Muy buenos días mis amigos, por aquí de nuevo con ustedes. Esta vez les traigo, las incidencias introductorias de mi libro número siete —también a la venta en las tiendas Amazon—, el cual trata acerca de una dolorosa tragedia ocurrida en los años sesenta en la localidad guariqueña de La Atascosa. Protagonizada por dos individuos de amplia trayectoria en el paisanaje, muy queridos por todos en el pueblo. Sin embargo estas primeras líneas al principio no parecen indicar lo que realmente sucedió, como todos lo esperaban y, temían, pero dolorosamente estaría por verse en el desarrollo de las próximas horas.
—Veinticuatro horas para llorar—
“...Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis…!”
“...Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis…!”
Pag. # 481
…Serían las tres de la madrugada de un día viernes del mes de Octubre. Corría el año mil novecientos sesenticuatro, en un pueblo del llano venezolano donde para la época –a decir de algunos−, nunca sucedía nada importante. No obstante esta vez, algo de contundente impacto estaba por ocurrir en las próximas veinticuatro horas.
Había un sinuoso camino de tierra rodeado
de sabana por todos lados a las afueras de La Atascosa, locación donde se
dieron estos hechos y, el cual discurría con dirección al Sur Oeste. Debido a
la ubicación en que este se encontraba y, dadas las propias características del
lugar, habría de conducir a cualquier parte; a muchos lugares o, sencillamente
a ninguno. Lo que sí era cierto es que cada noche desde el viernes al domingo, tal cual aquel que viene a referencia, de sólito, un confuso jinete lo surcaba
de vuelta a casa. La mayoría de las veces sin la certeza de que en realidad lo hacía, pues
simplemente se entregaba al instinto de su cabalgadura; completamente embebido en una solemne
borrachera
Al arribar a su morada, llevado virtualmente de la mano
del noble animal que lo transportaba y, sin saber a ciencia cierta de cómo era
que llegaba, Diego Nazario del “QuoVadis” Carrasco Palma se dejaba caer cuan
largo era, en la entrecruzada maraña de
su chinchorro de moriche. El que siempre permanecía colgado a un costado de la
habitación, cimbrado de por sí, por la costumbre de sentir la pesada carga de
su dueño que todos los fines de semana solía llegar dormido, ya antes de
entrar en él. Quizás imposibilitado de terminar de cubrir los últimos cuatro
pasos que, más o menos lo separaban de una espaciosa cama grande que también
allí había. Esto sucedía siempre, de la misma exacta manera, cada vez que aquel
hombre llegaba a su casa en tan pésimo estado de descontrol. Pero aquella vez, para cuando ya se aproximaban
las horas del amanecer permanecía todavía acostado pasando la resaca, sin
embargo sabía que tenía la imperiosa necesidad de levantarse bien temprano
porque lo esperaba −como todos los días−, una nueva jornada de trabajo en el
hato; aunque había algo en él que no lo dejaba, a lo cual tampoco quería
resistirse. Más bien, se dejaba llevar
por esas caricias que lo envolvían en un éxtasis de calidez insuperable, del
cual jamás, hubiera querido salir. Y; embriagado por el dulce licor de aquellas repetitivas
e insistentes demostraciones de cariño, que le erizaban todo su cuerpo, entonces
decía prácticamente a gritos:
− Isaura… Isaura…Mi amada Isaura…! ¡Huy, qué rico! Te amaré por siempre, mi amor…!
− ¡Hasta la muerte! –Se replicaba a sí mismo,
con ardor−.
