domingo, 23 de diciembre de 2018


                       


 Buenos días mis amigos. Ante todo les deseo una feliz navidad y un próspero año nuevo. Esta vez traigo para ustedes las peripecias de nuestro amigo Hilario Coba —"Hildebrando Brando"—, en el viejo continente; como estudiante latino en la ciudad de París. 
Tomado del  capítulo número doce —"Penúltimo Viaje"— del libro Las Evasiones de Hilario Coba. Correspondiente a la saga "Relatos Oníricos de La Atascosa".


                            
-     1.12.-                                           Penúltimo Viaje 
          

                                                                  --- o ---

  …De pronto, como impulsado por un resorte, Norberto Montiel alias "El golfo" se despertó cuando escuchó el agudo y persistente sonido de un característico silbato acompañado por un rumor trepidante, cuando cayó en cuenta que había sido traído, una vez más, al mundo real; por la inoportuna acción del paso del ferrocarril por detrás y por encima de su casa —entonces restaurada, remozada y adaptada a los nuevos tiempos—, en su querida Maracay… En una clara analogía citadina que lo retrotrajo, a viejas vivencias parisinas, junto a su recordado amigo Hilario; o, "Hildebrando Brando". También llamado "El enhebrante" —especialmente por su sobrino Goyo y, sus más íntimos amigos del pueblo de La Atascosa—; con cuyos relatos había estado soñando, antes del paso de la rumorosa máquina.
  
  …Se encontraba ese día en la que había sido la casa de sus padres, donde vivió de joven, hasta el día en que se fue a estudiar a Europa de donde seis años después volvió; además de un sagaz abogado, un hombre ya casado. Se había quedado dormido después del almuerzo. Cuando estaba de visita a sus hermanas que aún la habitaban, Matilde y Nicasia; entonces ya no tan jóvenes.

 “…Caramba, me quedé dormido; tengo que irme, se me hace tarde. Chao…! —Dijo, y salió apurado—.
  …Ya en el auto, iba pensando en los preparativos de su próximo cumpleaños.

                                                                       ---  o ---

   “…Y; después de tanto tiempo. ¡Quién lo iba a creer! Me conseguí un día en la mismísima ciudad de París, a ese amigo sin igual —del que ni siquiera entonces, sabía su verdadero nombre, aún conociéndonos de tantos años y, cuando casi se convirtiera en cuñado por mi hermana Matilde; lo que lamento no prosperara—; Hilde. ¿Pueden creerlo? Mismo de aquellas viejas y agradables tertulias literarias aquí en Maracay; el que entonces, al haber estado yo en su pueblo de visita a su familia y, por petición suya, que si moría primero dijo que así lo hiciera, me entero que su verdadero nombre en realidad, era Hilario de Jesús Coba…!"
     
     Esto le contaba a su esposa Norberto Montiel, alias “El Golfo”, el día de su onomástico número 66, durante una amena reunión familiar por tal motivo junto a sus hijos ya mayores; y, unos cuantos colegas suyos, abogados como él. Lo que vino a colación porque en los días recientes los recuerdos con aquel viejo amigo se habrían hecho extrañamente recurrentes, refiriéndose a su anterior episodio —en casa de sus parientes— y, después también cuando echaba un camarón. Esta vez en su oficina.

  “…Sí, sí, allí mismo —dijo—; sentado en mi silla de escritorio con las botas sobre el mismo y, la luz apagada. Adormitando en la diaria siesta que acostumbro hacer en medio de la jornada, en mi propio bufete aquí mismo —el de Maracay, porque también tenía otro en Valencia—; mientras escuchaba a lo lejos recordando la ciudad luz en compañía de él, el persistente tableteo de las ruedas del tren sobre la vía. Aunque ahora, por encima de la avenida Las Delicias… No en nuestra vieja buhardilla en donde nos alojamos por un buen tiempo allá, para capear el temporal en nuestras estrecheces económicas de estudiantes latinos —ávidos de mundo pero con muy pocos Francos en los bolsillos—, ubicada por cierto en un frio edificio de la rue Dauphine del emblemático barrio Saint-Germain-des-Prés; justo frente a la estación del Metro con igual nombre. Misma donde estuvo y, prácticamente al lado, del legendario cabaret Le Tabou; en que casi se escuchaba al pasar en las noches  por la acera frente a su fachada, la música de los jazz men. Con el gran Charlie Parker a la cabeza…!”.

