viernes, 23 de noviembre de 2018


                                               




           Buenas tardes amigos. Hoy traigo para ustedes, lo que vendría a ser la introducción de mi libro número cinco, actualmente también a la venta en las tiendas Amazon de todo el mundo; haciendo con esta entrega un pequeño paréntesis en la historia por capítulos que he venido haciendo, del libro uno Evasiones de Hilario Coba.                                   
                            
                              
          ...A continuación, he aquí las incidencias, de:





                            

                                 *** MEMORIAS DEL PUNJAB***
                                 (La Gran Aventura de Andrómaca y Sayed)      


                                                     En honor a mi amigo:
                                                          Alí Mohammed.
                                                              (1971/1990)  

                                   

                                                                       I

     Con vertiginosos, resoplantes borbotones de candente blanquísimo vapor, va envuelta la pesada figura de una muy agrisada y, casi negra, maquinaria en movimiento de un tren; que rodando con estridencia a través de los oscuros recovecos de la vía férrea va escindiendo la noche, a través de la húmeda y sombría selva. Entonces encendida hacia adelante, también a los costados en un ángulo de unos sesenta grados desde su trompa, por las columnas de sus potentes faroles de arco voltaico que se empeñan en apagar a toda costa, las tenues luminarias de los indefensos cocuyos del monte; lo que irremediablemente ocurre,  con total impunidad. Igualmente, silencia con su tronío los rítmicos chirríos musicales de los grillos que asustados, huyen por su vida junto a los bichos de luz, brincando en desconcierto hacia lo más intrincado de la alfombrada espesura del biodiverso, dadivoso soto bosque; emplazado allá más abajo. Donde con bondad son recibidos como huéspedes momentáneos y circunstanciales, aventados con violencia de su nivel natural, pero escapando milagrosamente recobrando así la seguridad ya perdida; entre sus múltiples habitantes que por lo pronto, se encuentran en oportuna dormición.  
     
     Es allí cuando caen en cuenta haciendo un balance de sus repentinas penurias y, entre sentidos lamentos, que han sido obligados a abandonar por imperio de la fuerza sus propios espacios ya tradicionales pero también, a recoger sus atriles siempre desplegados que usualmente sostienen las delgadas hojas del papiro, donde a diario apuntan sus notas musicales; junto con los traslúcidos, muy minúsculos frasquitos en forma de ánfora contentivos de sus olorosas feromonas, con que las acicalan… Antes de echarlas a volar en alas del viento, para que vayan tras la búsqueda hasta el más recóndito de los rincones del mágico y caluroso carrascal, de alguna enamorada grillita que nerviosa espera posada de piernas cruzadas,  sobre el pétalo de una flor; contemplando el paisaje boscoso en donde habita y, pendiente por recibir, la anhelada señal de su amado.
     
     Sin  embargo allí verá pasar el tiempo y con él, también la vida —pensando así en lo peor, en lo que pudiera pasar, al dejarse llevar por un oscuro presentimiento; convenciéndose de que siendo de ese modo ya nada tendría sentido para ella, ni siquiera su existencia—, “deshojando lentamente la margarita” de sus tormentos con su ojosa mirada entristecida remarcada por sus rizadas pestañas de chica coqueta abandonada, olvidada, perdida en la sinuosidad del camino que conduce a sus dominios más familiares; y, por tanto, el legado de sus padres. Hasta donde al parecer, según sus aprensiones, se atreven a llegar aunque como un rumor apagándose en la lejanía los zumbidos pulsantes, de aquel acerado monstruo ensordecedor; causante de su odiosa debacle.
   
