Buenos días mis
amigos. Ante todo les deseo una feliz navidad y un próspero año nuevo. Esta vez
traigo para ustedes las peripecias de nuestro amigo Hilario Coba —"Hildebrando
Brando"—, en el viejo continente; como estudiante latino en la ciudad
de París.
Tomado del capítulo número doce —"Penúltimo Viaje"— del libro Las Evasiones de Hilario Coba. Correspondiente a la saga "Relatos Oníricos de La Atascosa".
Tomado del capítulo número doce —"Penúltimo Viaje"— del libro Las Evasiones de Hilario Coba. Correspondiente a la saga "Relatos Oníricos de La Atascosa".
- 1.12.- Penúltimo Viaje
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o ---
…De pronto, como impulsado por un resorte, Norberto Montiel
alias "El golfo" se despertó cuando escuchó el agudo y persistente
sonido de un característico silbato acompañado por un rumor trepidante, cuando
cayó en cuenta que había sido traído, una vez más, al mundo real;
por la inoportuna acción del paso del
ferrocarril por detrás y por encima de su casa —entonces restaurada, remozada y
adaptada a los nuevos tiempos—, en su querida Maracay… En una clara analogía
citadina que lo retrotrajo, a viejas vivencias parisinas, junto a su recordado
amigo Hilario; o, "Hildebrando Brando". También llamado "El
enhebrante" —especialmente por su sobrino Goyo y, sus más íntimos amigos
del pueblo de La Atascosa—; con cuyos relatos había estado soñando, antes del
paso de la rumorosa máquina.
…Se encontraba ese día en la que había sido
la casa de sus padres, donde vivió de joven, hasta el día en que se fue a
estudiar a Europa de donde seis años después volvió; además de un sagaz
abogado, un hombre ya casado. Se había quedado dormido después del almuerzo.
Cuando estaba de visita a sus hermanas que aún la habitaban, Matilde y Nicasia;
entonces ya no tan jóvenes.
“…Caramba, me quedé dormido; tengo que irme,
se me hace tarde. Chao…! —Dijo, y salió apurado—.
…Ya en el auto, iba pensando en los
preparativos de su próximo cumpleaños.
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“…Y; después
de tanto tiempo. ¡Quién lo iba a creer! Me conseguí un día en la mismísima ciudad de París, a ese amigo sin igual —del que ni
siquiera entonces, sabía su verdadero nombre, aún conociéndonos de tantos años y, cuando casi se convirtiera en cuñado por mi hermana Matilde; lo que lamento no
prosperara—; Hilde. ¿Pueden
creerlo? Mismo de aquellas viejas y agradables
tertulias literarias aquí en Maracay; el que entonces, al
haber estado yo en su pueblo de visita a su familia y, por petición suya, que
si moría primero dijo que así lo
hiciera, me entero que su verdadero nombre en realidad,
era Hilario de Jesús Coba…!"
Esto
le contaba a su esposa Norberto Montiel, alias “El Golfo”, el día de su onomástico número
66, durante una amena reunión
familiar por tal motivo junto
a sus hijos ya mayores;
y, unos cuantos colegas suyos,
abogados como él. Lo que vino a colación
porque en los días recientes los recuerdos con aquel viejo
amigo se habrían hecho extrañamente recurrentes, refiriéndose a su anterior
episodio —en casa de sus parientes— y, después también cuando echaba un camarón.
Esta vez en su oficina.
“…Sí, sí, allí mismo
—dijo—; sentado en mi silla de escritorio con las botas sobre el mismo y,
la luz apagada. Adormitando en la diaria siesta que acostumbro hacer en medio
de la jornada, en mi propio bufete aquí mismo —el de Maracay, porque también
tenía otro en Valencia—; mientras escuchaba a lo lejos recordando la ciudad luz
en compañía de él, el persistente tableteo de las ruedas del tren sobre la vía. Aunque ahora, por encima de la avenida Las Delicias…
No en nuestra vieja buhardilla en donde nos alojamos por un buen tiempo allá,
para capear el temporal en nuestras estrecheces económicas de estudiantes
latinos —ávidos de mundo pero con muy pocos Francos en los bolsillos—, ubicada
por cierto en un frio edificio de la rue Dauphine del emblemático barrio
Saint-Germain-des-Prés; justo frente a la estación del Metro con igual nombre.