                                                                        ---  o  ---

  …Así que —siguiendo con el relato—, cuando Hilario por fin llegó a aquel lejano y educado país europeo tenía con razón una mezcla de sentimientos encontrados, en medio de un total apabullamiento por su grandeza y belleza (Esto fue lo que me contó, cuando por fin nos vimos allá por primera vez)… Había arribado al Aeropuerto Charles De Gaulle una gélida noche de invierno, totalmente inocente de los apuros que allí tendría que vivir por espacio de unas cuantas estresantes horas a la espera de su contacto venezolano —ese era yo, que actualmente en serios apuros me encontraba, en contra de mi voluntad; aún sin poder llegar para poder cumplir con mi compromiso ante él—, amigo suyo que tenían tiempo sin verse y, del que al final no sabía por qué razón no estaba presente, pero lo cierto fue que al ver aquello empezó a dudar si realmente se presentaría. Mientras tanto se mantuvo ahí sumamente preocupado sin saber qué pasaba, resguardándose como podía del intenso frio que parecía taladrar las gruesas capas de tela de su abrigo. Comprado en Caracas sobre la marcha, obviamente no el más adecuado, pero fue allí donde lo supo realmente; manteniéndose en calor muy precariamente en ese momento. Para lo cual se dirigió a una parte del aeropuerto donde veía que se metían algunas personas más o menos en su misma condición, donde empezó a sentir una leve mejoría en las condiciones del momento —pensó él; tal vez desafortunados viajeros perdidos, inmigrantes de la zona del Levante mediterráneo buscando acomodo a las difíciles condiciones de vida en sus convulsionados países, según había leído en la prensa venezolana algunas veces. O; sencillamente, simples y menesterosos indigentes o "clochards", a decir del escritor Julio Cortázar. Incluso franceses legítimos, que también habría—; por lo cual "hecho el cara e’ gato, como quien no quiere la cosa", se fue acercando a ellos tratando de socializar… Pero no, sentía que no lograba encajar y, entonces, más bien pensó en un "plan B" —como se dice—.

"…No sabía ni la o por lo redondo del francés" sin embargo, una vez convencido de que su amigo finalmente no llegaría, Hilario se puso en marcha con otra idea para dormir esa noche de una forma más o menos decente, no aquello y, como sí se conducía bastante bien en el idioma del Norte del río grande, se las arregló para hacerse entender de turista logrando que un taxista lo condujera al hotel donde ya tenía una reservación —al menos por esa noche".

Al día siguiente bajó al lobby y parloteó más o menos en ingles con un pulcro y circunspecto empleado de uniforme, ubicado enhiesto detrás del aparador donde había una campanilla plateada encima, con el que se hizo entender aduciendo que esperaría a un amigo, sentado allí; lo cual parece fue aceptado por la cortesía con que el sujeto lo condujo a un juego de mullidos y capitoneados muebles, donde hasta un desayuno con "cruasán y café con leche" le fue servido por una camarera que además, algo risueña puso en sus manos una vez terminado, un ejemplar del diario Le Fígaro — obviamente en francés—.

Visiblemente asombrado simplemente se dedicó a hojear el periódico, en cuyos titulares sin embargo se forzaba por comprender lo que decía, entendiendo de hecho algunas palabras sueltas en los textos y, por ser esta escritura una lengua romance como la suya se dio cuenta por primera vez de que si la estudiaba con empeño, como siempre hacía las cosas, quizás más temprano que tarde lograría comunicarse a través de ella. Pasaba el tiempo. De nuevo Hilario comenzó a preocuparse al notar que su amigo aún no aparecía y, estaba prácticamente aislado en un país desconocido donde tan sólo dependía de sí mismo para la solución de sus problemas, no sabiendo cómo hacer en las próximas horas para resolverlo. Sin embargo, al no ser encontrado en el aeropuerto aquel lógicamente sabría que el otro lugar lógico donde debía buscarlo sería en el hotel, por lo que se dio cuenta que no ganaba nada con angustiarse de ese modo y, sencillamente decidió relajarse; dando tiempo a que simplemente, de un momento a otro su contacto se presentara. Al fin de cuentas no siempre se puede estar sentado cómodamente en un bonito lugar de la llamada ciudad luz, París, por cuanto se dedicaría más bien a disfrutar de su estadía allí; del ambiente que exudaba arte por todas partes, su rica y bella arquitectura con sus emblemáticas gárgolas y, de cómo actuaba y se vestía la gente, que bullía graciosa por el lugar. Todo lo cual en verdad, era un auténtico privilegio.

