...Y de nuevo, por aquí les traigo la continuación y, punto final del capítulo:
1.3.- —La Confesión—
...Como murciélagos colgaban Felipe y Anguito
de aquellos árboles, en silencio para no importunarse uno al otro; una vez más.
Mientras el primero, se retrotrajo de nuevo en el tiempo, para retomar el momento
aquel de la famosa envestida de “Corneto”, el burro que solía montar su amigo
de aventuras; contra la asustada esposa del telegrafista del pueblo —asunto que había quedado
pendiente, lo recuerdan?
…Está bien; ahí les va:
“…Anguito no pudo
evitarlo entonces, aquel día, pese a sus denodados esfuerzos, porque ya Corneto
lo había decidido así por cuenta propia; introduciéndose violentamente a la
casa del señor Finnamore, el temido operador de la oficina del telégrafo en el
pueblo. Pero, qué había pasado…?
…Bueno, resulta y acontece que el señor
Liborio Lezama solía castigar con ayunos forzados a aquellos ejemplares de su
arreo que le reportaran un menor rendimiento en la faena; por lo que ese día,
el inquieto borrico del gran estropicio venía de ser sometido a tan despiadada
práctica por parte de su amo… Según dijo, por habérsele caído una carga de
auyamas y patillas perdiéndose más de la mitad de las mismas; al ser pillado el
Corneto flirteando alegremente y en sus tremenduras con Micaela. Una prometedora
chica de sus amores que marchaba justo delante y, muy cerca de sus belfos, el
día anterior cuando entraban al pueblo —aseguró
don Liborio.
Por eso era tanta el hambre que aquel
pobre animal tenía, que no pudo resistirse al colorido y rico aroma emanado del
racimo de topochos pintones llevado con tanta gracia por Domitila, la esposa
del telegrafista. Cuando entonces caminaba muy tranquila la descuidada mujer, moviendo
sus caderas acompasadamente y, agarrando la carga con una de sus manos, sobre
un rollete en la cabeza; mientras con la otra se sostenía la floreada falda del
vestido de satén que con tanta gracia lucía, tratando de evitar que la brisa de
medio día la desnudase por completo. Pero fallando precísamente en su cometido, al no lograr con su accionar lo
que deseaba y, dejando por lo tanto al descubierto la frutal redondez de sus
nalgas envueltas en la suave y tersa tela de su estreno de domingo; aquel ventoso
día.
…Acto seguido, Corneto,
embriagado tal vez por la abstinencia de negados bocados que requería con tanta
urgencia, al ver aquello arremetió con furia en pos de la desprevenida dama. Evocando
con ardor el dulce sabor de los topochos ya por madurar que cargaba ella en la
cabeza y, las crujientes y redondeadas viandas representadas por las ricas,
firmes, y sugerentes auyamas de ayer —como
las que cada año se daban, en los conucos de su maluco patrón, “pensaría el bruto animal”; resentido
tal vez, por la actitud de don Liborio—; tal cual aquellas que
miraba con desesperación cuando caminaba entrando al pueblo, en fila india
detrás de la burrita Micaela, que las cargaba con tanta hidalguía contorneándose
a placer bajo su enjalma. Para tortura de Corneto y, el beneplácito de don
Liborio.
…Pero justo cuando Domitila
se disponía a abrir la puerta de su casa para entrar, se percata del tropel
causado por unos animales en frenética carrera por el medio de la calle, sintiendo
que uno de ellos la empuja hacia adentro con inesperada violencia; haciéndola
perder el equilibrio. Cayendo a horcajadas sobre el suave cojincillo de un
taburete en la sala, con la falda de su lindo vestido volcada de revés sobre su
cabeza; mientras el racimo que llevaba, en un inusitado vuelo fue a parar a
varios metros de la asustada mujer.
Entonces el jumento, Corneto, enervado por
un conjunto de embriagantes sensaciones reprimidas y, libre ya de su jinete que
también voló por los aires, quedó plantado en la sala con las patas abiertas temblando
del coraje y la emoción; armado peligrosamente con su curvada cimitarra lista
para ser usada en batalla. Henchida de pasión entre sus ijares, buscando
satisfacer cuanto antes sus más apremiantes urgencias; por lo que se decidió en
primer lugar y, creyéndose con total autoridad, morder el apetitoso racimo que
traía la doña en la cabeza. Entrándole con furia por uno de sus flancos más
dorados, arrancando de un solo tajo una mano completa que devoró con total
desesperación.