Misma donde estuvo y, prácticamente al lado, del legendario cabaret Le Tabou;
en que casi se escuchaba al pasar en las noches
por la acera frente a su fachada, la música de los jazz men. Con el gran
Charlie Parker a la cabeza…!”.
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…Así que —siguiendo con el relato—, cuando Hilario por fin llegó
a aquel lejano y educado país europeo tenía
con razón una mezcla de sentimientos
encontrados, en medio de un total apabullamiento por su grandeza y belleza
(Esto fue lo que me contó, cuando por fin nos vimos allá por primera
vez)… Había arribado al Aeropuerto Charles De Gaulle una gélida
noche de invierno, totalmente inocente de los apuros que allí tendría que vivir
por espacio de unas cuantas estresantes horas a la espera de su contacto venezolano
—ese era yo, que actualmente en serios apuros me encontraba, en contra de mi voluntad;
aún sin poder llegar para poder cumplir con mi compromiso ante él—, amigo suyo que
tenían tiempo sin verse y, del que al final no sabía por qué razón no estaba presente, pero lo cierto fue que al ver aquello empezó a dudar si
realmente se presentaría. Mientras tanto
se mantuvo ahí sumamente
preocupado sin saber qué pasaba, resguardándose como podía del intenso frio que
parecía taladrar las gruesas capas de tela de su abrigo. Comprado en Caracas
sobre la marcha, obviamente no el más adecuado, pero fue allí donde lo supo
realmente; manteniéndose en calor muy precariamente en ese momento. Para lo
cual se dirigió a una parte del aeropuerto donde veía que se metían algunas personas
más o menos en su misma condición, donde empezó
a sentir una leve mejoría
en las condiciones del momento —pensó él; tal vez
desafortunados viajeros perdidos, inmigrantes de la zona del Levante
mediterráneo buscando acomodo a las difíciles condiciones de vida en sus
convulsionados países, según había leído en la prensa venezolana algunas veces.
O; sencillamente, simples y menesterosos indigentes o "clochards", a
decir del escritor Julio Cortázar. Incluso franceses legítimos, que también habría—;
por lo cual "hecho el cara e’ gato, como quien no quiere la cosa", se
fue acercando a ellos tratando de socializar… Pero no, sentía que no lograba
encajar y, entonces, más bien pensó en un "plan B" —como se dice—.
"…No sabía ni la o por lo redondo del francés" sin
embargo, una vez convencido de que su amigo finalmente no llegaría, Hilario
se puso en marcha con otra idea para dormir esa noche de
una forma más o menos decente, no
aquello y, como sí se conducía bastante bien en el idioma del Norte del río
grande, se las arregló para hacerse entender de turista logrando que un taxista
lo condujera al hotel donde ya tenía una reservación —al menos por esa noche".
Al día siguiente bajó al lobby y parloteó más o menos en ingles
con un pulcro y circunspecto empleado de uniforme, ubicado enhiesto detrás del
aparador donde había una campanilla plateada encima, con el que se hizo
entender aduciendo que esperaría a un amigo, sentado allí; lo cual parece fue aceptado por la cortesía con que
el sujeto lo condujo a un juego de mullidos y capitoneados muebles, donde hasta
un desayuno con "cruasán y café con leche" le fue servido por una
camarera que además, algo risueña puso en sus manos una vez terminado, un
ejemplar del diario Le Fígaro — obviamente en
francés—.
