lunes, 9 de julio de 2018

             



    Hola, muy buenos días mis amigos...! Es para mí siempre un placer dirigirme a ustedes por esta vía. En esta ocasión estoy de vuelta para darle continuación a la historia de nuestro amigo Hilario Coba, en donde hemos venido conociendo algunas cosas de su vida; como aquella en que salió de su pueblo por primera vez ---La Atascosa---, para sacar la cédula de identidad, allá en Valle de La Pascua. En la entrega anterior, habíamos llegado hasta el momento en que él y sus parientes llegan justo en frente del edificio del Ministerio de Relaciones Interiores... Bueno; y, una vez allí, ésto es lo que sigue: 

                                                        —El Viaje— 

                                                     (Segunda parte)

                                                         

                                                         

    ...Ya dentro del edificio, de amplios salones y cuadriculados pisos en los pasillos, íbamos leyendo a vuelo de pájaro cierta cantidad de afiches, escritos, fotos del señor presidente y, sobre todo, odiosos avisos de advertencia, cuando llegamos a una apretada y larga cola de personas cuyos rostros de alguna forma reflejaban su angustia y desazón, de todas las maneras posibles además. Apostadas al frente de un amplio ventanal de vidrio con una ventanilla en su parte inferior, mientras detrás, en la oficina, burócratas de oficio se empeñaban en hacerlos pasar de la fila de uno en uno; no sin antes requerirles, con agrias palabras, la presentación del documento vencido si era éste el casoen un alarde de autoridad por demás innecesario. Por cuanto en seguida pensé, en ese momento, dentro de mi más completa inocencia aún teniendo diez años, Agustín tenía doce:

     

   "…Qué bonito sería, si todos nos tratásemos con cordialidad y decencia…!" 

    

     Pero actuaban estas personas, envalentonadas o tal vez más bien amaestradas por la omnipotente  presencia del retrato del regidor del régimen,  que tenían detrás y por todos lados. Donde aquel aparecía con un traje de gala color blanco de charreteras y gran profusión de regorgallas doradas en su pecho, mirándolos cual amo a su perro, a través de sus bien cuidados y redondeados espejuelos de vidrios claros delante de una mirada torva; y, obscura.  Escenas de este tenor, eran el factor común en todas las dependencias oficiales en aquellos momentos de la historia en nuestro país… Por cierto, primero que nosotros iba un señor ya bastante anciano, quien por haberse equivocado con la documentación exigida fue tratado de una forma innecesaria, rayana en el vejamen… ¡Qué pena! 

    En el interior del edificio todos los empleados parecían máquinas programadas, cuando los veíamos pasar aquí, allá y, más allá, en una intolerable actitud de quien siempre anda buscando un culpable; todos en general parecían caminar en actitud marcial, como si siguieran el percusionante ritmo de unos redoblantes: ¡Prrr , prrr! … ¡Un!...! Dos!...Un, dos, tres…!
  

    "…Y pensar que en Venezuela este tipo de situaciones tiene ya, demasiado tiempo. No precísamente por este caso específico en particular, sino que, por décadas e incluso hasta por más de siglo y medio, se vienen arrastrando las grotescas rémoras del caudillismo decimonónico; de lo cual aún gravita de cierta manera su fatídico espíritu, en la sique de aquellos con ciertas opciones de triunfo en los sectores políticos nacionales, sólo que administrado de forma más moderna cuando acceden al poder… Es como si fuera una enfermedad contagiosa, que va minando las reservas morales de quienes gobiernan. Oscuro legado de una clase política y militar inconforme con sus apetencias personales producto de que alguna vez, caso de los segundos,  actuaran en las viejas guerras del pasado empezando por la de independencia; como si éstos se sintieran con derecho de cobrarle al país sus servicios prestados, no que lo hicieran por el deber patrio, por honor y, hasta en la necesidad de cuidar su propio pellejo; cosa de lo cual además, también se vanaglorian. Después vendría la federal donde terminaron de explayarse y, usaron a los políticos civiles tan sólo de testaferros en muchos casos, haciéndoles éstos el juego; extraña situación como producto, precísamente, de la misma patología egocéntrica y voraz que por igual los afecta.