Curiosamente, comenzó a darse cuenta de algo que le pareció representativo del entorno, consistente en dos cosas básicamente. Una el sonido en el corneteo de algún tipo de vehículos —que solía oírse de vez en cuando y, con cierta intensidad; después supo, que eran los de la policía metropolitana— los cuales por supuesto, en un primer momento no podría saber cuáles eran; y, otro, el suave tableteo en el ruido ante el paso de los trenes del metro, sumado al agudo silbido al momento en que frenaban en la estación justo al frente de donde él estaba, viéndolos claramente a través del ventanal de vidrio que daba hacia la calle. Donde todo era un bullicio en movimiento, aparentemente caótico aunque con mucho orden, cuyos efectos podían percibirse aún más al girar cada porción del rotor sobre sus goznes, en alguna de las enormes puertas de vidrio de accionamiento eléctrico, instaladas para el acceso y la salida en el hotel L’Odeón, en una sección donde había cuatro de ellas sobre la conservadora fachada del vetusto edificio comercial que lo albergaba; ubicado en la conocidísima zona del bulevar Saint – Germaint. Un convulso aunque acogedor lugar de la ciudad parisina donde inexplicablemente, para entonces Hilario se encontraba.

"…Casi podía sentir en la vitalidad de aquella moderna urbe, el calamitoso paso de un grupo de algunos personajes de Rayuela imbuidos en su perturbadora soledad citadina, de estudiantes latinos que como él —“Hildebrando”—, también añoraban aunque con desdén, su propia tierra… Donde Cortázar tal vez, transmutado en un tal Hugo Oliveira iba a la cabeza del pequeño grupo —como miembro de un vencido ejército del pasado vestido con sus modestos trajes típicos de invierno, de inmigrantes latinos con múltiples apuros económicos que luchan por sobrevivir en ese otro mundo; en contraste a veces con algún otro viajero en la terminal, normalmente una delicada dama de finos modales, embutida hasta la coronilla dentro de su costoso abrigo con su alargado cuello a guisa de estola, en piel de armiño—; extrañamente tomado de la mano a su controversial amante y amiga, La Maga, con Rocamadour en brazos riéndose inexplicablemente con su enorme elefante de felpa por encima del hombro de su madre. Cargado a su vez unos pasos más atrás por Étienne que la ayudaba llevando el muñeco y, portaba en la cabeza, con cierto descuido aunque con orgullo, su característica boina de pintor; además de sus bigoticos ensortijados al estilo de S. Dalí. Inesperado juguete comprado al infortunado niño con dinero entregado a ella por Oliveira, enviado de Argentina por su hermano el abogado rosarino, a través del llamado "comisionista"… Seguidos de cerca, presurosos, de Ossip Gregorovius y, Perico Romero…!"
—Llegó a pensar Hilario, muy íntimamente—.

Así mismo, se entretuvo después del periódico en cuestión, con algunas revistas en ingles que también ahí había; entre las cuales llamó su atención un número especial de TIME, con algunas de las más dramáticas imágenes del recién fallecido presidente Kennedy en su portada —tomadas de la emblemática película de dieciocho minutos del famoso testigo del hecho, Abraham Zapruder—, en cuyo interior pudo leer claramente cómo fue que lo asesinaron; explicado convincentemente mediante amplias exposiciones de expertos. Después para suavizar un poco semejante lectura tan trágica se dedicó a observar distintas fotos en la prestigiosa revista VOGUE; atraído por la imagen en la tapa de algunas mujeres bellas y hermosas, modelos de diferentes países en el mundo que participaron en el más reciente certamen del Miss Universo. Donde extrañamente, la representante de Venezuela habría quedado de última, pero entre las finalistas.

En éso estaba Hilario, ya prácticamente olvidado de sus calamidades del día anterior cuando de pronto escucha que lo llaman por su nombre; la voz era conocida y, al voltear se encuentra de frente con su querido amigo "El Golfo". El mismo aquel de su querida Maracay, que lo apañaba con su hermana Matilde porque siempre quiso que se empataran; cosa que no fue posible, al menos hasta entonces. Se abrazaron fuertemente de la emoción los dos paisanos, no sabiendo quién empezaría primero con la parte de la historia reciente que los había llevado hasta allí. A este delicioso y extraño lugar.