De pronto, cayó en cuenta Diego esa mañana de
que lo que estaba era soñando, porque no podía ser verdad tanta dicha junta
–creyó él, erróneamente−; y no, ante la presencia de un hecho real. Producto
del amor y el cariño tan grandes abrigado todos estos años, hasta donde ya más
no le cabía, en el bondadoso corazón de “Rigoberta”, su fiel y puntual
compañera tanto en los tiempos buenos como en los malos; quien, de un sólo
brinco le había caído encima colmándolo con sus babosos, aunque cálidos
lambetazos en el rostro. Dándole besucones a diestra y siniestra, por todas
partes, al tiempo que frenéticamente movía su colita de contenta echada a
horcajadas sobre él. Por lo que, barajustado, el hombre soñoliento se sacude el
animal de encima de un sólo manotazo al darse cuenta de lo sucedido, tratando
de incorporarse dando traspiés, todavía en la oscuridad. En sus estertores por
volver de nuevo a la plena realidad, de pronto siente algo extrañamente frío en
la punta de los dedos en uno de sus pies, mientras con ellos busca desesperado,
sus alpargatas debajo del chinchorro. Es entonces cuando se percata de que los había
metido, precísamente, en la blancuzca bacinilla que usaba como escupidera; la
cual en el desbarajuste salió rodando con estrépito por el piso en círculos
entrelazados, inclinada hacia un lado a punto de volcarse y, haciendo una reguera con la saliva de borracho
que contenía en su interior. Emitiendo en su díscolo y serpenteante viaje al
mismo tiempo, unos desagradables crujidos al chocar con violencia, primero
contra la piedra de amolar acunada en un
rincón del cuarto, después con muchas otras cosas, utensilios y herramientas de
uso común en la faena diaria, que también el hombre acostumbraba mantener en
aquel lugar.
Durante el alocado viaje de la cochina
vasija sobre las irregularidades del piso de cemento de la pieza, se oían sus
desagradables y característicos chasquidos cuando impactaba repetidamente con
casi todo a su paso. Al hacerlo contra las cosas duras a lo largo de su curso,
el peltre con que estaba hecha se descascaraba desprendiendo pequeños trozos
redondeados e irregulares que iban dejando al desnudo el parduzco metal que le
servía de base. Aparentando ser luego, negros lunares en el recipiente averiado
de fondo blanco ya sucio, en este caso;
dando la impresión podría pensar alguien, que sería ésa la velada intención de
Diego, aunque sin él mismo proponérselo en verdad. Porque con el tiempo el
estropeado cuenco iba quedando con una apariencia muy similar a la piel de los perros
de raza dálmata; irónicamente, tal cual era la de de su fiel y siempre alerta dama
de compañía, regalo obligado que habría tomado dada las dolorosas circunstancias
en que se vio envuelta, la trágica vida de su verdadera dueña. A la que por
cierto le habría puesto Rigoberta para recordar con este nombre a su malograda
novia, que en vida llevara ese mismo —aunque un tanto estrambótico
para una mujer tan bonita, que aquella era—. Desaparecida un día en
las encrespadas aguas del rio Caroní, durante una atribulada e infausta
estancia de excursión amorosa por aquellos predios; el año pasado.
Diego Carrasco —a secas, así le gustaba
ser llamado; o, simplemente, Diego. Buscando siempre escabullirse a toda costa de
su pomposo nombre— no se imaginaba, que dentro de poco sería el protagonista de
la más terrible de las experiencias que hombre alguno pudiera experimentar,
entre los apacibles habitantes de aquel pequeño pueblo que lo vio nacer. Aún
mucho más grave e intensa, que la vivida durante el trágico caso de su amada
novia, Rigoberta Morales Arciniega.