  ...Luego entre una y otra conflagración bélica en especial pasada la última de las mencionadas, se irían sucediendo en el ejercicio del mandato presidencial uno tras otro, distintos personajes de pelaje similar mediante una serie de montoneras e innecesarias revoluciones inventadas, gestadas al calor de la diatriba; e invocadas tan sólo para justificar sus pretensiones de apropiación del poder a la fuerza… Pero, una vez pasado ese tiempo de desconcierto entre los sables —ya en épocas modernas y, según mi humilde vaticinio—, inocularían aquellos que los empuñaban en sus reemplazantes que vinieron luego, en algunos civiles también, sus mismos demonios tal vez hasta peores, con idénticas viejas y malas mañas en el uso de esta clase de política que verdaderamente siempre, ha estado de espaldas al pueblo; entonces de apropiación indebida y perpetuación de la corrupción a todo nivel, con el subsecuente descalabro nacional y, empobrecimiento de la población en general… La que tradicionalmente los han acompañado, pese a tantos errores, al parecer presa no se sabe por qué razón, de algún tipo de ceguera crónica que no le ha permitido anticiparse a tales males; incurriendo una y otra vez en el mismo error. Prueba inequívoca de que —contrario a lo que suele decirse—, el pueblo sí se equivoca; al menos éste.  

    ...Reapareciendo en consecuencia cada cierto tiempo, ya lo verás, algún nuevo personaje mesiánico que irá creciendo al amparo del populismo. Afincado en el culto a la personalidad, un perverso mal aprendido de afuera que empezará a verse como en otras latitudes y, entonces alabado por las masas aturdidas en un continuo montaje escenográfico de "pan y circo", como en el pasado en la historia universal, arribarían finalmente a tan sólo lo segundo inclusive, y, en cuya fortaleza de piedra pómez de ese iluso pueblo sin embargo, amolará fríamente sus colmillos la resentida fiera oculta bajo su elusivo pelaje que ahora vendrá por sus fueros para hacer de la nación un nuevo desastre, una sola y enorme calamidad mucho peor que en tiempos pasados pero amaestrada entonces bajo las mañas de un perverso domador insular arrellanado allá —República Popular de Albacora—, látigo en mano, en su propio y maloliente cubil… Mediante el uso de la carnada controlada de una falsa doctrina que crecerá por todo el mundo, con que aquel lo azuzará sin piedad contra sus enemigos inventados incluso entre su propia gente: ¡Cuje, cuje! Le dirán… Atacando impío sin ver a quien, cual perro embravecido hasta cercenar impunemente con sus incansables dentelladas de una bestia salvaje, la voluntad del pueblo bajo secuestro; erosionando así su esencia y, en consecuencia, desmeritando en él su más preciado valor social. La democracia...!" 

    Serían éstas las palabras de su padre, cuando los dos muchachos les contaron las cosas desagradables que habrían visto; y, entonces avisado sobre el tema en sus continuas lecturas, eso fue lo que su viejo les dijo.

     

     Mientras tanto dentro de las oficinas y, nuevamente detrás de los vidrios —observaba Hilario—, podía distinguirse un verdadero caos de papeles y carpetas amontonadas unas sobre otras, sin el más mínimo orden; escritorios y mobiliario desvencijado, cables colgando por doquier haciendo juego solamente con la enrevesada trama de las telarañas entre ellos, que era lo único sin embargo que tendría orden y, sentido, en todo aquello. Por ser seguramente estos laboriosos insectos, los únicos exentos en ese lugar, de tan odioso “amaestramiento”.     

    Más allá, entre las cajas de cartón con más y más papeles en desorden, una de las funcionarias engullía un trozo de arepa grasienta que le goteaba sobre la solapa de la blusa que vestía, mientras otra a su lado, espejito en mano ya, se retocaba los belfos carmesí después de haberle ganado la apuesta a su descuidada compañera; mucho más pendiente quizás, en su caso, de no ensuciarse el uniforme, como evidentemente era la instrucción; siguiendo al pie de la letra el ejemplo del militar de las fotos en cuestión. Cosa que podía deducirse por las señas que le hacía ésta a aquella, mientras le recordaba la pulcritud en el traje tal cual el pretencioso personaje  del retrato pensaría el muchacho, para sus adentros.