Tomaron asiento muy cerca el uno del otro en el mismo sitio donde Hilario se encontraba, arrancando Montiel —El Golfo— con lo correspondiente a sus peripecias, calificadas por él una vez enterado, como un juego de niños en comparación con lo vivido por el otro. Entonces dijo, visiblemente apenado, que la nieve había bloqueado los caminos a su paso — noticia reseñada por todos los periódicos, conocida de antemano al menos en imágenes, por parte de su amigo—, en su nada despreciable recorrido de poco más de trescientos kilómetros en bus entre las ciudades de Dijon y Paris; teniendo que esperar la llegada de unas máquinas que se encargaron de despejarlos. Lo que tomó varias horas, y para cuando al fin pudo moverse por su cuenta haciendo trasbordo a varios carros del transporte público para entrar a la ciudad, una vez llegado al Charles De Gaulle era ya tarde; encontrándose con que el recién llegado se habría ido solo… A decir de unos observadores, supuestos lugareños citadinos, que creyeron asociarlo con la misma persona con la cual habían tenido un fugaz contacto esa noche más temprano.

Después le tocaría el turno a Hilario en la narración de su convulsa llegada. Algo que a Dios gracias dijo se había cumplido sin nada malo que lamentar, tomando en cuenta que, aunque se trate de Paris, también aquí se consiguen delincuentes; especie con la cual no tuvo que lidiar. Una vez conocida con lujo de detalles de parte y parte lo sucedido y, las peripecias de cada quien, dieron gracias al recepcionista del hotel —entonces, lo hizo El Golfo; en perfecto y bien pronunciado francés—, despidiéndonos todos amablemente. Salimos del hotel, y nos dispusimos a abordar el tren para un viaje de aproximadamente doscientos kilómetros entre París y Le Havre en el noroeste del país. Era lunes y, según nos dijeron, no habría ruta este día desde la estación L’Odeón donde estábamos al puerto a donde nos dirigíamos, al menos hasta el próximo jueves cuando saldría un tren directo, pero nos informamos de que sí la habría hoy desde la estación St. Lazare, a unos cuatro y medio kilómetros de aquí; y, hasta allá nos dirigimos en un taxi. Al llegar nos enteramos pero no nos importaba y que, más bien hasta sería bueno para conocer por cuanto disponíamos de algún tiempo extra, que la distancia sería cubierta en dos tramos: Paris Mantes La Jolie a unos cincuentitres kilómetros más o menos; luego de allí a Le Havre otros ciento cuarentidos más, que suma un total de ciento noventicinco para ser exactos. Y, así lo hicimos.

 Finalmente arribamos en horas de la tarde al puerto de Le Havre en el noroeste de Francia, frente a la costa atlántica a orillas del canal de La Mancha; con vista a la bahía de Calais. Una vez allí, buscamos hacia un lugar específico de nombre La Villa de Le Havre, zona de la ciudad en la cual se establecería mi amigo según las instrucciones que traía; donde entraría en contacto con sus profesores particulares en la Academia Clermont, regentada por el Prof. Antoine Leveraux, a quien yo ya había ubicado previamente vía telefónica unos día antes —pero no lo conocía personalmente—, como único contacto formal que tenía mi amigo en este país.
 Mientras tanto todo estaba saliendo a pedir de boca donde sin duda, tuvimos un agradable viaje en tren desde Paris hasta acá disfrutando del bello paisaje de la campiña francesa donde absorto, lleno de emoción, Hilario me contaba algunas historias medievales inspirado en el cambiante y poderoso ambiente que nos rodeaba durante la marcha, como en aquel signado a la media distancia —por encima de unas colinas sembradas de un dorado trigal—, por la imponencia de un vetusto castillo templario poderosamente almenado donde según él, se antojaba en creer ver, hileras de diestros arqueros comandados por el mismísimo Jaques de Molay, último Gran Maestre de la Orden del Temple, días antes de su ejecución en la hoguera por orden de la iglesia y del rey de Francia, Felipe IV El Hermoso; acusado conspirativamente de haber cometido sacrilegio, herejía y otras gruesas menudencias de gravísimas consecuencias en aquellos tiempos… "Aaah; pero qué trágica, aunque bella historia…!"
— Remataba diciendo—.

