sábado, 1 de diciembre de 2018






     Muy buenos días mis amigos, por aquí de nuevo con ustedes. Esta vez les traigo, las incidencias introductorias de mi libro número siete también a la venta en las tiendas Amazon, el cual trata acerca de una dolorosa tragedia ocurrida en los años sesenta en la localidad guariqueña de La Atascosa.  Protagonizada por dos individuos de amplia trayectoria en el paisanaje, muy queridos por todos en el pueblo. Sin embargo estas primeras líneas al principio no parecen indicar lo que realmente sucedió, como todos lo esperaban y, temían, pero dolorosamente estaría por verse en el desarrollo de las próximas horas. 


                          Veinticuatro horas para llorar

            “...Requiem aeternam dona eis, Domine, 
                       et lux perpetua luceat eis…!”   
                                           Pag. # 481
   
  …Serían las tres de la madrugada de un día viernes del mes de Octubre. Corría el año mil novecientos sesenticuatro, en un pueblo del llano venezolano donde para la época –a decir de algunos−, nunca sucedía nada importante. No obstante esta vez, algo de contundente impacto estaba por ocurrir en las próximas veinticuatro horas.

   Había un sinuoso camino de tierra rodeado de sabana por todos lados a las afueras de La Atascosa, locación donde se dieron estos hechos y, el cual discurría con dirección al Sur Oeste. Debido a la ubicación en que este se encontraba y, dadas las propias características del lugar, habría de conducir a cualquier parte; a muchos lugares o, sencillamente a ninguno. Lo que sí era cierto es que cada noche desde el viernes al domingo, tal cual aquel que viene a referencia, de sólito, un confuso jinete lo surcaba de vuelta a casa. La mayoría de las veces sin la certeza de que en realidad lo hacía, pues simplemente se entregaba al instinto de su cabalgadura; completamente embebido en una solemne borrachera
    
   Al arribar  a su morada, llevado virtualmente de la mano del noble animal que lo transportaba y, sin saber a ciencia cierta de cómo era que llegaba, Diego Nazario del “QuoVadis” Carrasco Palma se dejaba caer cuan largo era, en la entrecruzada maraña de su chinchorro de moriche. El que siempre permanecía colgado a un costado de la habitación, cimbrado de por sí, por la costumbre de sentir la pesada carga de su dueño que todos los fines de semana solía llegar dormido, ya antes de entrar en él. Quizás imposibilitado de terminar de cubrir los últimos cuatro pasos que, más o menos lo separaban de una espaciosa cama grande que también allí había. Esto sucedía siempre, de la misma exacta manera, cada vez que aquel hombre llegaba a su casa en tan pésimo estado de descontrol.  Pero aquella vez, para cuando ya se aproximaban las horas del amanecer permanecía todavía acostado pasando la resaca, sin embargo sabía que tenía la imperiosa necesidad de levantarse bien temprano porque lo esperaba −como todos los días−, una nueva jornada de trabajo en el hato; aunque había algo en él que no lo dejaba, a lo cual tampoco quería resistirse.  Más bien, se dejaba llevar por esas caricias que lo envolvían en un éxtasis de calidez insuperable, del cual jamás, hubiera querido salir. Y; embriagado por el dulce licor de aquellas repetitivas e insistentes demostraciones de cariño, que le erizaban todo su cuerpo, entonces decía prácticamente a gritos:

  Isaura… Isaura…Mi amada Isaura…!  ¡Huy, qué rico! Te amaré por siempre, mi amor…!
   ¡Hasta la muerte! –Se replicaba a sí mismo, con ardor−.
    
   De pronto, cayó en cuenta Diego esa mañana de que lo que estaba era soñando, porque no podía ser verdad tanta dicha junta –creyó él, erróneamente−; y no, ante la presencia de un hecho real. Producto del amor y el cariño tan grandes abrigado todos estos años, hasta donde ya más no le cabía, en el bondadoso corazón de “Rigoberta”, su fiel y puntual compañera tanto en los tiempos buenos como en los malos; quien, de un sólo brinco le había caído encima colmándolo con sus babosos, aunque cálidos lambetazos en el rostro. Dándole besucones a diestra y siniestra, por todas partes, al tiempo que frenéticamente movía su colita de contenta echada a horcajadas sobre él. Por lo que, barajustado, el hombre soñoliento se sacude el animal de encima de un sólo manotazo al darse cuenta de lo sucedido, tratando de incorporarse dando traspiés, todavía en la oscuridad. En sus estertores por volver de nuevo a la plena realidad, de pronto siente algo extrañamente frío en la punta de los dedos en uno de sus pies, mientras con ellos busca desesperado, sus alpargatas debajo del chinchorro. Es entonces cuando se percata de que los había metido, precísamente, en la blancuzca bacinilla que usaba como escupidera; la cual en el desbarajuste salió rodando con estrépito por el piso en círculos entrelazados, inclinada hacia un lado a punto de volcarse y,  haciendo una reguera con la saliva de borracho que contenía en su interior. Emitiendo en su díscolo y serpenteante viaje al mismo tiempo, unos desagradables crujidos al chocar con violencia, primero contra la piedra de amolar  acunada en un rincón del cuarto, después con muchas otras cosas, utensilios y herramientas de uso común en la faena diaria, que también el hombre acostumbraba mantener en aquel lugar.  
    