     Ante semejante arbitrio de unos recién llegados arribistas, se habría quebrantado así la natural persistencia de la solitaria pareja destinataria del abortado mensaje cifrado de su amado; que sin saberlo, con certeza estaría entonces sufriendo horrores y, lamentando, la amargura  de su cruel destino en algún lugar de la floresta… La que al ser violada en sus costumbres de siempre marcada por sus ancestros, actuará en consecuencia de algún modo que propenda a conservar su total integridad, dispuesta a defenderse a sí misma; pero también a sus más débiles criaturas. Por lo que decidida, se dispone a hacer valer su vegetal autodeterminación oponiéndose con lo único que tiene, su vida misma, al gigantesco artilugio mecánico que ha venido a interrumpir el sagrado proceso creador institucionalizado en siglos por los hados protectores de la vida en las selvas tropicales, mágicos habitantes de las profundidades en sus invernales espacios terrenales… Protestando inmediatamente la verde jungla con su enérgico rechazo, al despiadado demonio rodante de articulada siderurgia que con su rabiosa bullaranga tan sólo parece obedecer a la lógica de las leyes de la mecánica y, la termodinámica; sin más contemplaciones por lo ya creado. Quizás ni siquiera aquellas, que lo fueron antes que ellas mismas.
     
     En todo caso, la pretendida defensa con que de pronto responde la enorme y extraordinaria espesura de la jungla plantándose con valentía delante de semejante intromisión, es ejercida a costa de su propia integridad mediante la acción de sus fuertes, flexibles y retorcidas lianas; que emergen por cientos en caída libre cada cierto trecho del trazado y, a través, del tupido entramado conformado por la herbaria frondosidad desde sus altos techos de verdes hojas… Estrellándose cual soldados suicidas de un selecto ejército de obedientes y bien entrenados Muyahidines, convencidos a pie juntillas de que vienen a restablecer el orden impartido desde las sagradas escrituras del Corán; cayendo furibundos con todas sus fuerzas sobre el metálico capacete de los apersogados carruajes del aparato en frenético movimiento, que renuentemente y, sin embargo,  continuará  envistiendo la densa espesura en medio de la noche… Pero insistentemente por su parte, a juzgar por la férrea decisión de la jungla de no dejarse someter por el intruso, entonces se va dibujando en la determinación de ambos combatientes el deseo mutuo de quererse aniquilar; confirmándose en la disputa el despliegue de una verdadera batalla en que la naturaleza le seguirá respondiendo al invasor como ahora mismo lo hace… Mediante un enjambre de sus fuertes bejucos que con la resistencia del acero pareciera constantemente estar compitiendo entre sí, al querer asir de primero a la robusta maquinaria con toda su potencia acerina combinada; introduciéndose por todas partes en la forma de dedos, brazos y garras, a través de las sucias ventanillas de sus vagones —aún en las de vidrios rotos, con los que eventualmente pudieran lastimarse—, pero también por los distintos salientes y hendiduras propias de la configuración del modelaje tecnológico, del furibundo vehículo.
     
     Finalmente y, muy a su pesar, con todo el desempeño de hasta el último de sus soldados de elite que uno tras otro fueron cayendo ante semejante despliegue de poder, impunemente continuará en su frenética marcha —una vez recuperada la forma original de su cuerpo  afectado severamente en la degollina cruzada, por la acción de sus enemigos; comportándose extrañamente los materiales con que estaba hecho, sin embargo, como si estuvieran poseídos de una diabólica memoria—, el alocado tren en su rauda evasión; indetenible e imperturbable,  sabiéndose entonces vencedor del virulento ataque con que la selva intentaba detenerlo, aún mediante el uso de su "único y más reservado recurso armado”… Así que ya totalmente libre de nuevo como siempre ha sido, allá va el belicoso carromato largo y curvilíneo como un ciempiés, rasgando el velo de la fría aunque húmeda noche del Punjab con sus masivos y acalorados nubarrones que le salen en tropel por las anchurosas bocas de sus toberas, muy típico de estas bestias; con lo que va dejando tras de sí una despresurizada nube que poco a poco se integra a la humedad natural del boscoso ambiente, pero agregando al paisaje como detritus de su petulante intervención un acre olor a alquitrán, gomas, y aceite quemado de motor… Lo que provoca junto al odioso ruido que produce, la insólita perplejidad de los normalmente inquietos y azarosos monos gibones, habitantes endémicos de la región que por las condiciones del momento adquieren una extraña pasividad que los hace asomarse con desgano, aunque cierto interés sólo en algunos, a través de los claros entre las ramas de sus escondrijos; dejando ver cómicamente sus entonces agrandados ojos amarillos —semejantes a faros de azufre—, aguarapados en exceso, sin ninguna necesidad, por la despiadada intervención del hombre en sus sagrados asuntos domésticos particulares.  
     