    Para aquel entonces, este lugar era lo más lejos que yo había visitado fuera de mi pueblo, y tan sólo con ver aquello sentí una gran tristeza, desolación y, angustia; al enterarme según comentarios que a hurtadillas hacía la gente en la cola, de que en muchísimas partes, en todas nuestras dependencias estadales era igual. Así, de patético.  Lo cual me hizo ver lo negro, oscuro, turbio y, denigrante de nuestro presente; animándome sin embargo en darme valor para negarlo y, sobre todo, que empezaría desde allí mismo a luchar buscando borrarlo; con la esperanza de lograr algún día un mejor futuro. "No muy lejano…!" Me dije.
     

    Después de varios pisotones y empujones entre caras largas y descompuestas, finalmente llegó nuestro turno cuando eran ya, avanzadas horas de la tarde. Agustín iba delante de mí, por eso creo yo, es que su cédula empieza en cuatro como la mía y, ésta termina en ocho después de la de él.
     

    Un viejo reloj de péndulo en su labrada caja de madera de cedro, nos indicaba que ya eran las 5:00 pm y que, debíamos buscar la forma de volver a casa. Justo cuando el aparato marcó la hora de salida, doña Juana sonríe al escuchar su campana hasta por cinco veces, al cabo de las cuales nos dice: Vamos muchachos, ¡Alze arriba, que hay piojillos! "Como dice Ramoncito" acotó. Con esto nos recordaba un viejo dicho muy propio de papá, que a la sazón, es indicativo de apremio; pues, se hacía tarde y no podíamos darnos el lujo de perder el transporte de retorno.

    Ya en el vehículo de regreso al pueblo, nos  contentamos mucho escudriñando en los  detalles  del  documento  oficial que teníamos en nuestras manos,  el  cual  consistía de un pequeño rectángulo color verde claro confeccionado en papel moneda, denominado el "comprobante“, tenía una vigencia de seis meses exactamente al cabo de los cuales debía ser canjeado, en el mismo sitio y lugar de dónde veníamos, por la cédula laminada. Pero  en  aquel tiempo,  ya este primer paso era más que suficiente para sentirse oficialmente identificado; por lo cual se consideraba auténtico; lo que naturalmente, nos llenaba de alegría.

    Luego de fantasear en torno al trozo de papel obtenido motivo  de  nuestro  viaje, y su curiosa relación respecto al mes  de mi  nacimiento enero, nos reímos bastante por su jocosa asociación con las gallinas que tenía otro de mis hermanos en un gallinero en el patio de la casa, cuando ya casi  terminábamos nuestro periplo ese agitado día y, en el transporte de vuelta al pueblo, ahora más desahogados lo cual daba  pié  para  que  los  pasajeros  fueran  más  relajados,  hasta  se  podía  disponer  de  un  pequeño  camarón  que  fue  exactamente  lo  que hice; aprovechando  que quedaba  sostenido  por  los  cuerpos  de mis familiares a los lados, encajonado como estaba entre ellos en la butaca que ocupábamos.

    Rendido  por  el  trajinar  de  la  jornada  que  para  nosotros  aquel  día  se  había  iniciado  a  las  4:00 am.,  discurría  así  la  marcha, dando  tumbos  a  intervalos  mientras  el  chofer  conducía  a  través  de  una  huecamenta sobre  la  accidentada  carretera;  cuando  de  pronto  sentí  un  fuerte sacudón  hacia  arriba  y, de inmediato otro hacia  abajo, que me sacó el  aire de la barriga haciéndome perder el sueño de forma repentina; entonces  dije, desconcertado:

 − Qué, qué, qué pasó...? A lo que respondió mi madre, tranquilizándome:         

 −     Guá! Nada  Hilario; sólo pasamos por el cerrito ése, de siempre…!              

 −     Cómo es que se llama, Agustín…?

 −    ¡Cerro Picao, mamá… Cerro Picao…!  

      —Dijo dos veces el consultado, pareciendo estar algo aburrido.     

     Era este, uno que queda a poco más de 5km. antes de llegar a La Atascosa, por el que se contaban allá, divertidas historias de bruscos suspiros entre desprevenidos viajeros, nerviosos apretones cuerpo a cuerpo entre indecisos noviecitos y, hasta de vomitadores imprudentes; o, más bien involuntarios, entre los pasajeros que a diario lo remontaban. Ya fuera para salir, o entrar al pueblo.     

