala flotante o, emblema de la puerta por donde habíamos llegado…!” La cual era transferida a las cosas con las que hacían contacto en su callada labor. Pero sobre todo se sentía en el recinto una gran armonía que contagiaba a todos; y, extasiados, allí seguíamos, viviendo y observando aquellas cosas tan maravillosas, arrobados en sí de una gran admiración. No sólo por las obras que aquellos monjes llevaban a cabo en ese lugar, poniéndolas por todas partes, sino también por la infinita sensación de paz que envolvía tan cálido ambiente.
   
  …Por otro lado y, más allá, otros monjes quizá la mayoría, caminaban lentamente por las veredas del bosque en absoluta serenidad con la cabeza gacha, rapada enteramente en su más extrema sencillez y humildad, hacia un lugar en el centro del enigmático “jardín” donde se alzaba un imponente monasterio tallado en su totalidad en oro puro, "podíamos ver y apreciar con facilidad”; en cuyo patio central estaba un hombre rezando, o, meditando. Sentado en el suelo sobre una pequeña estera en la misma situación de la escena mostrada en el luminoso emblema, tallado en la puerta por donde habíamos entrado a tan extraordinario mundo. A medida que los primeros monjes fueron llegando, a su lado desde diferentes direcciones se iban acomodando otros en su respectivo lugar sobre el piso, que por ningún lado tenía asientos de ningún tipo; disponiéndose todos en círculos concéntricos en el suelo, contándose por cientos, tal vez miles; y, asumiendo cada quien de inmediato idéntica posición del que evidentemente, era su maestro.
   
  “…Aquello en verdad, era algo tan bello, e increíble…!” —Recordaba asombrado, el joven Sayed—, que parecía  estuviera en un enorme cubo de cristal viajando en el tiempo a través del espacio, envuelto en su totalidad por  un hermoso jardín que iba desplazándose junto con él, como un todo; en un relativo y, estacionario movimiento. Y, a su vez, rodeado así mismo por blancas nubes a través de las cuáles se podían distinguir a intervalos, admirados todos nosotros, la luna, los planetas, cometas, asteroides y, las estrellas; en que todo, absolutamente, parecía flotar en la nada.
   …Fue allí, en ese instante, cuando llegué a pensar por primera vez en cierta descripción que mi madre me había referido desde muy niño; respecto a un mítico, sagrado y divino  lugar muy lejano, usualmente habitado por Dios, pero al mismo tiempo también muy cercano y, el que según ella, debíamos empeñarnos en alcanzar durante el tránsito de nuestro largo, o corto camino, dispuesto por el creador para cada uno de nosotros como individuo sobre este planeta. El que ella dijo llamarse, Shangri – La…!”
    
    “…Tal vez éste sería también el mismo, Jardín Paraíso —comparaba Sayed a su modo de entender y, según sus propias  vivencias—, reseñado por mi padre en sus historias orientales con que solía arrullarme por las noches antes de dormir, cuando era yo tan sólo un niño; del que me decía existía, en algún lugar del vasto e infinito universo y, al que él se refería como: “Los Jardines de la Delicia”. Entonces, como para reafirmar la fuente sagrada de donde lo había aprendido procedía a recitar para mí de un bello libro de tapas duras color marrón adornadas con arabescos, que parecían velar el arreglo gráfico en que podía advertirse la regia figura del excelso Profeta Mahoma, cabalgando entre las nubes sobre su mágico corcel El Burac; ésta, que dice así:
 “…Quiénes obedezcan a Dios y a su Enviado, Él les introducirá en jardines debajo de los cuales fluyen ríos, en los que estarán eternamente”.
Sagrado Corán: Sura 4, Aleya 13.
  
  …Y; así:
 “…A los que creen y hacen buenas obras, les haremos entrar en jardines, bajo los cuales corren ríos, donde morarán eternamente; tendrán en ellos esposas purificadas y, les haremos disfrutar de una densa sombra”.
Sagrado Corán: Sura 4, Aleya 57.
…Y; por último, así también:
“…Los que temen a su Señor tendrán, junto a su Señor, los Jardines de la Delicia”.
Sagrado Corán: Sura 68, Aleya 34.

   “…Me quedé mudo al pensar en éso, mucho más de lo que había estado hasta entonces; al percatarme de las enormes similitudes existentes en ambas propuestas hechas por mi mamá y, también por papá. Prácticamente conllevan el mimo espíritu respecto de Dios, incluso al compararlas con la otra cita previa; tomada del Génesis bíblico. Válido también todo éso, para otras religiones tan distintas como el Cristianismo también el Judaísmo…!” —Por ejemplo, decía—.