Por lo pronto se acababa de levantar Diego
Carrasco aquel nuevo día, aunque de forma aparatosa y, todavía con sueño, del chinchorro
en que había pasado parte de la noche; después que a duras penas regresara del
pueblo donde hasta tarde había estado haciéndole compañía entre tragos y
rancheras mejicanas a la voluptuosa Isaura García, su hembra de turno. El nuevo
empeño de su vida; que habría llegado en sus largos días de desesperación, y soledad,
para borrar virtualmente de raíz los recuerdos de aquellos luctuosos momentos
al lado de la única mujer que auténticamente habría amado. Cuyo cuerpo sin vida
tuvo que soportarlo a su lado cuando entre sollozos y gimoteos lo trajera de
regreso, al reaparecer rio abajo después de tres días de ardua búsqueda;
protagonizando entonces un penoso y amargo regreso con tan malas noticias a la casa
de la malograda joven, originarios del pueblo de Chaguaramas. Cosa rara era
aquella de su inusitada lloradera, en un hombre que como él, habría sido criado
con la falsa creencia inculcada por su padre y sus abuelos de que el llanto deshonra a los varones; por
lo que desde siempre, tuvo como norma suprema aprendida desde niño —muy
común a todos los llaneros de su tiempo, siendo un error de concepto, mal
interpretado además, no sólo como válvula de escape en la biología misma del
individuo; sino también debido a viejos atavismos morales subyacentes en su
cultura ancestral—, que: “Los hombres no lloran”. Pero en su caso muy particular por la
gran proporción de la pérdida sufrida y lo que ello significaba en su vida,
habría de apartar Diego aquellos antiguos conceptos juveniles, rémora moralizante
de sus mayores, dándole un giro particular al asunto que con el tiempo sería su
nueva manera de abordarlo. Entonces; a
partir de allí, como una forma de justificar su llanto por tan irreparable
pérdida, empezaría a decir a modo de chanza entre amigos:
“El hombre no llora…
Pero, “jipea”…!
Llegadas las seis de la mañana de aquel nuevo
día (sábado), como era habitual, Diego Carrasco por fin se levantó impulsado
por su particular sentido del deber después de su borrachera anterior; para encarar
los trabajos de rutina en el fundo de su propiedad, heredado de su padre hace
diez años atrás y, que demandaba de él su
continua atención y dedicación para seguir siendo el próspero enclave que
siempre fue. Tal como sus viejos se lo habrían legado. Razón por la cual, con
la cabeza aún zumbante, dándole vueltas como un bombo, finalmente se armaría de
valor para poner manos a la obra una vez más.
Mientras tanto la hermosa perra dálmata, contrariada
por lo sucedido en el chinchorro la madrugada anterior y confundida por la
displicente reacción de Diego hacia ella para aquel momento, se hallaba apostada
en un lugar más apartado de la entrada a su alcoba, muy distinto a su sitio preferido que era el suave tapete de felpa
donde usualmente descansaba, junto a la mesa de centro de la sala –sitio más
próximo que normalmente ocupaba, cuando las cosas entre ellos estaban bien−; con
un gran jarrón encima donde regularmente había flores. Esperaba así con ansias el
dócil animal a su, aparentemente para ella, por ahora, malagradecido amo; para
acompañarlo como de costumbre lo hacía, en su diario trajinar por el monte, y
la sabana. Simplemente sabía que debía hacerlo
porque era esa su responsabilidad, además, pese a lo ocurrido, no sentía rencor
alguno por aquel; y, que tan sólo fue un mal momento pasajero el cual esperaba
se resolviera. Pero Rigoberta había aprendido en el transcurso de la dilatada relación
amistosa entre ellos, que al no sentarse en el tapete junto a la mesa con vista
a la puerta del cuarto de su dueño, era esto una clara señal de su descontento;
que él siempre había sabido apreciar y distinguir. Por consiguiente ahora, tal
detalle debería ser tomado en cuenta para resolver lo que habría salido mal,
causa de tal desasosiego en el fiel animal... Que por su parte, estaba ocupada lamiéndose los cuartos delanteros, acicalándose el
lindo pelaje que tenía en ellos; cuando de pronto escuchó el chirriar de las resecas
bisagras del vano de una puerta, lo que indicaba que ya era el momento de
marcharse. Porque la que acababa de abrirse era en la habitación donde Diego
descansaba; la primera de las cuatro que tenía la casa por ese lado, a lo largo
de un zaguán en herradura que se iniciaba a la derecha por un costado de la
espaciosa sala de la vivienda, para luego conectarse con otro mediante un
pasillo más ancho cubierto por un alero entejado con vista a los potreros, en el lado posterior al fondo de la solariega
casona. Igual arreglo arquitectónico se repetía por la mano contraria de la
misma estancia donde ahora estaban a punto de reencontrarse, Diego Carrasco y
su leal dama de compañía, que atendía al nombre de Rigoberta. Tal era aquella
parte tan acogedora de la vieja construcción del hato, que databa del siglo
pasado. Permanecía Rigoberta esta vez, retirada unos diez pasos de la puerta
por donde sabía de antemano, aparecería en algún momento su querido dueño.