Al tiempo que el pobre burro, ya satisfecho de su
urgencia más apremiante y, entonces más tranquilo, se apiadó de la mujer que
asustada ante aquello, lo miraba con sus ojos como un dos de oro; empezando por
desinflar su aparatoso artefacto de guerra; el cual dejaría reservado, sólo
para su amada Micaela —pensó; pero, como
dice el dicho: “Una cosa piensa el burro y, otra, el que este lleva encima”. Porque
después de éso, don Liborio se lo vendería a unos arrieros, para saldar las
cuentas por causa de sus estropicios; quedando separado a partir de allí, de su
burrita amada.
Mientras tanto, poco después
llegaría en auxilio de la atemorizada mujer, dando la cara ante tanta vergüenza
y, adolorido aún por la caída, el también asustado Anguito quien no hallaba
palabras de aliento y disculpas qué ofrecer, para con la señora Domitila; logrando sostener con firmeza al alocado borrico,
con el apoyo de su amigo de aventuras que acababa de entrar al lugar del
desastre; a tiempo también para ayudar a la señora a incorporarse nuevamente,
de su vergonzosa posición en el banquito.
…Lamentablemente, aquello
fue el fin para el pobre Corneto, que luego fue puesto en venta junto con la
mitad del arreo del cual formaba parte, para poder pagar los daños causados por
su inmoral e inusual arremetida. Donde se contabilizó, además del vestido
dominguero de la doña cuya saya quedó hecha un jalembe, unas cuantas piezas
dañadas de su preciada colección:
…Buena parte de la
vajilla holandesa de su regalo matrimonial que había en un “seibó”, al cual se
le quebró también una de sus torneadas patas al caer; la pérdida de dos
lámparas de carburo que resultaron arrugadas en su bruñida estructura de cobre
y, rotas sus doradas cadenas de donde pendían colgadas en el techo, además. Decapitación
de la fina representación en porcelana china de un remilgoso gato blanco de
cuello largo, que reposaba en actitud displicente sobre un pañito bordado en
una mesita de esquina, con la pepa de los ojos más redondos que una parapara. Serios destrozos en el mueble portugués
de la vieja piedra de filtrar el agua, que igualmente resultó averiada, quedando
esparcidos por el piso sus delicadas partes, salvándose tan sólo la jofaina y
el platón porque eran de un excelente alabastro.
…Aparte de todas estas tropelías, estaban también
los daños en dos cigarreras de lujo enchapadas en plata mexicana; y, serios
destrozos al delicado carriel colombiano, de charol, que solía llevar en sus furtivas
salidas especiales el señor telegrafista… “Según las malas lenguas y que,
cuando se aventuraba por los lugares de tolerancia en el pueblo —cuyas preferencias, decían, era de
su agrado uno llamado Los Paragüitos—; obviamente a espaldas
de su mujer, el muy zángano”.
…A causa de tales
disparates ocasionados por la osada y violenta intromisión de Corneto, entonces
con Anguito a cuestas, fueron necesarias las requeridas disculpas que por
obligación estaría forzado a rendir el propio señor Lezama en este caso, ante
la señora Domitila y su esposo el telegrafista Finnamore. Que aquel penoso día por
cierto y, “curiosamente en domingo”, no estaba en casa, porque estaba en el trabajo
retocando el aviso oficial —era
lo que le habría dicho a su mujer aunque, ciertamente cargaba terciado su
carriel colombiano ese día; un detalle que lo "incriminaba", haciéndolo
sospechoso—, que servía para señalar al público la
ubicación de la casa donde funcionaba la oficina del telégrafo; sede de aquella
mítica ingeniosidad tecnológica del siglo diecinueve, ya en declive para ese
momento, orgullo sin embargo del señor Finnamore.
Siendo únicamente él, además —he allí, su
infalible salvoconducto, justificativo de sus repentinas e inefables desapariciones
de casa—, quien tenía la pericia y destreza derivada de sus conocimientos
adquiridos cuando joven, en las Artes Gráficas y del Fuego; estrictamente requerida
para la tarea de restaurar cada cierto tiempo el viejo aviso de peltre, hecho
en Italia.
…Una verdadera reliquia de la historia. Tal
vez el único de su clase todavía en uso, pintado de color azul sobre un blanco sucio que
identificaba su lugar de trabajo; en el que podía leerse, centrado en la parte
superior: REPÚBLICA DE VENEZUELA —en letras mayúsculas azul marino, sobre
fondo blanco; flanqueadas a izquierda y derecha por un grabado del escudo
nacional, en el mismo tenor—. Más abajo, al
centro, tenía escrito en letras más
grandes, pero al mismo estilo de arriba: TELEGRAFOS
FEDERALES.