Todo había sido tan agradable que prácticamente sin darnos cuenta llegamos a la estación Le Havre – Le Bleu, donde éramos esperados pacientemente por un emisario enviado a recibirnos por parte de Monsieur Leveraux, a quien yo había llamado desde un teléfono público tal como habíamos quedado en el contacto anterior, antes de salir de Saint Lazare; para informarle de nuestra pronta llegada.

Enseguida abordamos el auto de la persona que nos fue a buscar, fácilmente ubicable en la pequeña sala de espera de la estación porque iba vestido de uniforme con el logo de la academia a donde nos dirigíamos y, luego de un breve contacto, en seguida partimos a entrevistarnos con los profesores en el lugar acordado. Rápidamente llegamos al lugar y después de las presentaciones de rigor, de escuchar sus recomendaciones y sugerencias que ayudaban a mi amigo a un mejor desenvolvimiento durante su estadía en la conocidísima institución, Hildebrando se marchó con el Profesor Leveraux al campus, mientras yo fui llevado de vuelta a la estación para tomar el tren de regreso, pero ahora sería directamente a Dijon, donde actualmente yo residía.

Con el tiempo, una vez normalizado Hildebrando en su situación de estudiante latinoamericano en aquella estricta y exigente sociedad, nos dedicamos además a hacer algún tipo de turismo artístico dentro de la ciudad de Paris. Los primeros meses solíamos juntarnos con regularidad para que mi amigo se fuera familiarizando con todo, mientras al mismo en paralelo le iba enseñando poco a poco el idioma francés, lo cual hacíamos obviamente cuando podía sacar algún tiempo de mis propias actividades en la maestría que cursaba en derecho, en la Université de Bourgogne; también, a través de un programa de becas del gobierno venezolano y el francés.

"…En estos encuentros, siempre nos recordábamos —con nostalgia— de cuando un tiempo atrás, Hildebrando nos visitaba casi como una fija los fines de semana en mi casa del Barrio Santa Rosa en Maracay; donde nos enfrascábamos en deliciosas tertulias sobre diferentes tópicos "del saber y el sabor" como le decía yo, matizadas con los oportunos y aromáticos tragos de café servidos por Matilde, mi hermana menor por quien entonces, actuaba yo de Celestino ante mi amigo —no lo voy a negar—; procurando se juntaran y me dieran otro sobrino… Pero que no le compraran un velocípedo rojo como aquel, con el que los diablillos hijos de ella, Antulito y Gotardito, solían chocar contra las paredes de la casa; teniendo yo constantemente que arreglarlas… Je,je!” Sin mi ayuda no hubiera podido vivir Hildebrando ni un solo mes en aquel país, eso creía yo en un principio sin embargo no fue así, pues duró allá prácticamente cuatro años pese a que nuestros sabrosos paseos tutoriales de mi parte por aquella gran ciudad, se fueron distanciando con el tiempo; y, además, por las responsabilidades particulares en nuestros respectivos estudios. Nunca supe cómo hacía el muy zángano para arreglárselas solo, primero con el idioma el cual finalmente terminó hablándolo de forma bastante aceptable y, después con la residencia como tal… Sin duda, creo que todo tuvo que ver con su don de buena gente, buen conversador siempre dado a la socialización y al trabajo, muy característico en él, haciendo que le cayera bien a todo el mundo con quien se cruzaba en especial a las damas; sobremanera las locales, que quedaban prendadas cuando veían a un tipo latino como él. "…Que; de que te las traes, te las traes". Le decía yo, para hacerle ver mi admiración por su comportamiento tan acertado con aquellas, al rematar lo dicho sobre alguna de sus actuaciones; pero entonces lo agarraba a guasa, porque esa es otra vaina, el hombre era un jodedor de primera.

…Un día me dijo que a los dos meses de estar en el pequeño hotel a donde lo había alojado la primera vez, cerca de su universidad y, cuya estadía pagaba con dinero proveniente de la beca, había logrado conseguir un empleo a través de unos amigos argelinos que estudiaban con él; cuyo padre tenía allí un servicio de Cáterin. Lo que obviamente favoreció sustancialmente su situación económica, sintiéndose así mucho más cómodo para dedicarse además, a aprender con mayor fundamento el idioma, cosa en la cual sus nuevos  amigos también lo ayudaron muchísimo.