    Desde allí ya no me volví a dormir, despabilándome por completo; hasta que al fin llegamos a la entrada del poblado que quedaba señalada por un tosco cartel de madera, semi caído, sobre un pequeño montículo de tierra en una bifurcación que indicaba: Bienvenidos  a  La  Atascosa, población 700 habitantes.    Pasó rauda la potente máquina cerca del precario avisito que casi se cae del endeble soporte y, siguiendo su rumbo hacia el oeste, caía en la primera vía de acceso directo al pueblo, para entrompar definitivamente, más adelante, por la Calle Real. Pasando al frente y a su derecha de la entrada al antiguo Hato La Marrereña, para dirigirse en ese mismo sentido hacia la plaza Bolívar pudo ser el otro, el de la izquierda hacia el sur, por la entonces incipiente carretera de Cabruta−−, lugar establecido para el desembarco de los primeros pasajeros antes de arribar a su terminal de llegada habitual un poco más allá, en un sitio conocido por todos como El Matapalos; y, después de dejar atrás otro llamado La Alcantarilla que fue donde nos quedamos nosotros, realmente. Ya que mamá tenía que visitar a una de sus hermanas que vivía por ahí, con quien conversaría sobre una visita conjunta a la Casa Parroquial para solicitarle al Cura, muy conocido de ella como catequista, una misa de celebración habitual todos los años en memoria de Mamá Lionza mi bisabuela por parte del abuelo don Florencio;  que falleciera tiempo atrás, dice él que con ciento doce años. La cual según cuentan, a esa edad todavía solía  bailar en los templetes de la plaza Bolívar; durante las celebraciones de las fiestas patronales del pueblo, los 24 de Septiembre—.

    Llegamos a casa de la tía Ernestina, o “Tina” como se le decía, quien residía allí en el Barrio Cinco de Julio; lugar donde nos había dejado el bus. La entrada era sumamente sencilla, pero hermosa al mismo tiempo. Tenía un portón hecho de troncos entrecruzados aun con su corteza, aunque ya resecos por el tiempo, que  pivotaba sobre  unos  lazos de alambrón a modo de bisagras; integrado perfectamente al resto de la empalizada. Todo el año, cubierta por una fresca enramada de Cundeamor cuyos carnosos y encendidos frutos, como ansiosos labios de provocativas damiselas recostadas contra la barda daba la sensación de invitarnos a traspasarla; cual si cayésemos rendidos entre sus brazos. Quedaba  a  un lado dicho portal de frescura, a mano derecha frente a la casa; la cual estaba construida con sencillas paredes de bahareque pulcramente pintadas de bellos colores muy vivos, con una mezcla usada para la época parecida  a una  especie  de  cal  coloreada que tenía por nombre: Asbestina —la cual sencillamente y sin más preámbulos, simplificaba la gente como, “abestina”.

    La techumbre sobre la casa estaba hecha con láminas de zinc del bueno, "del tipo alemán" se ufanaba en decir el tío Claudio, esposo de Tina; de cuyo entramado de viguetas, horcones, y alfajías que sostenían las pencas, tal vez sobredimensionado en su resistencia para aquel tipo de cubierta realmente liviana, pero seleccionado más bien a la luz de la ignorancia en materia arquitectónica, colgaba un enjambre de jaulas de todas las clases y formas. Contentivas de una respetable muestra ornitológica, con ejemplares propios de la zona: Piarros, azulejos, cristofués, arrendajos, turpiales, gonzalitos, petirrojos, sangre e` toros, saucelitos, guacamayas, paraulatas, potocas, maraqueras y,   muchos otros que no recuerdo. Origüelos, tolditos, loros, pericos y, cucaracheros, no necesitaban ser enjaulados,  a decir del tío Claudio; ya que, los dos primeros abundaban en los patios picoteando sin cesar, los últimos tenían sus nidos en las paredes de toda la casa certificándola como “territorio libre de insectos”,  según aseguraba la tía y, en cuanto a los loros y pericos, habitaban por bandadas que se renovaban cada año sobre la fronda de los árboles del extenso corral poblado por mamones, mangos, tadares, cotoperices, mereyes, guayabos, tamarindos y matapalos que abundaban por doquier.