Posada descansando frente a la boca del zaguán por donde corrían los otros
cuartos de la casa, del lado izquierdo, contrarios a los que seguían luego del que
Diego ocupaba, en el ala derecha.
A los lados sobre las paredes, colgaban
cuadros con motivos de cacería, pesca, escenas propias de la doma de caballos y,
arreo de ganado; junto a los viejos y agrisados retratos familiares de Diego.
Con otro, un tanto fuera de lugar por estos lares, que recreaba una soleada
playa del mar Caribe llena de gente, tolditos multicolores y, a rayas. Comprado
en el Paseo Colón de Puerto La Cruz, la primera y última vez que Diego vio el
mar, andando en esa oportunidad con su novia Rigoberta Morales la vez que se le
murió. Más allá, después de todo aquello, detrás de la noble perra podía verse
un armario construido en madera barnizada de color marrón, con varias escopetas
sostenidas en unos receptáculos, con la boca de los cañones hacia arriba; aseguradas
con unas cadenas plateadas, enganchadas todas a un candado.
...En un compartimiento lateral del mismo
mueble a la derecha de las escopetas, a través de un vidrio cristalino de
seguridad podían verse en sus estuches de lujo, abiertos para que fueran
admirados por quienes apreciaran estas cosas entre sus visitantes, cinco pistolas
y revólveres de fabricación estadounidense; de modelos viejos, más bien antiguo.
Destacaba entre ellos un revolver Colt calibre .44 especial, que hacía un
vistoso juego con su impresionante trabajo de arabescos, grabado en el acero
del cañón y también en torno a la masa, en los que mostraba además un discreto
brillo; junto a su bello trabajo de artesanía, tanto en la cacha como en el estuche
mismo que lo contenía. Incrustado en él, según su forma, en la suave textura
del fieltro verde con que estaba hecho. Contenido como un todo, en una linda
caja de nogal en cuya cara interna de la tapa abierta, podía apreciarse en su
forro de seda blanca envejecida exprofeso, un dibujo en tinta china del
edificio fabril donde Samuel Colt fundara su imperio armamentístico mecánico, junto
al rio del mismo nombre, en Connecticut. Adornaba la cima del edificio central en
el grabado, la estatua en broce de un potro parado en sus dos patas traseras en
actitud desafiante. Cuya estampa en el animal, recordaba el mismo apellido del dueño,
al mismo tiempo prolífico inventor.
Cuando la moteada Rigoberta finalmente vio a
Diego parado allá, con su robusta figura
recortada entre el marco de la puerta, rematada la parte superior del mismo por
una caramera de venado de doce puntas que con orgullo exhibía como trofeo —de
ambos en realidad; puesto que fue ella, quien con su agudo olfato, persistencia
en el seguimiento de las huellas dejadas por la presa y, su valentía para
enfrentarse a la misma, quien la acorralara entre unos matorrales.