Al pie del aviso curiosamente decía, en
letras más pequeñas, también azules y, al centro: “Gran
Estado Miranda”. Afirmándose efectivamente aquel aviso,
también, como una clara aunque patética muestra de los desvaríos políticos
decimonónicos; de la era Guzmancista.
…Que lo convertía en una verdadera rareza, aún
en uso. Tenía además, un borde a modo de margen en línea pespunteada del mismo
color azul, a lo largo del perímetro en blanco del gran aviso; lo que en
general hacía verlo, como una enorme estampilla. Por lo que la gente ya sabía adónde
dirigirse, con sólo ubicarlo visualmente a lo lejos. Lo cual era simplemente,
un sello postal colgado perpendicularmente contra la pared de una enorme casona
de bahareque en la Calle Colombia; que era donde quedaba la vetusta oficina
telegráfica del señor Finnamore en el pueblo de La Atascosa.
--- o ---
…A todas éstas, por eso
es que, para suerte de los traviesos amigos entonces en apuros y, del mismo señor
Lezama, el viejo telegrafista quien tenía fama de muy estricto no vio lo
ocurrido a su amada “Domi”, como él llamaba a su esposa por cariño; porque si
no, quién sabe qué más habría pasado. “…Tal vez, hasta una fea tragedia…!” —Pensó Anguito, angustiado;
recordando el revólver que solía llevar el don en la cintura y, cuya cacha se
le veía claramente por encima del cinturón—. Entonces,
apenados y adoloridos los dos muchachos fueron llevados ante sus padres,
quienes les dieron un castigo ejemplar.
Pero todo éso, se imaginaba Felipe, tan sólo
fue un juego más en comparación con los sufrimientos de adulto que ahora estaba
enfrentando, derivados de su falta de previsión, de sus flaquezas humanas en
algún momento y, sobre todo, por no coger consejos como bien lo decía su abuela;
cuando inclemente, parecía recordarle la advertencia preferida que solía usar
en estos casos. Amartillándole en las sienes sus ponderadas palabras, misia
Heriberta, que a través de sus características expresiones se enfrascaba
tozudamente en señalarle una lección de vida la cual siempre era usada por
ella, como tesis y antítesis simultáneamente, para referirse a un mismo
problema; en el marco de su sencilla pero eficaz filosofía existencialista de
vida.
…Algo que obviamente, Felipe nunca aprendió; confirmando
fatídicamente lo que la anciana tanto le decía:
“…Ayayay
mihijito, ayayay…! Es que naiden, pero naiden, escarmienta en cabeza ajena.
Uhmjú…!”
…Y; pensando en eso —de nuevo mientras aún colgaban en
el alzapiés—, Felipe hizo contacto con la realidad de
manera forzada cuando de pronto, se vio obligado a caer como un vulgar y pesado
fardo sobre el duro suelo; amortiguado el golpe tan sólo un poco, por la maleza
más abajo. Mientras a su lado, entre él y su amigo también con expresión de
sorpresa, estaba parado con cara no de muy buenos amigos el mismísimo señor
Sabino; su implacable Can Cerbero. Con la bácula colgada en bandolera sobre su
enjuto cuerpo, cruzado el huesudo pecho por una horrible canana full de
municiones que incrementaba aún más su talante intimidatorio y, lo hacía
aparecer ante ellos al mismo tiempo, más que todo por su actitud violenta y
desalmada, como la viva imagen de un guerrillero mexicano de las oscuras soldadescas
de Pancho Villa en su etapa de bandidaje. Durante la llamada Revolución
Mexicana.
…Empuñaba un filoso cuchillo en una de sus
manos —usado allí mismo para
cortar las cuerdas, provocando así nuestra aparatosa caída al suelo—,
mientras en la otra llevaba un rollo de soga, con la que nos amarró espalda con
espalda para llevarnos obligados a casa; sometiéndonos de este modo al bochorno
cuando todos nos vieran entrar al vecindario, buscando borrar en nosotros las
ganas de volver a cometer la misma torpeza de hoy. Mensaje de advertencia extensivo
para otros más en el pueblo, que osaran llevar a cabo por cuenta propia alguna
aventura similar a la nuestra.
…Entonces, ya en barrio, vociferaba el hombre a
los cuatro vientos a cada paso que dábamos, con mucha dificultad por cierto, al
menos para nosotros que íbamos unidos de semejante manera:
“…Esto es para que
aprendan a ser hombres de bien. Vagabundos, irresponsables. Vamos a ver que
dirán sus padres cuando los vean; que aquí se los traigo…!”