   Durante el alocado viaje de la cochina vasija sobre las irregularidades del piso de cemento de la pieza, se oían sus desagradables y característicos chasquidos cuando impactaba repetidamente con casi todo a su paso. Al hacerlo contra las cosas duras a lo largo de su curso, el peltre con que estaba hecha se descascaraba desprendiendo pequeños trozos redondeados e irregulares que iban dejando al desnudo el parduzco metal que le servía de base. Aparentando ser luego, negros lunares en el recipiente averiado de fondo blanco ya sucio,  en este caso; dando la impresión podría pensar alguien, que sería ésa la velada intención de Diego, aunque sin él mismo proponérselo en verdad. Porque con el tiempo el estropeado cuenco iba quedando con una apariencia muy similar a la piel de los perros de raza dálmata; irónicamente, tal cual era la de de su fiel y siempre alerta dama de compañía, regalo obligado que habría tomado dada las dolorosas circunstancias en que se vio envuelta, la trágica vida de su verdadera dueña. A la que por cierto le habría puesto Rigoberta para recordar con este nombre a su malograda novia, que en vida llevara ese mismo aunque un tanto estrambótico para una mujer tan bonita, que aquella era. Desaparecida un día en las encrespadas aguas del rio Caroní, durante una atribulada e infausta estancia de excursión amorosa por aquellos predios; el año pasado.
    
   Diego Carrasco  a secas, así le gustaba ser llamado; o, simplemente, Diego. Buscando siempre escabullirse a toda costa de su pomposo nombre no se imaginaba,  que dentro de poco sería el protagonista de la más terrible de las experiencias que hombre alguno pudiera experimentar, entre los apacibles habitantes de aquel pequeño pueblo que lo vio nacer. Aún mucho más grave e intensa, que la vivida durante el trágico caso de su amada novia, Rigoberta Morales Arciniega.  
    
   Por lo pronto se acababa de levantar Diego Carrasco aquel nuevo día, aunque de forma aparatosa y, todavía con sueño, del chinchorro en que había pasado parte de la noche; después que a duras penas regresara del pueblo donde hasta tarde había estado haciéndole compañía entre tragos y rancheras mejicanas a la voluptuosa Isaura García, su hembra de turno. El nuevo empeño de su vida; que habría llegado en sus largos días de desesperación, y soledad, para borrar virtualmente de raíz los recuerdos de aquellos luctuosos momentos al lado de la única mujer que auténticamente habría amado. Cuyo cuerpo sin vida tuvo que soportarlo a su lado cuando entre sollozos y gimoteos lo trajera de regreso, al reaparecer rio abajo después de tres días de ardua búsqueda; protagonizando entonces un penoso y amargo regreso con tan malas noticias a la casa de la malograda joven, originarios del pueblo de Chaguaramas. Cosa rara era aquella de su inusitada lloradera, en un hombre que como él, habría sido criado con la falsa creencia inculcada por su padre y sus abuelos  de que el llanto deshonra a los varones; por lo que desde siempre, tuvo como norma suprema aprendida desde niño muy común a todos los llaneros de su tiempo, siendo un error de concepto, mal interpretado además, no sólo como válvula de escape en la biología misma del individuo; sino también debido a viejos atavismos morales subyacentes en su cultura ancestral, que: “Los hombres no lloran”. Pero en su caso muy particular por la gran proporción de la pérdida sufrida y lo que ello significaba en su vida, habría de apartar Diego aquellos antiguos conceptos juveniles, rémora moralizante de sus mayores, dándole un giro particular al asunto que con el tiempo sería su nueva manera de abordarlo. Entonces;  a partir de allí, como una forma de justificar su llanto por tan irreparable pérdida, empezaría a decir a modo de chanza entre amigos:
“El hombre no llora… Pero, “jipea”…!
    
   Llegadas las seis de la mañana de aquel nuevo día (sábado), como era habitual, Diego Carrasco por fin se levantó impulsado por su particular sentido del deber después de su borrachera anterior; para encarar los trabajos de rutina en el fundo de su propiedad, heredado de su padre hace diez años atrás y,  que demandaba de él su continua atención y dedicación para seguir siendo el próspero enclave que siempre fue. Tal como sus viejos se lo habrían legado. Razón por la cual, con la cabeza aún zumbante, dándole vueltas como un bombo, finalmente se armaría de valor para poner manos a la obra una vez más.
    