    Al llegar y acceder al interior a través de aquel portón, era como entrar a un paraíso en otra dimensión con sólo trasponer la luz de la tosca puerta de entrada, que primero conducía a un refrescante zaguán arbóreo donde empezaba a percibirse el lindo trinar de los pajaritos; que tal parece nos saludaran. Lo que se transformaba en una frenética algarabía después cuando al virar a mano izquierda, unos pasos más adelante, se ponía un pie en el piso del corredor de la casa, donde estaban las jaulas. El cautiverio de aquellos animalitos era controlado celosamente por mis tíos, quienes los alimentaban y cuidaban de ellos todo el tiempo, tan sólo para tenerlos a su lado y, vivir con el disfrute de su canto, que era lo único que tenían; ya que se hicieron viejos ambos y, nunca procrearon.

    Había una época del año en que  abrían todas las jaulas y curiosamente los pájaros no se iban; si lo hacían, al tiempo de nuevo volvían. Los que se quedaban, que era la mayoría, eran retenidos hasta continuar con el ciclo y así, sucesivamente. Todos tenían un nombre y eran identificados por algún detalle, lo que les daba a cada uno su propia personalidad; en fin, parecían sentirse a gusto con aquellos viejos, que tanto los amaban.

    Aquel día, caminábamos en fila india por el zaguán, después de asegurar la puerta del lado de adentro. Cosa que me tocó hacer pues quedé de último, mamá iba al frente seguida por Agustín mientras yo andaba rezagado escuchando con atención la parvada, sobre las ramas de un  Pata e’ Ratón florido, que habría sido seleccionado por una familia de "loritos australianos" para pernoctar esa noche; lo que luego me serviría de argumento, para conversar sobre estas cosas de la naturaleza con mi tío Claudio, ampliamente ducho y un verdadero experto en estos menesteres.
   Era un hombre conocedor al detalle de todo lo relativo a los pájaros: Costumbres, preferencias, enfermedades, sus curas, así como los hábitos de alimentación, la mudanza del plumaje y el cuidado de éste; la hora del día para el acicalamiento, la socialización y el amor. El tiempo de empollar sus huevos, luego criar a sus polluelos y, hasta cuando iban a morir; eran muy lindas las tertulias sobre pájaros con el tío Claudio, quien dedicó su vida entera al cuidado y convivencia con ellos. De los cuales aprendió  ciertamente, a ser el excelente ser humano que fue: Amoroso, piadoso, paciente, delicado, humilde, solidario y ponderado. Realmente eran como sus hijos, “estas criaturitas de Dios”, como él mismo los llamaba.

    La tía Tina, por su parte, además de los pájaros tenía una especial deferencia  por los morrocoyes, de los cuales tenía por docenas. Era impresionante verla en sus labores diarias en la cocina, yendo y viniendo dentro del pequeño recinto sobre los convexos lomos de estos lentos y parsimoniosos animales; mientras con suma destreza atendía el budare de las arepas allá y la olla con el hervido sobre las topias, a cuyá. En  eso andaría precisamente, en el momento cuando traspusimos la distancia entre el zaguán de la entrada pasando por el patio, donde caminaban como maniatados una  pareja de patos con sus crías que se asemejaban  a una  suave  y  delicada  raya  amarilla sobre el suelo; para luego  arribar al borde de la puerta de la rústica estancia desde donde mi madre anunció nuestra presencia apoyada en una de sus jambas, con un característico:

  − Buenas tardes, Tina...!

 —Dijo, aspirando con fuerza a través de su nariz, el aire cálido del lugar, impregnado con los aromas del culantro e` monte y la yerba buena que emanaban de la olla del hervido, sobre las muy candentes  topias. A lo que la aludida respondió, sin dejar de atender lo que estaba haciendo y, obviamente en conocimiento de quiénes eran los recién llegados:

 −  Buenas tardes, niña...! (“La niña”, le decían a mamá, sus hermanas mayores) 

 −    Creí que ya no vendrían, pues ya es casi de noche...!   —Agregó—. 