Visiblemente asombrado simplemente se dedicó a hojear el periódico, en cuyos titulares
sin embargo se forzaba por comprender lo que decía,
entendiendo de hecho algunas
palabras sueltas en los textos y, por ser esta escritura una lengua romance
como la suya se dio cuenta por
primera vez de que si la estudiaba con empeño, como siempre hacía las cosas,
quizás más temprano que tarde lograría comunicarse a través de ella. Pasaba el
tiempo. De nuevo Hilario comenzó a preocuparse al notar que su amigo aún no aparecía y, estaba prácticamente aislado en un país desconocido donde
tan sólo dependía de sí mismo para la solución
de sus problemas, no sabiendo cómo hacer en las próximas horas para resolverlo.
Sin embargo, al no ser encontrado en
el aeropuerto aquel lógicamente sabría que el
otro lugar lógico donde debía buscarlo sería en el hotel, por lo que se
dio cuenta que no ganaba nada con angustiarse de ese modo y, sencillamente
decidió relajarse; dando tiempo a que
simplemente, de un momento a otro su
contacto se presentara. Al fin de cuentas no siempre se puede estar sentado cómodamente en un bonito lugar de la
llamada ciudad luz, París, por cuanto se dedicaría más bien a disfrutar de su
estadía allí; del ambiente que exudaba arte por todas partes, su rica y bella
arquitectura con sus emblemáticas gárgolas y, de cómo actuaba y se vestía la
gente, que bullía graciosa por el lugar. Todo lo cual en verdad, era un
auténtico privilegio.
Curiosamente, comenzó a darse cuenta de algo que le pareció
representativo del entorno, consistente en dos cosas básicamente. Una el sonido
en el corneteo de algún tipo de vehículos —que solía oírse de vez en cuando y,
con cierta intensidad; después supo, que eran los de la policía metropolitana—
los cuales por supuesto, en un
primer momento no podría saber cuáles eran; y, otro, el suave tableteo en el
ruido ante el paso de los trenes del metro, sumado al agudo silbido al momento
en que frenaban en la estación justo al frente de donde él estaba, viéndolos
claramente a través del ventanal de vidrio que daba hacia la calle. Donde todo
era un bullicio en movimiento, aparentemente caótico aunque con mucho orden,
cuyos efectos podían percibirse aún más al girar cada porción del rotor sobre
sus goznes, en alguna de las enormes puertas de vidrio de accionamiento eléctrico,
instaladas para el acceso y la salida en el hotel L’Odeón, en una sección donde
había cuatro de ellas sobre la conservadora fachada del vetusto edificio comercial que lo albergaba; ubicado en la conocidísima zona del bulevar Saint –
Germaint. Un convulso aunque acogedor lugar de la ciudad parisina donde inexplicablemente,
para entonces Hilario se encontraba.
"…Casi podía sentir en la vitalidad de aquella moderna
urbe, el calamitoso paso de un grupo de algunos personajes de Rayuela imbuidos
en su perturbadora soledad citadina, de estudiantes latinos que como él
—“Hildebrando”—, también añoraban aunque con desdén, su propia tierra… Donde
Cortázar tal vez, transmutado en un tal Hugo Oliveira iba a la cabeza del
pequeño grupo —como miembro de un vencido ejército del pasado vestido con sus
modestos trajes típicos de invierno, de inmigrantes latinos con múltiples
apuros económicos que luchan por sobrevivir en ese otro mundo; en contraste a
veces con algún otro viajero en la terminal, normalmente una delicada dama de
finos modales, embutida hasta la coronilla dentro de su costoso abrigo con su
alargado cuello a guisa de estola, en piel de armiño—; extrañamente tomado de
la mano a su controversial amante y amiga, La Maga, con Rocamadour en brazos
riéndose inexplicablemente con su enorme elefante de felpa por encima del
hombro de su madre. Cargado a su vez unos pasos más atrás por Étienne que la
ayudaba llevando el muñeco y, portaba
en la cabeza, con cierto descuido aunque con orgullo, su característica boina
de pintor; además de sus bigoticos ensortijados al estilo de S. Dalí.