     En definitiva se trata todo este embrollo lamentable, del despiadado tren de fabricación inglesa que en un santiamén pareciendo estar poseído por el más revanchista y obscuro espíritu de venganza —tal vez cual “Cristine”, la recuerdan…? El famoso carro rojo dos puertas marca Plymouth modelo Fury del año 1958, protagonista de la taquillera película homónima basada en la novela del mismo nombre, del prolífico autor estadounidense Stephen King—, exterminaría miles de vidas a su paso por el bosque en flagrante violación de sus espacios según los más sagrados preceptos de las milenarias tradiciones punjábicas, para la defensa de la  espesura.  
     
     Identificado por cierto este aparato para la posteridad —cuando en algún juicio se le aplique la ley, ya sea en éste o en otro mundo— con el muy significativo número 18847, quién sabe desde cuánto tiempo atrás, quizás de mucho antes de lo ocurrido aquí, en este país; y, el cual lleva encerrado en un ovalo ejecutado en alto relieve, sobre la fundición de metal en el frontal de su bullosa locomotora... Pero remarcado toscamente en su caso tal identificación por algún obrero cooperativista de precario pulso  (eufórico aún seguramente durante la resaca de un lunes, posterior a los naturales festejos en La India por su libertad bien merecida; y,  consecuencia directa de la independencia ganada en buena lid al mayor imperio del mundo con la obstinada guía personal de su viejo líder, también llamado por todos: “Bapu” —padrecito—. Quien usara en esta lucha como era ya costumbre, su única arma de defensa, la “no violencia”; por siempre sujetado con firmeza a la verdad, basado en sus más preclaros ideales y férrea convicción en la Ahimsa y la Satyagraha. Divinamente inspirado para la aplicación de dichos conceptos en la vida real, muy especialmente en el terrible drama que por aquellos días vivía su nación, en las  enseñanzas aprendidas de los sagrados Upanishads hinduistas, y de la fuerza moral −según él lo declaró en vida−, en las palabras de Jesús de Nazaret en el Sermón de la Montaña. Mateo 5, 1; 7, 28), sosteniendo tal vez un pincel con pintura roja entre sus temblorosas manos; probablemente durante alguna rudimentaria labor de mantenimiento para la compañía indo-persa a la cual entonces pertenece y que, se hizo cargo de la vieja línea de transporte, junto con todos sus activos… La cual, habría sido “cedida al pueblo” mediante concesiones graciosas del nuevo gobierno nacionalista indio de corte socialista moderado y, ahora también legítimo; heredero hoy con justicia de todo aquello que en tiempos del grosero régimen inglés, fuera regentado por corruptos agentes comisionistas  a nombre de la corona británica.