     Después de saludarnos todos, darnos la bendición que le pedimos Agustín y yo, la tía como siempre viajó hacia nosotros encaramada sobre los pesados y conchudos animales que tal parece le servían de vehículo abreviando la distancia entre un punto y otro, de esa manera tan particular; para luego ofrecernos unos taburetes donde nos sentamos, con un tarro de café con leche y catalina. Allí hablaban las dos mujeres, mientras nosotros extrañando ya el silencio del ambiente usualmente cundido por diferentes cantos y graznidos de aves, nos percatamos en ese momento de lo dicho por la tía, cuando advirtió: "...Ya es casi de noche...!". Por eso sería que desde allí podíamos ver al tío Claudio mientras colocaba sobre cada jaula una especie de bolsa para dormir de tela color gris plomo, con una cremallera por un costado para cerrarla por completo y, aislar así a los pájaros del ruido y de la luz, innecesarios a su alrededor; tenían además, una pequeña abertura en la parte superior como de unos diez centímetros de diámetro que servía de respiradero a las pequeñas aves, haciendo circular el aire ambiente a su través para que no se asfixiaran. En el fondo estaban abiertas en su totalidad, con el propósito de dejar pasar las excretas que caían sobre unas hojas de periódico, colocadas cuidadosamente más abajo, en el piso; sin embargo, no en todas tenía que hacer el tío esto último, sólo en algunas, porque en su gran mayoría las jaulas estaban equipadas con una especie de gaveta deslizante que hacía de recolector para estos casos, las que todos los días eran lavadas escrupulosamente.
     Parecía un duende el tío Claudio en ese momento, mientras se movía en la penumbra cuando iba de una jaula a la otra, como en una especie de ritual; exacerbado ahora su parecido con las ánimas dada su extrema flaqueza de siempre, enfundado como de costumbre, también, en su impecable ropa de lino blanco que de usual llevaba. Por eso fue que de pronto sentí miedo, cuando desde lejos nos saludó con un ademán de su mano izquierda al tiempo que se sonreía con nosotros; dejando expuesto su brillante colmillo de oro el que usaba con orgullo; siendo tal vez ésa, su única pretensiónal último rayo de luz que quedaba en la habitación de los pájaros. Mi hermano Agustín, sentado a mi lado, también se había percatado del extraño brillo por lo que sorprendido, en seguida dijo:  

   −  Viste eso, Hilario...? El tío Claudio parece que se comió uno de los quinqués, más luminosos, de la tía Tina; mira que falta uno allá, en aquella pared debajo de la cornisa...!

   −  No vale, no es para tanto...!   Es su colmillo de oro lo que le brilla así, de ese modo. Se le ve intimidante, verdad…? 

    —contestó Hilario, también impresionado

    Finalmente, mi madre y mi tía se pusieron de acuerdo en relación a lo que hablarían con el señor Cura, sobre las misas que le solicitarían en honor a la memoria de nuestra bisabuela; para luego prepararnos una vianda completa, con todo lo que había cocinado.

    (…Una vianda aquí para esa época, puede  ser un tipo de recipiente múltiple en forma de batería; con sus tazas  fabricadas generalmente en aluminio, peltre o acero inoxidable enlazadas cada una por un asa común que las sostiene a todas unidas, y herméticamente cerradas, una sobre la otra y, al mismo tiempo. Eran típicos tales utensilios aquellos días, en un pueblo de vocación petrolera, como el nuestro. Sin  embargo el tío los usaba simplemente por razones de pura practicidad, para llevar su almuerzo diario a su trabajo en el conuco, según el modo de vida sencillo y campechano que habría asimilado desde muy joven, no dejándose arrastrar en ningún momento como sí sucedió con muchos de sus contemporáneos, por la falsa fortuna con que atraía a la gente la tentadora quimera del petróleo. Inicialmente, desde sus primeros años mozos al lado de sus padres y, para cuando ya fue un hombre que se podía mandar solo comenzó a laborar en un emblemático hato de por aquí, llamado Los Negros, donde incluso llegó a ser el Encargado; hasta la muerte de sus dueños. Ya siendo un viejo pero aún con fuerzas para el trabajo, decidió retornar al pueblo que lo vio nacer, estableciéndose con su esposa en la vieja casa heredada de sus padres.

    Al llegar allí, como hombre de trabajo de campo que siempre había sido, por supuesto que para proveerse de algunos productos necesarios en la casa propios del sustento diario, "ni corto ni perezoso" como dice el dicho, en seguida supo que debía cultivar un conuco y, así lo hizo; tomando en cuenta la buena porción de tierra con que disponía la parcela donde estaba su casa. Es justamente de esa época de donde adoptaría la costumbre de llevarse algo de comer para el trabajo, precísamente en una "vianda petrolera", único vínculo con aquella actividad —auto proscrita para él— de la cual nunca tuvo los mejores comentarios; y, sólo la usaba como se dijo, por simples razones de practicidad. Nada más.)