Inesperado juguete comprado al infortunado niño con dinero entregado a ella por Oliveira,
enviado de Argentina por su hermano el abogado rosarino, a través del llamado
"comisionista"… Seguidos de cerca, presurosos, de Ossip Gregorovius
y, Perico Romero…!"
—Llegó a pensar Hilario, muy íntimamente—.
Así mismo, se entretuvo después del periódico en cuestión, con
algunas revistas en ingles que también ahí había; entre las cuales llamó su
atención un número especial de TIME, con algunas de las más dramáticas imágenes
del recién fallecido presidente Kennedy en su portada —tomadas de la
emblemática película de dieciocho minutos del famoso testigo del hecho, Abraham
Zapruder—, en cuyo interior pudo leer claramente cómo fue que lo asesinaron;
explicado convincentemente mediante amplias exposiciones de expertos. Después para suavizar un poco semejante lectura tan trágica se
dedicó a observar distintas fotos en la prestigiosa revista VOGUE; atraído por
la imagen en la tapa de algunas mujeres bellas y hermosas, modelos de
diferentes países en el mundo que participaron en el más reciente certamen del Miss
Universo. Donde extrañamente, la representante de Venezuela habría quedado de
última, pero entre las finalistas.
En éso estaba Hilario, ya prácticamente olvidado de sus calamidades del
día anterior cuando
de pronto escucha que lo llaman por su nombre; la voz era conocida
y, al voltear se encuentra de frente con su querido amigo "El Golfo".
El mismo aquel de su querida Maracay, que lo apañaba con su hermana Matilde
porque siempre quiso que se empataran; cosa que no fue posible, al menos hasta
entonces. Se abrazaron fuertemente
de la emoción los dos paisanos, no sabiendo quién empezaría primero con la parte de la historia reciente que
los había llevado hasta allí. A este delicioso y extraño lugar.
Tomaron asiento muy cerca el uno del otro en el mismo sitio
donde Hilario se encontraba, arrancando Montiel —El Golfo— con lo
correspondiente a sus peripecias, calificadas por él una vez enterado, como un juego de niños en comparación con lo vivido por el otro.
Entonces dijo, visiblemente apenado, que la nieve había bloqueado los caminos a
su paso — noticia reseñada por todos los periódicos, conocida de antemano al
menos en imágenes, por parte de su amigo—, en su nada despreciable recorrido de
poco más de trescientos kilómetros en bus entre las ciudades de Dijon y Paris;
teniendo que esperar la llegada de unas máquinas que se encargaron de
despejarlos. Lo que tomó varias
horas, y para cuando
al fin pudo moverse por su cuenta haciendo trasbordo a varios carros del transporte público para entrar a la ciudad, una vez llegado al Charles De Gaulle era ya tarde; encontrándose con que el recién
llegado se habría ido solo… A decir de unos observadores, supuestos lugareños
citadinos, que creyeron asociarlo con la misma persona con la cual habían tenido
un fugaz contacto esa noche más temprano.
Después le tocaría el turno a Hilario en la narración de su
convulsa llegada. Algo que a Dios gracias dijo se había cumplido sin nada malo
que lamentar, tomando en cuenta que,
aunque se trate
de Paris, también aquí se consiguen delincuentes; especie con la cual no
tuvo que lidiar. Una vez conocida con lujo de detalles de parte y parte lo
sucedido y, las peripecias de cada quien, dieron gracias al recepcionista del
hotel —entonces, lo hizo El Golfo; en perfecto y bien pronunciado francés—,
despidiéndonos todos amablemente. Salimos del hotel, y nos dispusimos a abordar el tren para un
viaje de aproximadamente doscientos kilómetros entre París y Le Havre en el
noroeste del país. Era lunes y, según nos dijeron, no habría ruta este día
desde la estación L’Odeón donde estábamos
al puerto a donde nos dirigíamos, al menos hasta el próximo jueves cuando
saldría un tren directo, pero nos informamos de que sí la habría hoy desde la estación St. Lazare, a unos cuatro
y medio kilómetros de aquí; y, hasta allá nos dirigimos en un taxi. Al
llegar nos enteramos pero no nos importaba y que, más bien hasta sería bueno
para conocer por cuanto disponíamos de algún tiempo extra, que la distancia
sería cubierta en dos tramos:
Paris — Mantes
La Jolie a unos
cincuentitres kilómetros más o menos; luego de allí a Le Havre otros ciento
cuarentidos más, que suma un total
de ciento noventicinco para ser exactos. Y, así lo hicimos.