(“…Me complacía pero al mismo tiempo intrigaba —elucubraría Sayed, de nuevo,  impactado sobremanera por todo aquello que había visto y, vivido, junto a sus amigos de la infancia— el por qué en ese mismo jardín, además, había una mezquita también de oro puro en el mismo lugar del templo budista. Igualmente sucedía con otras iglesias de otros credos.  Pero no se hallaban estas estructuras montadas una sobre la otra, ni tampoco al lado; sino que, desaparecía secuencialmente cada cual para dar lugar a la otra, de un modo sucesivo. De forma autónoma e independiente en su momento, que no me parecía corto, ni tampoco insuficiente; para ellas mostrarse al mundo, a los hombres. O; sea, permaneciendo cada una un cierto tiempo, siempre igual, en el mismo lugar y, en este caso podría tratarse de una Mezquita, un Monasterio, una Sinagoga, Abadía, o, una Iglesia Cristiana en cualquiera de sus variantes… Y; así otra, otra, y otra más. Como la expresión de múltiples universos en ese mismo punto, en una eterna superposición, donde Dios en cada una de ellas quería mostrarnos un ejemplo de su aceptación infinitamente en todas partes y, en cualquier lugar del universo; en materia de religiones que al fin de cuentas, era a él, a quien alababan como su único creador. Apareciéndose y, esfumándose, para dejar tan sólo una brillante estela, como en los círculos concéntricos de la  Mándala sobre la puerta del enigmático recinto por donde habíamos accedido a este extraordinario mundo.
  
  …Lugares en los que siempre, igual estaría sucediendo el mismo tipo de ceremonia análoga a la ya descrita anteriormente, con sus propias características, según la fe impartida en aquellos —dejando ver que para Dios, daría igual si los hombres son budistas, hinduistas, jainistas, islámicos, judaicos, cristianos, protestantes, anglicanos; o, lo que sea. Siempre y cuando lo respeten y, sigan con devoción, sus estrictos lineamientos. Pero el hombre, casi siempre, dejándose llevar por falsas pasiones tiende a enredarlo todo, haciendo del mandato supremo su propia, muy particular ley, poniéndose en consecuencia al margen de la misma—; y, en que un maestro dirige siempre la congregación en su entorno recitando todos al mismo tiempo, ya sea de memoria o, de un libro sagrado leído por él, que con delicadeza sostiene entre sus manos.

    …Curiosamente; las voces que a veces se escuchaban de unos y otros entre aquellos distintos lugares, que nos llegaban como un eco que permanecía por cierto tiempo en el aire hasta extinguirse y, reaparecer de nuevo, una y otra vez, siempre estaban dirigidas a un destinatario común en sus invocaciones por igual, aunque lo mencionaran con nombre distinto; y, en todo momento se referían siempre al mismo, seguramente al único, simplemente Dios. El Creador de todo lo habido y, por haber. Lo que estábamos viendo en aquellas manifestaciones religiosas tan distintas me hizo pensar entonces, en otras muchas más por todo el mundo, representadas también aquí; pero que en esencia, siempre buscarán lo mismo…!.

  “…Cuando pensaba en éso, sentí que alguien me halaba de un brazo reprendiéndonos con airadas palabras, era el monje de la gran escoba de millo acusándonos de ser pecadores azuzados por el demonio —o; según él,  otro ente maligno de similares características—, en este caso se refería con insistencia a un tal “Mara”, que nosotros no teníamos la más mínima idea de a quién o qué, se refería; y, tan pronto saliéramos además, decía amenazante, nos delataría ante nuestros padres que se avergonzarían de nosotros…!” —Recordaba Sayed—).
     Desde ese mismo instante en que el religioso “mal humorado” nos había pillado en aquel lugar tan sagrado, toda la paz y la belleza que habíamos vivido desapareció por completo de nuestro entorno como por arte de magia, el que tan sólo se convirtió en un sucio y descuidado lugar vacío, lleno de polvo, trastos viejos, oxidadas herramientas y, simples utensilios de trabajo; en medio de espesas redes de telarañas por todas partes. Sin embargo, yo le conté todo esto a mis padres ese mismo día, con lujo de detalles, pero nunca dijeron si me habían creído, o no; por lo que la experiencia vivida aquella vez, jamás sería olvidada por ninguno de nosotros, la que siempre sería recordada cada vez cuando nos reuníamos, en los años por venir y, ya cuando adultos. Espero que ellos estén conmigo el día final de mi partida; y, yo, con ellos en la suya…!
                                  