Materializando de hecho, el preámbulo de la luctuosa tragedia final en la negra
muerte de aquel otro animal, el que finalmente caería rendido, ante los
certeros disparos de la carabina morocha de Diego—, se paró con la gracia que
la caracterizaba y trotó decidida hacia él, sin resentimientos; pasando
inadvertidamente y muy oronda por encima del amplio tapete debajo de la mesa de
centro, puesta sobre éste. Encima de la cual, había un bello jarrón de boca
ancha ejecutado en arte Murano, con flores resecas en su interior; prueba
inequívoca de que la señora Petra, la que hacía los oficios de la casa, no
había portado por allí aquel fin de semana. Lugar habitual donde Rigoberta, en
otras circunstancias esperaba a Diego. Enseguida el hombre, al mirar de dónde
venía la bella dálmata de inmediato se percató de que seguramente habría
cometido algún error hacia ella, recibiéndola
de su parte con un cálido saludo en respuesta a sus nobles insinuaciones, mientras
la misma trataba de poner sus dos patas delanteras sobre la cintura del recién
llegado; quien la atajó con suavidad, agachándose para sostenerla entre sus
brazos. Después le acarició cariñosamente la cabeza, también entre sus orejas y
el pecho; abrazándola, diciéndole con
suaves palabras lo mucho que la quería y, que recibiera sus disculpas… Con lo
que todo volvería a ser igual entre ellos, después de una olvidadiza y estrepitosa
borrachera. ¡Tan sólo éso, y nada más!
Apenas si se asomaban con timidez las níveas líneas de claridad matutina por encima de las greñudas cabezas del palmaritar a lo lejos; dando la apariencia de un montón de gentes que también acababan de levantarse, haciendo cola para ir al baño, a la espera de asearse y peinarse frente al espejo de la laguna. Iniciándose de nuevo, una vez más, lo que ineluctablemente se tiene pautado para ellas, también en su efímera vida.
Cuando Diego Carrasco visualizó aquello, aún aturdido, con determinación espoleó suavemente los ijares de su caballo de brega, al tiempo que emitía un ligero chasquido con sus labios que indicaba su inequívoca decisión de emprender la marcha siempre escoltado por su fiel Rigoberta. Poniéndose en movimiento hacia el apartado palmar que los esperaba, para devolverles las reses que el día anterior, aprovechándose de los devaneos del patrón enamoradizo habían quedado de su suerte vagando al garete por el ancho rango del campo abierto. Fueron encontradas las reses echadas entonces en el suelo sobre la hierba humedecida por el rocío mañanero, rumiando cada una, su respectiva porción de las sabrosas bayas de fruta è palma regadas a montones por todo el lugar. Era ésa, la rutina diaria de un hombre venezolano sencillo, habitante endémico del llano. Sólo que; en su caso, por ser uno muy mujeriego además de tomador, entonces se la pasaba metiéndose en problemas y, en extrañas situaciones con otros hombres que de una u otra forma se sentían afectados por sus desmedidas aunque naturales inclinaciones hacia el género opuesto. Casualmente como en el caso del que aquí sería su víctima y, extrañamente también su amigo, don Petronio Corrales.
Terminaba así la hora cero, en un día cualquiera de la convulsa vida de Diego Carrasco. Dándose inicio en consecuencia, a un corto pero significativo período de tiempo de veinticuatro horas en que, los diferentes avatares de su existencia hasta ahora, configurarían otros jamás soñados por él. Ni por ningún hombre común y corriente en circunstancias análogas a la suya. Será a partir de allí, precísamente, cuando arranque de forma efectiva el fatídico conteo de tiempo hacia su auto aniquilación; en la vida de aquel hombre. Que no sólo llorará —contrario a lo que de niño, le fuera inculcado—, sino que además lo hará, con lágrimas de sangre; en un odioso desmentido sobre lo que al respecto, su padre y sus abuelos opinaban… Y con él a la cabeza, convocará para ser acompañado cual plañideras tarifadas, a muchísimas personas más. Tanto de su familia como de otras, en todo ese pueblo que lo vio nacer; conocido como La Atascosa, en el mítico llano guariqueño.
...Hasta aquí, llegamos hoy. Continuará...!
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