Finalmente arribamos en horas de la tarde al puerto de Le Havre
en el noroeste de Francia,
frente a la costa
atlántica a orillas
del canal de La Mancha;
con vista a la bahía de Calais. Una vez allí,
buscamos hacia un lugar
específico de nombre La Villa de Le Havre, zona de la ciudad en la cual se establecería mi amigo
según las instrucciones que traía; donde entraría en contacto con sus
profesores particulares en la Academia Clermont, regentada por el Prof. Antoine
Leveraux, a quien yo ya había ubicado previamente vía telefónica unos día antes
—pero no lo conocía personalmente—, como único contacto formal que tenía mi
amigo en este país.
…
Mientras tanto todo estaba saliendo a pedir de boca donde sin
duda, tuvimos un agradable viaje en tren desde Paris hasta acá disfrutando del
bello paisaje de la campiña francesa donde absorto, lleno de emoción, Hilario
me contaba algunas historias medievales inspirado en el cambiante y poderoso
ambiente que nos rodeaba durante la marcha, como en aquel signado a la media
distancia —por encima de unas colinas
sembradas de un dorado trigal—,
por la imponencia de un vetusto castillo templario poderosamente
almenado donde según él, se antojaba en creer ver, hileras de diestros arqueros
comandados por el mismísimo Jaques de Molay, último Gran Maestre de la Orden
del Temple, días antes de su ejecución en la hoguera por orden de la iglesia y
del rey de Francia, Felipe IV El Hermoso; acusado conspirativamente de haber
cometido sacrilegio, herejía y otras gruesas menudencias de gravísimas
consecuencias en aquellos tiempos… "Aaah; pero qué trágica, aunque bella
historia…!"
— Remataba diciendo—.
Todo había sido tan agradable que prácticamente sin darnos
cuenta llegamos a la estación Le Havre – Le
Bleu, donde éramos
esperados pacientemente por un emisario enviado a recibirnos por
parte de Monsieur Leveraux, a quien yo había llamado desde un teléfono
público tal como
habíamos quedado en el contacto anterior, antes
de salir de Saint Lazare;
para informarle de nuestra pronta llegada.
Enseguida abordamos el auto de la persona que nos fue a buscar,
fácilmente ubicable en la pequeña sala de espera de la estación porque iba
vestido de uniforme con el logo de la academia a donde nos dirigíamos y, luego
de un breve contacto, en seguida
partimos a entrevistarnos con los profesores en el lugar acordado. Rápidamente
llegamos al lugar y después de las presentaciones de rigor, de escuchar sus
recomendaciones y sugerencias que ayudaban a mi amigo a un mejor
desenvolvimiento durante su estadía en la conocidísima institución, Hildebrando se marchó
con el Profesor Leveraux al campus,
mientras yo fui llevado de vuelta
a la estación para tomar el tren de regreso, pero ahora sería directamente a Dijon, donde
actualmente yo residía.