     (…Por cierto, régimen dictatorial extranjero impuesto en aquel país a mediados del siglo XIX, aproximadamente desde 1856,  hasta que fuera defenestrado del alto podio que ocupara por más de dieciocho lustros, en el año 1947. Gracias a las legendarias acciones de su eximio guía, aquel “faquir sedicioso que sube medio desnudo las escalinatas de palacio del Virrey”, tal y como con desprecio trataría de descalificarlo en su nota textual, Sir Winston Churchill; tal vez el más lamentable desacierto de su “gloriosa” carrera como hombre público —aún por encima de su propio desastre en Galípoli—. Lo que ciertamente no hizo mella en la intensión del pueblo hindú respecto de aquel ilustre aludido, al distinguirlo más bien con el honorífico título religioso de: Mahatma. “Alma Grande”; en su traducción del sanscrito y, lengua clásica de este pueblo milenario… Trastocando así para la historia, su verdadero y humilde nombre, Mohandas Karamchand  (Ghandhi), en ese otro que sería mucho más brillante; llevado por él con auténtico orgullo, como cosa rara en un individuo de su clase no afanado a la adulación, grandilocuencia, ni a los altos podios. Que a su entender lo cargaba a cuestas únicamente como “símbolo heráldico de su armorial”, de: Sencillez, humildad, temple, determinación, y coraje; por nombrar tan sólo algunas de sus cualidades… En un hombre que ha sido en verdad, bañado con la luminosa sabiduría del Sr. Rama cuyo nombre fue lo único que vino a sus labios en sus últimos momentos de vida, cuando ya casi dejaba este mundo; pronunciándolo antes de morir… Seguramente para pedir perdón hasta por el mismo causante de su desgracia; al caer abatido por las balas de un necio asesino. Siendo su vida sin lugar a dudas, un auténtico ejemplo  para toda la humanidad. "Oh, Rama...!" Fue lo único que se escuchó, ahogado por los gritos de dolor de sus auxiliares en la nutrida reunión; despues de los disparos...!).
    
    
   ...Por su parte, inocentes de las duras penurias que semejante máquina en que viajaban iba imponiendo en los más desvalidos seres del entorno, ocupando uno de los desmejorados camarotes del viejo tren y, adormitados en el reservado para los pasajeros de segunda clase, descansaba un hombre viejo ya bien entrado en años apoyado en hombros de su mujer echada también a un lado; rendidos por el sopor, y el sueño. Soportando la pobre mujer —menos mal porque al menos, estaba dormida—, la aún masiva complexión de su marido que sin embargo, la rebasaba en edad al menos por unos diez años; pero mucho más, vencida por su voluminosa y, estática carga.  Viajaban ellos solos esta vez, sin sus hijos que eran dos —Andrómaca, y Viktor—,  ni con ningún otro familiar, o amigo. Tan sólo podía verse como su acompañante de viaje, un escueto equipaje que reposaba holgado  sobre el largo entrepaño de mimbre, con forma de cesta, que corría a lo largo de las paredes del carro, allá arriba y, cercano al techo. La vista de los dos ancianos era en verdad, un contraste:
      
     Él; todavía algo fuerte, corpulento, con el pecho de un toro como el del legendario Minotauro, según decían sus amigos desde joven; aunque ahora bastante arrugado. Se le apreciaba robusto aún, de marcado aspecto boyuno, todo canoso, entonces un tanto encorvado y, bastante achacoso.
     
   Ella; muy flaca, alta, frágil, también encorvada, aunque conservaba todavía las reminiscencias de su belleza de tiempos idos. Exhibía aún la serena dulzura de su bien encuadrado rostro, pero visiblemente marcado por profundas arrugas, con acentuados surcos en “pata e’ gallina” a ambos lados de sus otrora, bellos ojos.  
     
     Se trataba esta pareja del matrimonio conformado por Sayed Katay Rawalpandi, y su inseparable esposa, Helena Andrómaca  Polidourius; quienes esa noche ya llevaban una semana de travesía desde el Caribe en América del Sur, en su prolongada aventura hasta La India. Habiendo hecho la primera parada de su largo viaje, ya en ese territorio, en la bulliciosa ciudad de Delhi, su capital —país de origen del señor Sayed—, donde se embarcaron de nuevo en otro tren para seguir viajando, entonces hacia el interior de aquella gran nación. Intentando llegar por este medio cabalgando a través de intrincados caminos y vías, a la budista ciudad de Dharamsala, en el Noroeste del Estado de Himachal Pradesh; y, también al noroeste, de esta república como tal. Hasta donde llegaba por cierto el trazado de la vía férrea por ese lado  —consecuencia de los graves daños causados por el violento terremoto del año mil novecientos cinco, en esta zona; momento en el cual, el imperio británico abandonó el desarrollo del tren más allá de esa montañosa región considerada desde entonces también, muy sísmica en extremo—, para luego continuar su viaje por carretera.
     