Otra vez me contó que, en cuanto ya se sintió más libre en el manejo de la lengua, hubo épocas en que se fue a vivir con alguna viuda, mujeres separadas de sus maridos o, simplemente, hasta con aquellas que trabajaban en bares y cabarets; con lo que se aliviaba de esta forma y, casi totalmente, de la presión en todo sentido. No obstante jugaron en sus estudios muchos otros elementos adversos que le serían mucho más difíciles de superar, por lo que le fue imposible en el tiempo estipulado graduarse en los cursos de actuación, pero reconozco eso sí que amplió un mundo sus conocimientos actorales, bagaje que ya de regreso obviamente le serviría de mucho en su posicionamiento en el exigente mercado artístico laboral en un país como el nuestro; que en los años sesenta, hervía ávido de cultura y entretenimiento, sobre todo en las grandes ciudades como Caracas, Valencia, Barquisimeto, Maracaibo. Incluso Maracay, de dónde veníamos; así como en otras más.

Con el paso de los años, ya cuando uno hace el necesario balance de vida, se llega a la conclusión sin ánimo de justificarlo, que aparte de las dificultades culturales e idiomáticas en aquel extraño país europeo y, ante su relativo fracaso en el campo del estudio actoral allá, fue fundamentalmente mucho más fuerte para Hilario su convencimiento por la pintura y la plástica en general, durante aquellos años; dejándose atrapar por ella. De tal forma que últimamente sólo quería estar en museos, muestras, exposiciones; y, donde quiera que hubiese alguna actividad sobre pintura, grabado o escultura.

De aquellos variados periplos en tren y a pié por la ciudad de Paris, tras sus acechanzas pictóricas, recuerdo el día en que nos perdimos en un laberinto de calles, callejones y callejuelas en la parte alta del barrio Montmartre. Porque Hildebrando estaba empeñado en ver, dibujar y fotografiar allá la fachada, detalles e historias del famoso local nocturno “Moulin de la Gallete”; lugar donde Pablo Picasso frecuentaba divertirse en su chispeante juventud —vimos allí con asombro, varios de sus famosos bocetos de primera mano, incluso aquel cuyo nombre es el mismo del bar, basado en una escena nocturna; clara influencia del gran Henri de Toulouse Lautrec, quien ya lo había pintado y, mucho antes también, Auguste Renoir—, con sus amigos de entonces: Guillaume Apollinaire, Georges Braque, Matisse, Derain. Quienes estaban asombrados por la metamorfosis que para bien del arte estaba experimentando aquel gran artista, quizás el más grande del siglo veinte, que habría entendido y concebido el mismo como medio emocional de expresión y, no como una búsqueda de la perfección idealista de la belleza en sí. Algo que ni siquiera ellos mismos podían entender ni tolerar por lo menos al principio, cuál era la naturaleza de semejante cambio que por consiguiente lo alejaba del camino fácil, para retomar su trabajo con un nuevo enfoque; una y otra vez, pero siempre dentro de su inagotable búsqueda… Pues nunca se sintió tentado a sucumbir, ante el éxito alcanzado hasta aquel momento.

Después de haber caminado varías veces por las mismas calles y callejuelas, aún hasta repasar quizás por las mismas sin saberlo, por fin, bien avanzada la tarde, nos topamos con la entrada del famoso bar; era casi de noche ya, por lo que de inmediato la atmósfera de su entorno nos hizo sentir la presencia de aquel gran mago de la plástica junto a sus amigos. Entonces sin pensarlo dos veces entramos y, quedamos asombrados por lo que allí vimos —como dije antes—; lo que es para mí, la más grande experiencia que haya disfrutado jamás en toda mi vida. Al principio creímos estaría cerrado pero no fue así por fortuna y, sencillamente allí estábamos por fin; entonces nos sentamos primero en torno a una mesa en un rincón desde donde pudimos palpar en tiempo real, tal vez el mismo ambiente reinante de cuando aquel gran pintor, tras cuyas huellas andábamos. Luego cambiamos de lugar varias veces durante nuestra estadía en el mítico bar, donde alternábamos cómodamente con algunos otros visitantes de los que algunos dijeron, habrían venido por razones similares a las nuestras… Todo era bullicioso, un continuo jolgorio, "pero al mismo tiempo poseía un cierto orden y calidez característico diría yo que con las audaces, monocromas pincelada cruzadas y, de masas geométricas, dentro de una rica composición cubista" —apuntaría acertadamente mi amigo Hildebrando, en aquel momento—.