¡Grandes carajos! —Profería con saña, como dándose el
gusto—. “Luego de aquello por supuesto, jamás nos
atrevimos a pisar ni siquiera de cerca, las posesiones del atrabiliario señor
Sabino. Más nunca!” −Dirían estos amigos,
después.
--- o ---
A estas alturas de la vida, ya divorciado
de la que fue realmente su única esposa, Felipe Gómez se había convertido en un
prisionero de sus propias decisiones. Pese a que en el pasado se preciaba de
ser, y así fue visto por todos cuantos le rodearon, como aquel hombre que para
todo tenía una solución; pero irremediablemente, ya eso había quedado anulado
desde el mismo momento en que se embarcó en aquellos amoríos perturbadores con Victoria
Sarmiento. Dando al traste con su vida de hombre recto, la
cual se había labrado al lado de su familia originaria, primero, consolidada después
con su unión en matrimonio junto a la señora Andrómaca Katay
Polidourius, después.
…Aquella desconocida, llegada al pueblo
cargada de fama y admiración de mujer artista; que había regalado por años,
alegría y felicidad a muchísima gente en este y en otros lugares por todo el
mundo. Unión que, lamentablemente, con el tiempo obrando en su contra por una
parte y, su lujuria por la otra, habría de terminar para Felipe en un rotundo
fracaso.
Pero la vida en su devenir, a veces
errático en la de de muchos, tal parece tenía preparada para él en este caso, una
celada artera; representada en la aparición de esa otra mujer por la que este
hombre fue capaz de apostarlo todo, incluido en ello hasta su propia dignidad. Sin
embargo nada de esto era enteramente casual, ni fortuito; aunque si, más bien
causal, predeterminado por todo un cúmulo de consecuencias que obviamente sus
acciones irían a desencadenar en la vida futura y por venir. Así como en la de
otras personas, que al final serían impactadas por su nada acertada decisión de
abandonar a Andrómaca y, con ello a su familia; para ir a refugiarse en los
brazos de Victoria.
Lo que sin saber, iba a hacerlo caer en
una trampa de codicia e intereses oscuros por parte de aquella arribista, con
la que en mala hora se había enredado; al contabilizarlo en su libro a columnas
como un activo más en sus haberes. En una trama de escalamiento social que la
astuta mujer había venido fraguando, inclusive desde antes de venir a trabajar
aquí como administradora, en la finca de la familia Gómez Katay.
A medida que pasaba el tiempo, poco a poco
Felipe Gómez fue cayendo en cuenta de que las decisiones que había venido
tomando respecto a su vida no eran las más acertadas −obviamente−;
aunque, ya era demasiado tarde para rectificar. Cada paso que daba en esa
errática dirección, sin embargo, lo afirmaba en su creencia de que el amor que
sentía por Victoria lo tenía todo justificado. En paralelo a tales pensamientos
de consuelo como para no sentirse tan mal, se había venido formando la
peregrina idea de que sus familiares con el tiempo lo comprenderían; y, hasta
tal vez lo perdonaran, además.
…Basando todas estas ilusorias creencias,
obviamente ya fuera de toda realidad y, ya prácticamente en el delirio, en que
su amor por Andrómaca se habría ido desvaneciendo paulatinamente con el tiempo
de unión, de avatares ya vividos; que
Victoria Sarmiento había sabido exacerbar convirtiendo aquello solamente en
efímeras evanescencias y, por tanto, inclinando la balanza de su lado, para
definitivamente arrebatárselo inclemente a la buena y confiada señora
Andrómaca.
Justificaba entonces Felipe todos aquellos
desvaríos, también, en el hecho cierto de que al menos tuvo la valentía para
manifestarlo de un modo frontal, sin haber dejado pasar mucho tiempo de
infidelidades ocultas; por creerlas él, menos dignas, de su otrora tan amada
mujer.
Por otro lado, una locura más, siempre depositó su pecaminoso comportamiento hacia
su esposa y familia, en los buenos oficios que esperaba sabría interceder ante
Dios, su propio hijo, el Sacerdote Leoncio. Quien desde el mismo instante en
que tuvo conocimiento de la delicada situación de sus padres, se hizo la
promesa de mediar espiritualmente en la contienda para hacer que sus diferencias
fueran zanjadas de la manera más pacífica posible. Es decir, se prometió asumir
la amargura de aquel drama como la suya propia, que en realidad también lo era,
pero con la diferencia de haber conjurado el peligroso ingrediente del rencor
que con toda seguridad ambos actores en disputa habrían abrigado en algún
momento; en el curso de los terribles acontecimientos después de la descarnada
confesión de Felipe ante su esposa.