    No obstante saber que tenían la posibilidad de transitar por otros rumbos que le harían más ligero el viaje hasta su pueblo, la anciana pareja había tomado éste porque el señor Sayed quería complacer a su esposa Helena; en algo así como lo que sería, su regalo postrero. Puesto que, siempre ella le habría dicho que antes de morir, deseaba estar en un monasterio en Dharamsala ante la presencia del Dalai Lama; de quien sabía, vivía por aquellos tiempos en esa ciudad, hacia donde iban. Todavía les quedaría por  recorrer a partir de allí, después de éso, a los cansados esposos Katay−Polidourius unos ochenticinco, o tal vez noventa kilómetros más para llegar a su destino final; viajando en auto con rumbo siempre al oeste desde esta religiosa ciudad hacia y, a donde se dirigían. Hasta arribar a una pequeña población de nombre Shahpur ubicada en el Distrito de Gurdaspur, al norte de su querido Punjab. 
   
     Este pueblo Shahpur en el Punjab indio, por cierto, era el asiento amado final, de lo que fue la familia del señor Sayed en los lejanos tiempos de su temprana juventud al lado de sus padres, hermanos, muchos tíos y, demás parientes. Resultado de la que fuera en el pasado, mucho más lejano aún, su primigenia y numerosa parentela de antaño; cuyos patriarcas fundadores por el lado de su padre procedentes en principio del estado de Guyarat, más al oeste del país, se asentarían al llegar con sus familias, precísamente en esa zona; en las ya lejanas épocas de aquellos emblemáticos peregrinajes entre el mediano y, lejano oriente. Quiénes visitaran esta parte del mundo —oeste de La India—, por primera vez, estableciéndose definitivamente allí; a finales del tercer quinto del siglo diecinueve. Como consecuencia de las tradicionales, dilatadas, y penosas marchas del grupo originario que se dispuso a llegar por allí a este país, junto a tantos otros; en las postrimerías del siglo XVII a través de la Ruta de la Seda, procedentes de algunos lejanos lugares en el Golfo Pérsico. Pero una vez allí, con el correr del tiempo después de varias generaciones de integración familiar, de acuerdo con las distintas influencias culturales indias y punjábicas, su estirpe se iría decantando hacia diferentes creencias de las muchas que pueblan esta convulsionada región del mundo.
   
    Sayed Samir Katay Rawalpandi —era éste, su nombre completo—, de hecho tenía una mezcla de las principales tendencias religiosas y culturales que por allí había, viviendo en sana paz con todas ellas, pues no era un hombre radical mucho menos de pensamientos fundamentalistas; a propósito de las dos más renuentes y, reaccionarias de la zona. Eran éstas por una parte el Hinduismo, estratificado y variopinto; y, el otro el Islam, que por principio suele considerarse como único, y el más puro… En conjunción con una tercera, que viene a ser como la bisagra entre ambas,  por decirlo de alguna forma y, muy especialmente con base en su consagrado pacifismo: El Budismo. Tradiciones religiosas al lado de otras más, dentro de las cuales finalmente, se habría criado el joven Sayed.
      
   Su padre Yibril Abdelcader Katay era netamente islámico, aunque también un hombre justo y respetuoso de las creencias de los demás; mientras que su madre Prajapati Abhilasha Rawalpandi por su parte, una budista consagrada y, nativa del lugar. Pero sin embargo muchos de los miembros de la familia a las cuales pertenecían especialmente en el caso de su madre, era de tendencia hinduista. Así, pasaron a constituir un caso de unión muy particular que, aunque extraño, no era inédito en esos lejanos tiempos en los cuales estas cosas se arreglaban con una sustanciosa dote; y, sobornos muy sutiles por debajo de la mesa a algunos corruptos líderes tribales que, hechos los pendejos, "solían hacerse de la vista gorda". Dándose por aquellos días en que estas cosas pasaron, un raro caso de amor sublime en la pareja que ellos conformaban; con un inmenso aporte de tolerancia mutua entre ambos, culturalmente hablando.
     
