Buenas tardes amigos. Hoy traigo para ustedes, lo que vendría a ser la introducción de mi libro número cinco, actualmente también a la venta en las tiendas Amazon de todo el mundo; haciendo con esta entrega un pequeño paréntesis en la historia por capítulos que he venido haciendo, del libro uno Evasiones de Hilario Coba.
...A continuación, he aquí las incidencias, de:
(La Gran Aventura de Andrómaca y Sayed)
En honor a mi amigo:
En honor a mi amigo:
Alí Mohammed.
(1971/1990)
I
Con vertiginosos, resoplantes borbotones
de candente blanquísimo vapor, va envuelta la pesada figura de una muy agrisada y, casi negra, maquinaria en movimiento de un tren; que rodando con estridencia a
través de los oscuros recovecos de la vía férrea va escindiendo la noche, a través
de la húmeda y sombría selva. Entonces encendida hacia adelante, también a los
costados en un ángulo de unos sesenta grados desde su trompa, por las columnas
de sus potentes faroles de arco voltaico que se empeñan en apagar a toda costa,
las tenues luminarias de los indefensos cocuyos del monte; lo que
irremediablemente ocurre, con total
impunidad. Igualmente, silencia con su tronío los rítmicos chirríos musicales
de los grillos que asustados, huyen por su vida junto a los bichos de luz,
brincando en desconcierto hacia lo más intrincado de la alfombrada espesura del
biodiverso, dadivoso soto bosque; emplazado allá más abajo. Donde con bondad son
recibidos como huéspedes momentáneos y circunstanciales, aventados con
violencia de su nivel natural, pero escapando milagrosamente recobrando así la
seguridad ya perdida; entre sus múltiples habitantes que por lo pronto, se
encuentran en oportuna dormición.
Es allí cuando caen en cuenta haciendo un
balance de sus repentinas penurias y, entre sentidos lamentos, que han sido obligados
a abandonar por imperio de la fuerza sus propios espacios ya tradicionales pero
también, a recoger sus atriles siempre desplegados que usualmente sostienen las
delgadas hojas del papiro, donde a diario apuntan sus notas musicales; junto
con los traslúcidos, muy minúsculos frasquitos en forma de ánfora contentivos
de sus olorosas feromonas, con que las acicalan… Antes de echarlas a volar en
alas del viento, para que vayan tras la búsqueda hasta el más recóndito de los
rincones del mágico y caluroso carrascal, de alguna enamorada grillita que
nerviosa espera posada de piernas cruzadas, sobre el pétalo de una flor; contemplando el
paisaje boscoso en donde habita y, pendiente por recibir, la anhelada señal de
su amado.
Sin embargo allí verá pasar el tiempo y con él,
también la vida —pensando así en lo peor, en lo que pudiera pasar, al dejarse
llevar por un oscuro presentimiento; convenciéndose de que siendo de ese modo
ya nada tendría sentido para ella, ni siquiera su existencia—, “deshojando lentamente
la margarita” de sus tormentos con su ojosa mirada entristecida remarcada por
sus rizadas pestañas de chica coqueta abandonada, olvidada, perdida en la
sinuosidad del camino que conduce a sus dominios más familiares; y, por tanto,
el legado de sus padres. Hasta donde al parecer, según sus aprensiones, se
atreven a llegar aunque como un rumor apagándose en la lejanía los zumbidos
pulsantes, de aquel acerado monstruo ensordecedor; causante de su odiosa debacle.
Ante semejante arbitrio de unos recién
llegados arribistas, se habría quebrantado así la natural persistencia de la solitaria
pareja destinataria del abortado mensaje cifrado de su amado; que sin saberlo, con
certeza estaría entonces sufriendo horrores y, lamentando, la amargura de su cruel destino en algún lugar de la
floresta… La que al ser violada en sus costumbres de siempre marcada por sus ancestros,
actuará en consecuencia de algún modo que propenda a conservar su total
integridad, dispuesta a defenderse a sí misma; pero también a sus más débiles
criaturas. Por lo que decidida, se dispone a hacer valer su vegetal autodeterminación
oponiéndose con lo único que tiene, su vida misma, al gigantesco artilugio
mecánico que ha venido a interrumpir el sagrado proceso creador
institucionalizado en siglos por los hados protectores de la vida en las selvas
tropicales, mágicos habitantes de las profundidades en sus invernales espacios terrenales…
Protestando inmediatamente la verde jungla con su enérgico rechazo, al despiadado
demonio rodante de articulada siderurgia que con su rabiosa bullaranga tan sólo
parece obedecer a la lógica de las leyes de la mecánica y, la termodinámica; sin
más contemplaciones por lo ya creado. Quizás ni siquiera aquellas, que lo
fueron antes que ellas mismas.