                                                              II
     
     Se hallaba de visita entonces, en esta región del mundo después de tantos años la longeva pareja Katay Polidourius —al menos el hombre—, en estricto fiel cumplimiento de una antigua promesa que se habría hecho Sayed desde muy joven, contraída por basamento en sus costumbres de origen; y, era esa la causa por la cual, el ahora anciano Sayed Samir Katay Rawalpandi regresaba a su pueblo natal para morir. Como también lo habrían hecho sus antepasados que le precedieron en esto, quienes a lo largo de las diferentes generaciones de su estirpe gitana se habrían dispersado llevando su herencia cultural y recogiendo otras muchas, en sus continuas romerías por toda la geografía del Punjab y, por el resto de La India; algo que habrían construido con los años, dejando en ello una especie de marca personal.
     Tan sólo el padre de Sayed habría sido capaz de romper con esa gran tradición familiar, al marcharse cuando joven después que se casó, llevando consigo su propio circo heredado de su padre, entonces fallecido; probando suerte en otras regiones, hasta llegar a salir incluso del país en busca de la ansiada internacionalización. Justificando así de este modo el joven Yibril, en un principio y, en una especie de acción disuasiva mientras los ánimos caldeados se calmaran, precísamente por el hecho ya conocido de la naturaleza poco ortodoxa de su matrimonio con la joven nativa Prajapati; algo que ciertamente y, sin embargo, habría causado ciertos resquemores en algunos miembros de familias vecinas relacionadas con la suya, que parecían pensar distinto. Iniciándose a partir de allí las exitosas experiencias mundiales del circo familiar, primero en los países vecinos, de la misma región, hasta coronar su fascinante sueño europeo; continente donde un día, triunfaría llevado de la mano su hijo Sayed. Pero nunca, ni siquiera por un instante pese a lo difícil y controversial de las relaciones con sus vecinos y, casualmente por aquello de las tradiciones, fue capaz de negar sus raíces moriscas, gitanas y levantinas; aunque llevaría instalado de por vida en su corazón la magia y esplendor de su legendario Punjab… Siempre regado como una bendición divina por el dadivoso cause de sus cinco ríos: Beas, Chenab, Jhelum, Ravi y Sutlesh;  los que juntos representan por cierto un claro ejemplo de hermandad, tolerancia y unión para todos los hombres que han pisado su noble suelo, pero que tan sólo se han distraído por siglos en zanjar malamente sus diferencias sociales, culturales, y religiosas. A tal punto que, durante toda su existencia, esta zona ha sido un hervidero de diferencias de todo tipo, propiciadas por la confluencia de distintas culturas; muchas de ellas antagónicas y, hasta irreconciliables.  
     
     Discrepancias existenciales aquellas que los tozudos habitantes de este territorio nunca han podido ni querido resolver, para integrarse entre sí como un solo cuerpo en hermandad; tal cual lo hace el legendario y mítico Rio Indo, que a diario integra en su cauce la vital confluencia de sus cinco tributarios más representativos, antes nombrados, que recorren esta tierra… Los cuales a su vez,  dan el nombre a dicha región que han bañado por siglos, tomándolo como legado de una de las más antiguas civilizaciones de la historia de la humanidad, la persa; cuyos giros lingüísticos, arrojan luz sobre la composición fonética que la define (Pany: cinco, ab: agua/ Panyab: cinco ríos. “…Y, con un pequeño aporte del latín, simplemente surge: Punjab”) …Quedando así irrigado este suelo, con bondad, por esos queridos y preciados ríos en sus diferentes direcciones que finalmente, unidos al mítico Indo en una fraternidad aún mayor y,  además, como una fría bofetada para el despertar de sus tercos habitantes, van viajando luego junto tal y como lo han hecho por siempre, hacia el majestuoso Océano Arábigo; donde finalmente, son recibidos con alegría por tan extraordinario gigante acuático.
      
    Cabe destacar, que por la trashumante condición circense y gitana del viejo Sayed, él siempre se autodefinió como un “ciudadano del mundo” —según lo decía, insistentemente, ante sus amigos—; no obstante estuvo bien claro para él desde muy temprano, que su condición de “patriota, como tal”, la ejercía primero por sus derechos políticos como Húngaro que igualmente era; gentilicio ganado por toda una vida transcurrida allá, en su también querida Hungría, como ciudadano activo de ese país desde los diez años de edad en que fue llevado a éste, por sus padres. Quienes llegaron allí en su continuo ambular por el planeta, como regentes de la misma compañía de circo que posteriormente el joven Sayed también heredaría, y haría crecer. Tal cual habría sucedido con aquellos, respecto de sus viejos… Que desde siempre habrían sido los fundadores, y sostenedores, cada quien en su momento, de la vieja patente del grandioso “Gran Circo Imperial”.