     Cuando el pequeño Sayed era muy niño, igual se sentía feliz mientras acompañaba a su madre a los ritos y templos de su religión natural, el budismo; que asistiendo con su padre a los suyos. Como por ejemplo a las dos mezquitas que había para la época en su entonces pequeño pueblo, Shahpur. Incluso una vez su padre lo llevó a La Meca, en Arabia Saudita, y circunvalaron juntos el sagrado santuario de La Kaaba cuando cumplió su mayoría de edad; por allá en el año mil ochocientos noventa.
     
     …También solía recordar Sayed, con muchísimo cariño, las experiencias religiosas junto a su madre la piadosa Prajapati, aquellos lejanos tiempos de su niñez en que se acostumbraba en determinada época del año, entre algunos miembros adultos de su familia, irse marchando en peregrinación con muchas otras personas de su misma fe, por los diferentes monasterios del valle del Kangra;  cercano a su pueblo y, en el que los había por decenas.  
     
    …En aquellos viajes —decía—, lo que más le gustaba al joven Sayed era jugar con los monos que prácticamente convivían en casi todos los templos junto con los monjes, que a pesar de las desagradables travesuras de los micos, cuidadosamente los apartaban con extremada calma y bondad; al acercárseles nerviosamente, husmeando en las cercanías de sus tazas de arroz. O; cuando se les subían por sus azafranadas y, sencillas ropas, incluso hasta en sus rapadas cabezas, curucuteando entre sus oídos mientras ronzando masticaban frenéticos la dura corteza de la nuez del mango, que tanto les gustaba. Lo que eran risas y risas  entre el pequeño Sayed, y la comitiva que formada con otros niños de su  misma edad, que igual se divertían con estas cosas. Mientras lo hacían, veían que los primates se hartaban también de pitahaya, pomarrosa, y tamarindo; de los muchos árboles que en los alrededores había en los sombreados patios de los grandes monasterios. Luego todos los niños se entretenían lanzando algunos restos a los monos, entre risas y pequeños disparates en realidad sin ninguna malicia, pero al ser sorprendidos por los monjes eran reprendidos con severidad por lo que los religiosos estimaban habrían sido unas malas acciones de su parte; al considerar sagradas a estas criaturas, además.
    
   …Entonces cuando estas cosas sucedían, los traviesos muchachitos salían corriendo; unos apenados otros risueños, algunos hasta maldiciendo —según el tipo de carácter, o moralidad que ya fuera aflorando en ellos— a lo largo de los oscuros corredores del templo entre las almagradas paredes de adobe y, de bahareque, que normalmente circundaban este tipo de edificaciones en el valle. De todas maneras no se escapaban, porque algunos de los monjes más jóvenes los perseguían escoba en mano, y los obligaban a barrer los espacios que habían ensuciado usando unos grandes escobillones generalmente de millo, o, de hojas verdes del monte; confeccionados por los devotos religiosos allí en su propio monasterio. Les decían que si se negaban se lo dirían a sus padres cuando salieran, ya desocupados de sus labores de adoración a Buda, en el interior del santuario; lo que significaría una vergüenza muy grande para los representantes de estos niños quienes en sus próximas visitas no podrían traerlos de nuevo. Pues; quedaban “fichados” por así decirlo, porque los monjes registraban sus nombres y faltas en unas duras tablillas que usaban para éso, hechas por ellos mismos con fibras de bambú, y un engrudo aglutinante preparado con la cera y, miel de algunas abejas.


   ...CONTINUARÁ,,,!

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          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...