Con el tiempo, una vez normalizado Hildebrando en su situación
de estudiante latinoamericano en aquella estricta y exigente sociedad, nos
dedicamos además a hacer
algún tipo de turismo artístico dentro de la ciudad de Paris. Los primeros meses solíamos
juntarnos con regularidad para que mi amigo
se fuera familiarizando con todo, mientras al mismo en paralelo le
iba enseñando poco a poco el idioma francés, lo cual hacíamos obviamente cuando
podía sacar algún tiempo de mis propias actividades en la maestría que cursaba en derecho, en la Université de Bourgogne; también, a través de un programa de becas del gobierno venezolano y el francés.
"…En estos encuentros, siempre nos recordábamos —con nostalgia— de cuando un tiempo atrás, Hildebrando nos visitaba casi como una fija los fines
de semana en mi casa del Barrio Santa Rosa en Maracay; donde nos enfrascábamos
en deliciosas tertulias sobre diferentes tópicos "del saber y el
sabor" como le decía yo, matizadas con los oportunos y aromáticos tragos de café
servidos por Matilde, mi hermana
menor por quien entonces, actuaba yo de Celestino ante mi amigo —no lo voy a
negar—; procurando se juntaran y me dieran otro sobrino… Pero que no le
compraran un velocípedo rojo como aquel, con el que los diablillos hijos
de ella, Antulito
y Gotardito, solían chocar
contra las paredes
de la casa; teniendo yo constantemente que arreglarlas… Je,je!” Sin
mi ayuda no hubiera podido vivir Hildebrando ni un solo mes en aquel país, eso
creía yo en un principio sin embargo no fue así, pues duró allá prácticamente cuatro años pese a que nuestros sabrosos
paseos tutoriales de mi parte por aquella gran
ciudad, se fueron
distanciando con el tiempo; y, además, por las responsabilidades
particulares en nuestros respectivos estudios. Nunca supe cómo hacía el muy
zángano para arreglárselas solo, primero con el idioma el cual finalmente
terminó hablándolo de forma bastante aceptable y, después con la residencia como tal… Sin duda, creo que todo tuvo
que ver con su don de buena
gente, buen conversador siempre dado a la
socialización y al trabajo, muy característico en él, haciendo que le cayera
bien a todo el mundo con quien
se cruzaba en especial a las
damas; sobremanera las locales, que quedaban prendadas cuando veían a un tipo
latino como él. "…Que; de que te las traes, te las traes". Le decía
yo, para hacerle ver mi admiración
por su comportamiento tan acertado con aquellas, al rematar lo dicho sobre
alguna de sus actuaciones; pero entonces lo agarraba a guasa, porque esa es
otra vaina, el hombre era un jodedor de primera.
…Un día me dijo que a
los dos meses de estar en el pequeño hotel a donde lo había alojado la primera
vez, cerca de su universidad y, cuya estadía pagaba con dinero proveniente de
la beca, había logrado conseguir un empleo a través de unos amigos argelinos
que estudiaban con él; cuyo padre tenía allí un servicio de Cáterin. Lo que
obviamente favoreció sustancialmente su situación económica, sintiéndose así mucho más cómodo
para dedicarse además, a aprender con mayor fundamento el idioma, cosa en la
cual sus nuevos amigos también lo
ayudaron muchísimo.
Otra vez me contó que,
en cuanto ya se sintió más libre en el manejo de la lengua, hubo épocas en que
se fue a vivir con alguna viuda, mujeres separadas de sus maridos o,
simplemente, hasta con aquellas que trabajaban en bares y cabarets; con lo que
se aliviaba de esta forma y, casi totalmente, de la presión en todo sentido. No
obstante jugaron en sus estudios muchos otros
elementos adversos que le serían mucho más difíciles de superar, por lo que le
fue imposible en el tiempo estipulado graduarse en los cursos de actuación,
pero reconozco eso sí que amplió un mundo sus conocimientos actorales, bagaje que ya de
regreso obviamente le serviría de mucho en su posicionamiento en el exigente
mercado artístico laboral en un país como el nuestro; que en los años sesenta,
hervía ávido de cultura y entretenimiento, sobre todo en las grandes ciudades
como Caracas, Valencia, Barquisimeto,
Maracaibo. Incluso Maracay, de dónde veníamos;
así como en otras más.