 …Mientras tanto, la pesada máquina en movimiento en que viajaban los Katay – Polidourius, aún no terminaba de lanzar el último pitazo que les indicara a los cansados y aburridos pasajeros el tan esperado final, en su tortuoso trayecto. Así que; continuaba como si nada, con su estrepitosa marcha por la boscosa vía y, haciéndole la vida imposible a cuanta criatura habitaba aquellos silenciosos parajes, para tiempo después finalmente empezar a remontar resoplando tal vez de cansancio aunque sin cesar, la relumbrosa acerada serpentina por donde corría. Trepándose con dificultad por una empinada loma que los pasajeros habituales ya conocían, indicativo de la entrada a la gloriosa ciudad de trasbordo para la anciana pareja en ruta hacia su destino;  y, por lo que aquellos sabían, muy pronto arribarían a su final: Dharamsala.  Punto en el cuál se truncaba la vía férrea por ese lado, hecho señalado con el inocultable cartel de advertencia colocado en lo alto de una oxidada estructura de acero entrecruzado, junto al andén principal de la espaciosa estación de llegada; donde aún podía leerse en el idioma imperial de sus antiguos opresores: “End of track”.  
     
    Después de llegar a lo más alto de la cúspide montañosa indicada, el operador de la locomotora conocedor del oficio aminoró la marcha dejándose caer por la pendiente contraria; usándola como rampa de frenado al tiempo que ajustaba la potencia al mínimo requerido, para ir acercándose de a poco… Dejándose chorrear hacia la entrada de la urbe donde apenas podía divisarse a través de los opacos vidrios del carruaje y, desde el interior del vagón que ocupaba la pareja de ancianos viajeros, al otro extremo de la calle, una apretada fila de casas de marcado estilo inglés; con altos techos en agresiva pendiente adornadas con sus características buhardillas muchas de ellas, más abajo de los agudos vértices que aquellos formaban… Casi todas tenían al frente, un asta que sobresalía hacia adelante a unos cuarenticinco grados, donde ondeaba una alargada bandera blanca en forma triangular con un hombre joven de cabeza rapada en ella. De lentes redondos claros, ataviado con sencillez y prestancia envuelto en su impecable traje monacal color grana y, oro; quien además tenía, estampada en su rostro una franca sonrisa que parecía ser habitual, capaz de transmitir paz y alegría, al mismo tiempo. Evidentemente; era la imagen del entonces joven decimocuarto Dalai Lama. Su Eminencia, Tenzin Gyatso.
    
    El breve paisaje citadino esa tarde se mostraba terroso desde el interior del carruaje por efecto de las descuidadas condiciones de sus ventanas, dejándose oír por fin el potente pito de la locomotora con sus acalorados acordes provocados por la velocidad de la huída del vapor a través de las escalonadas tuberías, cada vez más pequeñas, que alimentan el silbato; mientras que la pesada máquina se aproxima lentamente, inundando las adyacencias de la vía con sus densas nubes de vapor a nivel del suelo, saliendo despedidas a los lados con su sonido característico y, configurando una vertiginosa vista, a los allí presentes… Que estupefactos quedaban ante aquellas grandes ruedas de acero en “alocado movimiento” —pareciendo ir hacia adelante y atrás, creían ellos, engañados por el efecto estroboscópico de la luz de los faroles sobre los postes; en medio de la atmósfera circundante altamente cargada de minúsculas partículas de agua—, impulsadas por la gran potencia reciprocante recibida de la energía del vapor, a través de las díscolas bielas que las entrelazan… Dejando escapar la máquina a cada paso que da, unos chorros de blanco fogaje residuo entrópico del vaporoso proceso que hasta allí, los había traído. Desdibujando entonces las “espejísmicas” siluetas de otros futuros pasajeros apostados a la espera mucho más allá, “reverberantes en algún mojado lugar de la estación” pareciendo aquellos, grotescas aunque efímeras figuras de un sueño cuando, al tiempo que son vistas igualmente colapsarán; definitiva, e irremediablemente.
    