    Mientras tanto la hermosa perra dálmata, contrariada por lo sucedido en el chinchorro la madrugada anterior y confundida por la displicente reacción de Diego hacia ella para aquel momento, se hallaba apostada en un lugar más apartado de la entrada a su alcoba, muy distinto a su sitio  preferido que era el suave tapete de felpa donde usualmente descansaba, junto a la mesa de centro de la sala –sitio más próximo que normalmente ocupaba, cuando las cosas entre ellos estaban bien−; con un gran jarrón encima donde regularmente había flores. Esperaba así con ansias el dócil animal a su, aparentemente para ella, por ahora, malagradecido amo; para acompañarlo como de costumbre lo hacía, en su diario trajinar por el monte, y la sabana.  Simplemente sabía que debía hacerlo porque era esa su responsabilidad, además, pese a lo ocurrido, no sentía rencor alguno por aquel; y, que tan sólo fue un mal momento pasajero el cual esperaba se resolviera. Pero Rigoberta había aprendido en el transcurso de la dilatada relación amistosa entre ellos, que al no sentarse en el tapete junto a la mesa con vista a la puerta del cuarto de su dueño, era esto una clara señal de su descontento; que él siempre había sabido apreciar y distinguir. Por consiguiente ahora, tal detalle debería ser tomado en cuenta para resolver lo que habría salido mal, causa de tal desasosiego en el fiel animal... Que por su parte, estaba ocupada lamiéndose los cuartos delanteros, acicalándose el lindo pelaje que tenía en ellos; cuando de  pronto escuchó el chirriar de las resecas bisagras del vano de una puerta, lo que indicaba que ya era el momento de marcharse. Porque la que acababa de abrirse era en la habitación donde Diego descansaba; la primera de las cuatro que tenía la casa por ese lado, a lo largo de un zaguán en herradura que se iniciaba a la derecha por un costado de la espaciosa sala de la vivienda, para luego conectarse con otro mediante un pasillo más ancho cubierto por un alero entejado con vista a los potreros,  en el lado posterior al fondo de la solariega casona. Igual arreglo arquitectónico se repetía por la mano contraria de la misma estancia donde ahora estaban a punto de reencontrarse, Diego Carrasco y su leal dama de compañía, que atendía al nombre de Rigoberta. Tal era aquella parte tan acogedora de la vieja construcción del hato, que databa del siglo pasado. Permanecía Rigoberta esta vez, retirada unos diez pasos de la puerta por donde sabía de antemano, aparecería en algún momento su querido dueño. Posada descansando frente a la boca del zaguán por donde corrían los otros cuartos de la casa, del lado izquierdo, contrarios a los que seguían luego del que Diego ocupaba, en el ala derecha.
    
    A los lados sobre las paredes, colgaban cuadros con motivos de cacería, pesca, escenas propias de la doma de caballos y, arreo de ganado; junto a los viejos y agrisados retratos familiares de Diego. Con otro, un tanto fuera de lugar por estos lares, que recreaba una soleada playa del mar Caribe llena de gente, tolditos multicolores y, a rayas. Comprado en el Paseo Colón de Puerto La Cruz, la primera y última vez que Diego vio el mar, andando en esa oportunidad con su novia Rigoberta Morales la vez que se le murió. Más allá, después de todo aquello, detrás de la noble perra podía verse un armario construido en madera barnizada de color marrón, con varias escopetas sostenidas en unos receptáculos, con la boca de los cañones hacia arriba; aseguradas con unas cadenas plateadas, enganchadas todas a un candado.
     