Con el paso de los años, ya cuando uno hace el necesario balance
de vida, se llega a la conclusión sin ánimo de justificarlo, que aparte de las dificultades
culturales e idiomáticas en aquel extraño país europeo y, ante su relativo fracaso en el campo del
estudio actoral allá, fue fundamentalmente mucho más fuerte para Hilario su
convencimiento por la pintura y la plástica en general, durante aquellos años;
dejándose atrapar por ella. De tal forma que últimamente sólo quería estar en
museos, muestras, exposiciones; y,
donde quiera que hubiese alguna actividad sobre pintura,
grabado o escultura.
De aquellos variados
periplos en tren y a pié por la
ciudad de Paris, tras sus acechanzas pictóricas, recuerdo el día en que nos
perdimos en un laberinto de calles, callejones y callejuelas en la parte alta
del barrio Montmartre. Porque Hildebrando estaba empeñado en ver, dibujar
y fotografiar allá
la fachada, detalles e historias del famoso local
nocturno “Moulin de la Gallete”; lugar
donde Pablo Picasso
frecuentaba divertirse en su chispeante juventud
—vimos allí con asombro, varios de sus famosos bocetos
de primera mano, incluso aquel
cuyo nombre es el mismo
del bar, basado en una escena
nocturna; clara influencia del gran Henri de Toulouse Lautrec, quien ya lo
había pintado y, mucho antes también, Auguste Renoir—, con sus amigos de
entonces: Guillaume Apollinaire, Georges Braque, Matisse, Derain. Quienes
estaban asombrados por la metamorfosis que para bien del arte estaba
experimentando aquel gran artista, quizás
el más grande del siglo veinte, que habría entendido y concebido el mismo como
medio emocional de expresión
y, no como una búsqueda
de la perfección idealista de la belleza en sí. Algo que ni siquiera ellos mismos podían
entender ni tolerar
por lo menos al principio, cuál era la naturaleza de semejante cambio
que por consiguiente lo alejaba del camino fácil, para retomar su
trabajo con un nuevo enfoque; una y otra vez, pero siempre dentro de su
inagotable búsqueda… Pues nunca se sintió tentado
a sucumbir, ante el éxito alcanzado hasta aquel momento.
Después de haber caminado varías veces por las mismas calles y callejuelas, aún hasta repasar
quizás por las mismas sin saberlo, por fin, bien avanzada la tarde, nos topamos con la entrada
del famoso bar;
era casi de noche ya, por lo que de inmediato la atmósfera de su entorno
nos hizo sentir la presencia de aquel gran
mago de la plástica junto
a sus amigos. Entonces sin pensarlo dos veces entramos y, quedamos asombrados
por lo que allí vimos —como dije antes—; lo que es para mí, la más grande
experiencia que haya disfrutado jamás en toda mi vida. Al principio creímos
estaría cerrado pero no fue así
por fortuna y, sencillamente allí
estábamos por fin; entonces nos sentamos primero
en torno a una mesa en un rincón desde donde pudimos palpar
en tiempo real, tal vez el
mismo ambiente reinante de cuando aquel gran pintor, tras cuyas huellas
andábamos. Luego cambiamos de lugar varias veces durante nuestra estadía
en el mítico bar, donde
alternábamos cómodamente con algunos
otros visitantes de los que algunos dijeron, habrían venido por
razones similares a las nuestras… Todo era bullicioso, un continuo jolgorio,
"pero al mismo tiempo poseía un cierto orden y calidez característico
diría yo que con las audaces, monocromas pincelada cruzadas y, de masas
geométricas, dentro de una rica composición cubista" —apuntaría
acertadamente mi amigo Hildebrando, en aquel
momento—.