   La locomotora del tren resoplaba aún con fuerza apuntando al cielo por la chamuscada chimenea del hogar de su caldera, disparando a su través una columna de humo muy negro, que dejaba un sabor amargo en la garganta de los transeúntes… También en la muchachada de la zona que con su infantil algarabía contemplaba con estupor, la majestuosidad del pesado e increíble artilugio mecánico que aquella tarde ya para la noche, admiraban  encaramados en las altas ramas de una hilera de árboles de  tamarindo; que había crecido en un terreno arenoso emplazado muy cerca, a un costado de la vía férrea… Bañados los tostados e imberbes jovencitos en ese preciso momento y, de blanquísimos dientes la mayoría de ellos, edentados de sus incisivos algunos, pero tramoliando por igual con insistencia la ácida dulzura de los frutos que por centenares los rodean; en los palos sobre los cuales estaban.  Ahora invadidos, además, por millares de minúsculas partículas de agua del vapor condensado de la otra gran nube opuesta a la anterior, que también salía esta vez despedida hacia el firmamento; desde los siderúrgicos lomos del poderoso aparato locomotor… Admirados entonces podían ver todos los muchachos desde los árboles, suspendiendo a intervalos sus travesuras, cómo el largo vehículo parecido a una enorme culebra de agua se detenía finalmente debajo de una vieja edificación de amplios tejados, relativamente  bajos; y, que servía de andén,  a una especie de gran terminal.
  
  ...El lugar estaba atiborrado de gente que iba y venía desde y hacia diferentes lugares del país, a través de otras diferentes vías que igual convergían en la misma terminal. A los lados,  esparcidos por doquier como hormiguitas ejerciendo su persistente labor, podía verse gran cantidad de otras personas, yendo y viniendo como mejor podían en un interminable frenesí: Vendedores ambulantes, llevando algunos en sus carretillas un montón de mustias, ajadas frutas. Cargadores de pesados fardos y bultos a hombro, pedigüeños, mendigos, curanderos, magos, malabaristas y, hasta un osado fakir en el recodo de una esquina, acostado descansando tranquilamente en su cama de clavos —con una cestica de mimbre colgada a un costado, contentiva de algunas monedas en fracciones de rupias—; esforzándose todos en su propio y muy particular circo de la vida por lograr convencer al público del entorno, con el mejor de sus actos.  
  
  …Astutos mercachifles, algunos usando de mascotas sobre sus hombros junto a la mercancía que vocean con estridencia para llamar la atención de sus potenciales compradores, unos vivaces babuinos vestidos con sus ropitas de doradas telas a la usanza humana intentando parecerse a sus disfrazados portadores; conformando con ello, unas curiosas figurillas antropomórficas convertidas entonces como consecuencia del delirio mercantilista de sus mentores, en oportunistas mercaderes de poca monta… Masticando constantemente entre agudos chillidos, no se sabe qué cosa; tal vez semillas de dátil, pistachos, o maní, las que muchas veces dejan caer nerviosamente a medio comer, pero ya ensalivadas, sobre  los productos que intentan vender en comparsa con sus descuidados amos.
  
  …Contrasta fuertemente dentro del vaporoso ajetreo callejero en el marco de las ruinosas y sucias veredas de la ciudad, al menos en este sector comercial que es un autentico hervidero de las más frenéticas y disparatadas,  entre las actividades humanas citadinas que allí la caracterizan; la limpia, preciosa y, olorosa figura, de una  delicada damita de porte europeo vestida al más puro estilo vodevil, que muy oronda se regodea sentada con fingido aire de descuido sobre el suave cojincillo de un colorido Rickshaw, que la transporta. Dándose aire insistentemente, a dos manos, con un desplegado abanico sobre el frondoso corpiño de su vistoso atuendo empeñada en hacerlo notar, sobre todo, por las bondades de sus dos preciosas razones; que pese a sentirse envuelta en su particular atmósfera de regaliz, sin embargo intenta también evadirse a toda costa de la brisa insolente que a ratos pugna por abofetearla, con un feo grajo amoniacal… Procedente sin duda del acalorado conductor cuyo cuerpo sudoroso relumbra y, sufre a muerte pareciendo arribar —antes que a su destino—, a la inminencia del colapso; cuando se debate el pobre entre la agonía y el dolor haciendo más fuerza que un galeote, para descifrar el camino a seguir dentro de aquel alocado y caótico  barullo con patente de infierno... Que si no fuera por la impecable presencia en la vecindad del prenombrado hombre santo que los ancianos esposos Katay Polidourius habrían venido a ver —lo que de todos modos no fue posible pese a su esfuerzo, ya que precísamente el despliegue de banderas en los frentes por toda la ciudad, era indicativo según les dijeron de que el prestigioso monje budista se hallaba en esos momentos de viaje, en gira diplomática; por fuera del país—, ya habrían estallado estos parajes en clamorosos vórtices con la pureza del fuego celestial, imponiéndose en ellos la ira de Dios…! Pensó para sus adentros el viejo Sayed.

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          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...