 ...En un compartimiento lateral del mismo mueble a la derecha de las escopetas, a través de un vidrio cristalino de seguridad podían verse en sus estuches de lujo, abiertos para que fueran admirados por quienes apreciaran estas cosas entre sus visitantes, cinco pistolas y revólveres de fabricación estadounidense; de modelos viejos, más bien antiguo. Destacaba entre ellos un revolver Colt calibre .44 especial, que hacía un vistoso juego con su impresionante trabajo de arabescos, grabado en el acero del cañón y también en torno a la masa, en los que mostraba además un discreto brillo; junto a su bello trabajo de artesanía, tanto en la cacha como en el estuche mismo que lo contenía. Incrustado en él, según su forma, en la suave textura del fieltro verde con que estaba hecho. Contenido como un todo, en una linda caja de nogal en cuya cara interna de la tapa abierta, podía apreciarse en su forro de seda blanca envejecida exprofeso, un dibujo en tinta china del edificio fabril donde Samuel Colt fundara su imperio armamentístico mecánico, junto al rio del mismo nombre, en Connecticut. Adornaba la cima del edificio central en el grabado, la estatua en broce de un potro parado en sus dos patas traseras en actitud desafiante. Cuya estampa en el animal, recordaba el mismo apellido del dueño, al mismo tiempo prolífico inventor.
   Cuando la moteada Rigoberta finalmente vio a Diego parado allá, con su robusta figura recortada entre el marco de la puerta, rematada la parte superior del mismo por una caramera de venado de doce puntas que con orgullo exhibía como trofeo de ambos en realidad; puesto que fue ella, quien con su agudo olfato, persistencia en el seguimiento de las huellas dejadas por la presa y, su valentía para enfrentarse a la misma, quien la acorralara entre unos matorrales. Materializando de hecho, el preámbulo de la luctuosa tragedia final en la negra muerte de aquel otro animal, el que finalmente caería rendido, ante los certeros disparos de la carabina morocha de Diego, se paró con la gracia que la caracterizaba y trotó decidida hacia él, sin resentimientos; pasando inadvertidamente y muy oronda por encima del amplio tapete debajo de la mesa de centro, puesta sobre éste. Encima de la cual, había un bello jarrón de boca ancha ejecutado en arte Murano, con flores resecas en su interior; prueba inequívoca de que la señora Petra, la que hacía los oficios de la casa, no había portado por allí aquel fin de semana. Lugar habitual donde Rigoberta, en otras circunstancias esperaba a Diego. Enseguida el hombre, al mirar de dónde venía la bella dálmata de inmediato se percató de que seguramente habría cometido algún error hacia ella,  recibiéndola de su parte con un cálido saludo en respuesta a sus nobles insinuaciones, mientras la misma trataba de poner sus dos patas delanteras sobre la cintura del recién llegado; quien la atajó con suavidad, agachándose para sostenerla entre sus brazos. Después le acarició cariñosamente la cabeza, también entre sus orejas y el pecho;  abrazándola, diciéndole con suaves palabras lo mucho que la quería y, que recibiera sus disculpas… Con lo que todo volvería a ser igual entre ellos, después de una olvidadiza y estrepitosa  borrachera. ¡Tan sólo éso, y nada más!
   
   Apenas si se asomaban con timidez las níveas líneas de claridad matutina por encima de las greñudas cabezas del palmaritar a lo lejos; dando la apariencia de un montón de gentes que también acababan de levantarse, haciendo cola para ir al baño, a la espera de asearse y peinarse frente al espejo de la laguna. Iniciándose de nuevo, una vez más, lo que ineluctablemente se tiene pautado para ellas, también en su efímera vida.
   
   Cuando Diego Carrasco visualizó aquello, aún aturdido, con determinación espoleó suavemente los ijares de su caballo de brega, al tiempo que emitía un ligero chasquido con sus labios que indicaba su inequívoca decisión de emprender la marcha siempre escoltado por su fiel Rigoberta. Poniéndose en movimiento hacia el apartado palmar que los esperaba,  para devolverles las reses que el día anterior, aprovechándose de los devaneos del patrón enamoradizo habían quedado de su suerte vagando al garete por el ancho rango del campo abierto. Fueron encontradas las reses echadas entonces en el suelo sobre la hierba humedecida por el rocío mañanero, rumiando cada una, su respectiva porción de las sabrosas bayas de fruta è palma regadas a montones por todo el lugar.  Era ésa, la rutina diaria de un hombre venezolano sencillo, habitante endémico del llano. Sólo que; en su caso, por ser uno muy mujeriego además de tomador, entonces se la pasaba metiéndose en problemas y, en extrañas situaciones con otros hombres que de una u otra forma se sentían afectados por sus desmedidas aunque naturales inclinaciones hacia el género  opuesto. Casualmente como en el caso del que aquí sería su víctima y, extrañamente también su amigo, don Petronio Corrales.
  
   Terminaba así la hora cero, en un día cualquiera de la convulsa vida de Diego Carrasco. Dándose inicio en consecuencia, a un corto pero significativo período de tiempo de veinticuatro horas en que, los diferentes avatares de su existencia hasta ahora, configurarían otros jamás soñados por él. Ni por ningún hombre común y corriente en circunstancias análogas a la suya. Será a partir de allí, precísamente, cuando arranque de forma efectiva el fatídico conteo de tiempo hacia su auto aniquilación; en la vida de aquel hombre. Que no sólo llorará contrario a lo que de niño, le fuera inculcado, sino que además lo hará, con lágrimas de sangre; en un odioso desmentido sobre lo que al respecto, su padre y sus abuelos opinaban… Y con él a la cabeza, convocará para ser acompañado cual plañideras tarifadas, a muchísimas personas más. Tanto de su familia como de otras, en todo ese pueblo que lo vio nacer; conocido como La Atascosa, en el mítico llano guariqueño.

     ...Hasta aquí, llegamos hoy. Continuará...!

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          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...