"…Antojándonos emocionados de ver en las muchachas de la curvatura en una de las esquinas
de la amplia barra, a tres de ellas que hablaban descuidadamente con sus
copas de licor en mano haciendo gestos parecidos a "Las señoritas de
Aviñón", de meñiques
levantados; donde observamos una, parada del lado
derecho, que pese a su particular
belleza tenía cara de perro bravo y, otra, sentada en un puff giratorio, un poco más abajo, con el parecido a la cabeza de un poni de esos que insertan
en la silla de las barberías para que los niños se entretengan y, se
queden tranquilos mientras
los afeitan. Incluso había al
centro, entre tapas y snacks, un platillo a modo de naturaleza muerta con
variadas frutas donde destacaban unas,
aún con las
turgentes formas del fruto más preciado
de Dioniso —dios del vino y la vegetación, en la mitología griega; el
que curiosamente, según la tradición, moría en cada invierno y renacía en la
primavera, constituyéndose en un símbolo
de la resurrección de los muertos. Algo muy conveniente para aquellos dos
amigos que de nuevo, una y otra vez querían volver a estar por siempre allí, en
ese mismo lugar—; que estaría provocando ya en todas ellas ciertos movimientos
parecidos al de las Ménades…!" —Anotaría Hildebrando, al reverso de uno de sus dibujos a
sanguina, de aquella escena; del que a su vez me
pidió tomara una fotografía y, también al grupo de damas en cuestión,
contra la barra—.
Hildebrando hizo allí aquella vez muchos dibujos, donde estuvimos bastante rato
divagando por ahí entre los parroquianos dentro del local y, tomando varias
fotografías —que aun guardo con ilusión—, para
luego y finalmente marcharnos; cuando la noche
se había apoderado por completo
de la ciudad, razón por la cual nos preocupamos al no conocer
muy bien el sector
donde nos encontrábamos. Incluso para mí. Fue necesario pedir ayuda a un gendarme de La Suretté que
divisamos apostado en un cruce de vías, el cual para nuestro alivio accedió a
brindárnosla. Estaba impecablemente vestido
con su uniforme azul rey
de grandes botones dorados y, un broncíneo casco con cimera en punta de flecha;
gesticulando enérgicamente hacia los lustrosos vehículos que pasaban en un
sentido y el otro por las avenidas, mientras de vez en cuando hacía sonar un
silbato esponjando sus cachetes aún más y, cuando esto hacía, veía moverse
cómicamente sus mostachos; haciéndolo parecer —por lo menos, a éste en
particular— en ese instante, como a un personaje infantil de esos que están grabados
sobre algunas coloridas cajas de hojalata, donde
vienen las galletas.
Aquel mismo año antes de volver al país, en su seguimiento a ese
maravilloso artista que fue Pablo Ruiz Picasso, Hildebrando viaja solo a
Barcelona, España; con el propósito de lograr respirar —según me dijo—,
la misma esencia
de vida bohemia
en otro lugar muy significativo durante
la existencia de dicho
artista. Sobre todo en sus inicios, cuando entonces era muy joven, el cual no
podía ser otro que el emblemático café, “Els Quatre Gats”.
Cuyo dueño Pere Romeu —fotógrafo profesional— era
su amigo, con quien podía verse en sus propios retratos
sobre las paredes, el que habría tomado como modelo de su negocio
uno de Paris donde fue socio con otro, Robert
de Salis; y, esta fue, la “Taverne du Chat Noir”. Razón por la cual el estilo de
este café catalán, era casi un calco
al carbón de aquella taberna
parisina.
Fue muy grato ver, por ejemplo, una copia del menú del café con
asombrosas caricaturas de sus amigos y asiduos
visitantes junto a él, en este famoso bar; al mismo tiempo,
puede uno recrearse
en la sala de representaciones teatrales
del lugar, con las obras de su primera exposición individual
allí; siendo él todavía un imberbe principiante. Pero ya, aún en estos ligeros
trabajos se percibía claramente el embrión de la extraordinaria potencia
en sus futuros desempeños en esta materia.