    La costumbre de mis tíos convivir con los pájaros era ya de vieja data, por lo que al llegar a esta nueva residencia y no trayendo descendencia propia, como nunca tampoco la tuvieron, entonces sí; adoptarían varios de aquellos, al menos simbólicamente y, como tales.

     "…Guardo por cierto en mi corazón muchos y agradables recuerdos de la vieja etapa de mis tíos en "Los Negros", en que aprendí del Tío Claudio junto con mis primos Iván y Joseíto la fabricación de jaulas y trampas para los pájaros; cuando los visitábamos por varios días durante las vacaciones de la escuela. Una sola vez lo vi bravo, por cierto; y, con razón. Se molestó mucho con nosotros un día, por nuestra culpa, al descubrirnos usando pegamento para atrapar estos animalitos; porque entonces, dejándonos llevar por la codicia y queriendo obtener dinero de una forma que nos resultaba más fácil, se los vendíamos a un señor que los pagaba muy bien y, se los llevaba para Caracas. "…Cómo se les ocurre, no ven que los hacen sufrir, grandes carajos; se me van ya para el pueblo. Pueden volver, pero cuando se me haya pasado ésta…!" Dijo esa vez, sumamente irritado recordaría después Hilario, con mucho cariño por su Tío Claudio—.

                                                           

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     Agustín tomó entonces la “vianda”, que la tía Tina había puesto en sus manos, nos despedimos y reiniciamos nuestra marcha a casa, donde papá a esas horas ya estaría preocupado por nuestra tardanza. Salimos a la calle y caminamos directo hacia la plaza Bolívar, la bordeamos por un costado del lado de la policía, pasando frente a la Logia Masónica, hacia la acera del bar Luz Divina del señor Telmo, el cual era muy famoso (…Porque su Rocola tenía en la parte superior toda una orquesta de muñequitos de plomo, finamente pintados cada uno y en su respectivo trajecito, danzando al ritmo de la música con sus instrumentos; simulando que la tocaban). Luego tomamos la calle tropezón más al Norte, pasando frente al Mercado Municipal, hasta llegar a su intersección con la calle Elísio Marchena, por el Este; para caminar por ésta en sentido hacia el Oeste, hasta el cruce con la calle El Ganado. Lugar donde quedaba nuestra casa, justo en una esquina donde se arremolinaban muchos animales todas las noches, como aquella y, de donde tomaba su nombre dicha vía.

    Mayúscula fue nuestra sorpresa ese día, ya más de noche, cuando exhaustos por la ruda caminata de por lo menos doce cuadras sumado a las peripecias del viaje de ida y vuelta de La Pascuatuvimos que hacerle frente a un toro bravo perteneciente a uno de los compadres de papá, que estaba cebado en ese punto; por la presencia allí de unas cuantas novillas del señor Julián Carrillo, criador y experto asador de terneras en el pueblo.

    Si no hubiera sido por los magistrales lances que mi hermano le hiciera al tozudo torete, con su camisa en ristre, dejándome a mí la vianda que llevaba con el suculento contenido, yo creo que hubiéramos tenido que dormir esa noche en casa de algún vecino; porque aquel animal, estaba plantado precísamente frente a la puerta de entrada a nuestra casa, firmemente dispuesto y decidido a no dejarnos entrar. Lo que finalmente logramos aprovechándonos de un pequeño descuido del cornudo, cuando titubeó indeciso, ante un brillante pase taurino de Agustín; orgullo y envidia, las dos cosas a la vez, de la más rancia y encumbrada estirpe de los diestros ejecutantes de tan noble arte —ni idea de dónde lo habría aprendido—.  Basando su ejecución el improvisado y novel diestro tropical en un descuido momentáneo de la res, al tiempo que el renuente animal miraba a un joven semental que acababa de llegar; incorporándose al grupo de las novillas, con la clara intención de disputárselas.  Razón por la cual el toro dejando de perder el tiempo con nosotros, nos dio la espalda muy orondo y se fue a atender lo suyo; que era para él, en verdad,  mucho más importante.

      Cuando al fin estuvimos dentro, mi mamá aún muy nerviosa únicamente atinó a decir:   

  

    −   Aah...! Hogar, dulce hogar...!