…Era éste, el pecado que el Cura trataría
primero de evitar, ya que para él, si este se les instalaba en el pecho entonces
serían presa fácil para que se incubase allí, también, el fermento del odio.
Pecado aún más grave, que sería más difícil de erradicar de sus corazones; y
que, destruiría en menor tiempo sus vidas, cerrando casi de forma irreversible
las posibilidades de un reencuentro amistoso en el futuro, tan necesario para una
eventual reconciliación familiar… Hasta llegar al tan ansiado y esperado
perdón, que él como Sacerdote siempre tenía como máxima esperanza para estos
casos. Sobre todo en éste, donde los involucrados eran, nada más y nada menos que,
sus propios padres.
Con
todas estas cosas que le daban vueltas y vueltas en su cabeza, Felipe se
dispuso a seguir por la vida con una “actitud de mayor conciencia” ante sus
errores, ahora más claro de que lo sucedido,
impactaba de forma brutal en la
vida de sus seres más queridos. Pero la cruda realidad le decía en su perverso
conformismo que lo hecho, hecho estaba; que la vida tenía que seguir su curso
de la mejor manera posible y que, además, siempre trataría de que su familia
que ahora acababa de afectar de un modo tan terrible, nunca se perdiera —eso pensaba, entonces atolondrado
y, mascullando sus errores, su terrible culpa—;
para lo cual, como siempre, contaba con su hijo el buen Cura.
Mientras
estas cosas pensaba, Felipe, se encontraba una tarde allá en su finca, La
Gomera
(la vieja) —antigua
denominación, aunque ahora con apelativo, luego de la obligada partición de
bienes por su divorcio de Andrómaca—, cabalgando con unos
peones tras la búsqueda de unas reses desperdigadas, por los todavía espaciosos
terrenos de su propiedad; por no se sabe qué mogotes en la sabana, las cuales
no aparecían por ninguna parte. Cuando de pronto, uno de ellos, sacándolo de sus
cavilaciones le dijo:
− Óigame patrón, no
será que esos animales están bebiendo agua en el morichal…?
− ¡Seguro. Vamos para
allá entonces…! −Dijo, pero sin moverse.
− Sí, Nicanor, vamos pues…! —Reaccionó Felipe tardíamente, “con la chispa
atrasada”; como quien dice.
Todos enfilaron sus caballos hacia el
sitio señalado; y, dejando que los peones que lo acompañaban tomaran la delantera, Felipe se quedó a la
zaga de los vaqueros porque no pudo evitar las premonitorias palabras que su hermano Chuíto le dijera una vez;
afirmativas de lo que tímidamente le había insinuado, un año antes en la
iglesia: “…Lo he visto todo en el morichal”. Precisamente aquel mismo lugar hacia
el cual ahora, se dirigían. Donde su hermano le confesara sus vivencias respecto
al grado de avance que tenían las relaciones entre su hijo Wenceslao y Victoria
Sarmiento, por aquella época.
Habría sido ése con seguridad el momento justo
en que él, actuando con responsabilidad y ponderación, debió cambiar el curso
de los acontecimientos en su vida; con tan sólo aceptar la realidad que se le
presentaba. Pero simplemente no lo hizo. Por su parte y, actuando a propósito
en aquel momento, no pudo o, más bien no quiso, reprimir sus propios deseos
respecto a la entonces joven mujer; que ya para ese momento tenía metida entre
ceja y ceja. Decisión que le habría ahorrado no sólo a él mismo, sino también a
su familia entera, toda aquella amargura que por su lujuria y malos actos se
habían visto obligados a pasar. Y; con ello, de nuevo recordaría las sabias palabras
de su abuela Heriberta, que a lo largo de toda su vida como un látigo lo
fustigaban; obligándolo finalmente, a entenderlas como su fatídica confesión:
“…Ayayay
mihijito, ayayay…! Es que naiden, pero
naiden, escarmienta en cabeza ajena. Uhmjú…!”
−…Sino, en la suya
propia; caray…!” —Se atrevió a agregar con
amargura y, muy a su pesar; el desconcertado don Felipe.
− ¡Aquí mismo pues; en
la cabeza mía, carajo!”—Dijo llorando, golpeándose la frente con los nudillos
del puño cerrado.
...Es todo por hoy. Chao!!!
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