"…Antojándonos emocionados de ver en las muchachas de la curvatura en una de las esquinas de la amplia barra, a tres de ellas que hablaban descuidadamente con sus copas de licor en mano haciendo gestos parecidos a "Las señoritas de Aviñón", de meñiques levantados; donde observamos una, parada del lado derecho, que pese a su particular belleza tenía cara de perro bravo y, otra, sentada en un puff giratorio, un poco más abajo, con el parecido a la cabeza de un poni de esos que insertan en la silla de las barberías para que los niños se entretengan y, se queden tranquilos mientras los afeitan. Incluso había al centro, entre tapas y snacks, un platillo a modo de naturaleza muerta con variadas frutas donde destacaban unas, aún con las turgentes formas del fruto más preciado de Dioniso —dios del vino y la vegetación, en la mitología griega; el que curiosamente, según la tradición, moría en cada invierno y renacía en la primavera, constituyéndose en un símbolo de la resurrección de los muertos. Algo muy conveniente para aquellos dos amigos que de nuevo, una y otra vez querían volver a estar por siempre allí, en ese mismo lugar—; que estaría provocando ya en todas ellas ciertos movimientos parecidos al de las Ménades…!" —Anotaría Hildebrando, al reverso de uno de sus dibujos a sanguina, de aquella escena; del que a su vez me pidió tomara una fotografía y, también al grupo de damas en cuestión, contra la barra—.

Hildebrando hizo allí aquella vez muchos dibujos, donde estuvimos bastante rato divagando por ahí entre los parroquianos dentro del local y, tomando varias fotografías —que aun guardo con ilusión—, para luego y finalmente marcharnos; cuando la noche se había apoderado por completo de la ciudad, razón por la cual nos preocupamos al no conocer muy bien el sector donde nos encontrábamos. Incluso para mí. Fue necesario pedir ayuda a un gendarme de La Suretté que divisamos apostado en un cruce de vías, el cual para nuestro alivio accedió a brindárnosla. Estaba impecablemente vestido con su uniforme azul rey de grandes botones dorados y, un broncíneo casco con cimera en punta de flecha; gesticulando enérgicamente hacia los lustrosos vehículos que pasaban en un sentido y el otro por las avenidas, mientras de vez en cuando hacía sonar un silbato esponjando sus cachetes aún más y, cuando esto hacía, veía moverse cómicamente sus mostachos; haciéndolo parecer —por lo menos, a éste en particular— en ese instante, como a un personaje infantil de esos que están grabados sobre algunas coloridas cajas de hojalata, donde vienen las galletas.

Aquel mismo año antes de volver al país, en su seguimiento a ese maravilloso artista que fue Pablo Ruiz Picasso, Hildebrando viaja solo a Barcelona, España; con el propósito de lograr respirar —según me dijo—, la misma esencia de vida bohemia en otro lugar muy significativo durante la existencia de dicho artista. Sobre todo en sus inicios, cuando entonces era muy joven, el cual no podía ser otro que el emblemático café, “Els Quatre Gats”. Cuyo dueño Pere Romeu —fotógrafo profesional— era su amigo, con quien podía verse en sus propios retratos sobre las paredes, el que habría tomado como modelo de su negocio uno de Paris donde fue socio con otro, Robert de Salis; y, esta fue, la “Taverne du Chat Noir”. Razón por la cual el estilo de este café catalán, era casi un calco al carbón de aquella taberna parisina.

Fue muy grato ver, por ejemplo, una copia del menú del café con asombrosas caricaturas de sus amigos y asiduos visitantes junto a él, en este famoso bar; al mismo tiempo, puede uno recrearse en la sala de representaciones teatrales del lugar, con las obras de su primera exposición individual allí; siendo él todavía un imberbe principiante. Pero ya, aún en estos ligeros trabajos se percibía claramente el embrión de la extraordinaria potencia en sus futuros desempeños en esta materia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

gracias por participar en esta página.

          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...