    

     Recibimos un fuerte abrazo de mi padre y entonces Agustín, haciendo un giro en redondo con la camisa nuevamente en posición de faena, remató ésta diciendo:

 

    −   ¡¡¡…Y, olé!!!    
     

    ¡Caramba, esto es realmente curioso...! Seguía yo pensando y recordando, el viaje del día anterior; nuevamente con el comprobante de la cédula de identidad en mis manos. Me había pasado sin saberlo más de diez años en el anonimato y, tan sólo después de ese viaje de ayer fue cuando todo cambió, todo fue legal; pues desde ese momento, comencé a ser un venezolano real, de carne y hueso como los demás. Este hecho de sentirme como un venezolano de verdad, ese día, fue un extraordinario regalo de cumpleaños desde aquel 19 de Enero del  año 1940. 

    También me trajo el recuerdo una vez más, de lo equivocado que estaba otro de mis hermanos mayores, que le gustaba relacionar mi mes de nacimiento −Enero−, con las travesuras que en el patio de la casa hacían sus gallinas. O; más bien, las que hacían con ellas algunos vecinos desalmados; cuando a modo de chanza, afirmaba que aquel mes en que yo nací, era de mala suerte… Y; cada vez que podía, así lo decía: 

  "Enero, enero… Es el mes en que ni las gallinas, cagan el gallinero…!"

    No se sabe a ciencia cierta de dónde sacó Luis Enrique aquella afirmación sobre el mes de mi nacimiento, pero con el tiempo llegué a comprender realmente de dónde le salía. Resulta que el pueblo donde nacimos, en el mes anterior a ése, en navidad, los zagaletones y borrachines del lugar hacían fiesta con las aves de corral de la gente del vecindario cuando regresaban en las madrugadas de las tradicionales misas de aguinaldos y, mi hermano, quien tenía unas cuantas gallinitas en el patio de la casa siempre era víctima de aquellos desadaptados noctámbulos. Razón por lo cual, creo yo, él desarrolló una auténtica aversión por mi mes de nacimiento, ya que para entonces, empezaba el año nuevo sin sus pollos ni gallinas; con el gallinero vacío, pues…! Por éso, cada vez que yo le decía que haría tal o cual cosa en la vida, imbuido en la más patética inocencia juvenil, de mi parte, él indefectiblemente se pronunciaba con su patética máxima: 

  "Enero, enero… Es el mes en que ni las gallinas, cagan el gallinero…!" 

    "Vuelvo y lo digo, otra vez" remataba riéndose, luego de repetirlo.

    Expresión que en los comienzos era un fatídico recordatorio de mi llegada al mundo; y, por ende, del fracaso que resultaría, para él, cualquier intento de superación de alguien nacido ese mes. A tal punto llegaría su repulsa por aquel inicio del calendario a mi modo de ver las cosas, entonces, tan sólo debido a unas cuantas gallinas convertidas en sancocho por unos facinerosos y desconsiderados de oficio, malos convives. Finalmente y sin rencor me di cuenta, ya grande, que en realidad él no lo hacía por maldad; no porque desconfiara de mis capacidades sino más bien, ya por una abierta oportunidad de chanza o pitorreo. Sin embargo al principio, esto me parecía algo serio.

    No obstante ya para febrero, mi hermano volvía a poblar su gallinero,  por lo que el negro  Quirife, a quien llamaban “Mato de Agua” por su predilección por los huevos y gallinas ajenas, no podía disimular una risita de satisfacción al ver que Luis Enrique volvía a prepararles el festín para la próxima zafra; entonces lo saludaba el muy zángano, mientras pasaba frente a la casa con un periódico bajo el sobaco:

 −  Epa! Luis, buenos días.   ¡Se ven bien bonitas las pollas…!

  − Hola, negro! Sí vale; pero más bonita es la escopeta calibre .12 que también compré con ellas....!

  −  La quieres ver…? —Agregó, con sorna—.

    Quirife lo miró de reojo y, entonces, frunció el ceño y con paso redoblado se alejó sin más comentarios del lugar. 

                                                    

                                                           

                                                          *****

     

  

    ...Y; bien, hasta aquí llegamos con el relato prometido... Será hasta una próxima entrega. Chao, chao...!


     




             

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