En
todo caso, la pretendida defensa con que de pronto responde la enorme y extraordinaria
espesura de la jungla plantándose con valentía delante de semejante
intromisión, es ejercida a costa de su propia integridad mediante la acción de sus
fuertes, flexibles y retorcidas lianas; que emergen por cientos en caída libre cada
cierto trecho del trazado y, a través, del tupido entramado conformado por la
herbaria frondosidad desde sus altos techos de verdes hojas… Estrellándose cual
soldados suicidas de un selecto ejército de obedientes y bien entrenados Muyahidines,
convencidos a pie juntillas de que vienen a restablecer el orden impartido
desde las sagradas escrituras del Corán; cayendo furibundos con todas sus
fuerzas sobre el metálico capacete de los apersogados carruajes del aparato en
frenético movimiento, que renuentemente y, sin embargo, continuará envistiendo la densa espesura en medio de la
noche… Pero insistentemente por su parte, a juzgar por la férrea decisión de la
jungla de no dejarse someter por el intruso, entonces se va dibujando en la
determinación de ambos combatientes el deseo mutuo de quererse aniquilar;
confirmándose en la disputa el despliegue de una verdadera batalla en que la
naturaleza le seguirá respondiendo al invasor como ahora mismo lo hace… Mediante
un enjambre de sus fuertes bejucos que con la resistencia del acero pareciera
constantemente estar compitiendo entre sí, al querer asir de primero a la robusta
maquinaria con toda su potencia acerina combinada; introduciéndose por todas
partes en la forma de dedos, brazos y garras, a través de las sucias ventanillas
de sus vagones —aún en las de vidrios rotos, con los que eventualmente pudieran
lastimarse—, pero también por los distintos salientes y hendiduras propias de
la configuración del modelaje tecnológico, del furibundo vehículo.
Finalmente y, muy a su pesar, con todo el
desempeño de hasta el último de sus soldados de elite que uno tras otro fueron
cayendo ante semejante despliegue de poder, impunemente continuará en su
frenética marcha —una vez recuperada la forma original de su cuerpo afectado severamente en la degollina cruzada,
por la acción de sus enemigos; comportándose extrañamente los materiales con
que estaba hecho, sin embargo, como si estuvieran poseídos de una diabólica
memoria—, el alocado tren en su rauda evasión; indetenible e imperturbable, sabiéndose entonces vencedor del virulento ataque
con que la selva intentaba detenerlo, aún mediante el uso de su "único y
más reservado recurso armado”… Así que ya totalmente libre de nuevo como
siempre ha sido, allá va el belicoso carromato largo y curvilíneo como un
ciempiés, rasgando el velo de la fría aunque húmeda noche del Punjab con sus masivos
y acalorados nubarrones que le salen en tropel por las anchurosas bocas de sus
toberas, muy típico de estas bestias; con lo que va dejando tras de sí una despresurizada
nube que poco a poco se integra a la humedad natural del boscoso ambiente, pero
agregando al paisaje como detritus de su petulante intervención un acre olor a
alquitrán, gomas, y aceite quemado de motor… Lo que provoca junto al odioso ruido
que produce, la insólita perplejidad de los normalmente inquietos y azarosos monos
gibones, habitantes endémicos de la región que por las condiciones del momento
adquieren una extraña pasividad que los hace asomarse con desgano, aunque cierto
interés sólo en algunos, a través de los claros entre las ramas de sus
escondrijos; dejando ver cómicamente sus entonces agrandados ojos amarillos —semejantes
a faros de azufre—, aguarapados en exceso, sin ninguna necesidad, por la despiadada
intervención del hombre en sus sagrados asuntos domésticos particulares.
En definitiva se trata todo este embrollo lamentable,
del despiadado tren de fabricación inglesa que en un santiamén pareciendo estar
poseído por el más revanchista y obscuro espíritu de venganza —tal vez cual “Cristine”,
la recuerdan…? El famoso carro rojo dos puertas marca Plymouth modelo Fury del
año 1958, protagonista de la taquillera película homónima basada en la novela
del mismo nombre, del prolífico autor estadounidense Stephen King—,
exterminaría miles de vidas a su paso por el bosque en flagrante violación de
sus espacios según los más sagrados preceptos de las milenarias tradiciones
punjábicas, para la defensa de la espesura.
Identificado por cierto este aparato para
la posteridad —cuando en algún juicio se le aplique la ley, ya sea en éste o en
otro mundo— con el muy significativo número 18847, quién sabe desde cuánto
tiempo atrás, quizás de mucho antes de lo ocurrido aquí, en este país; y, el
cual lleva encerrado en un ovalo ejecutado en alto relieve, sobre la fundición
de metal en el frontal de su bullosa locomotora... Pero remarcado toscamente en su caso tal
identificación por algún obrero cooperativista de precario pulso (eufórico aún seguramente durante la resaca de
un lunes, posterior a los naturales festejos en La India por su libertad bien
merecida; y, consecuencia directa de la
independencia ganada en buena lid al mayor imperio del mundo con la obstinada guía
personal de su viejo líder, también llamado por todos: “Bapu” —padrecito—. Quien
usara en esta lucha como era ya costumbre, su única arma de defensa, la “no
violencia”; por siempre sujetado con firmeza a la verdad, basado en sus más preclaros
ideales y férrea convicción en la Ahimsa y la Satyagraha. Divinamente inspirado
para la aplicación de dichos conceptos en la vida real, muy especialmente en el
terrible drama que por aquellos días vivía su nación, en las enseñanzas aprendidas de los sagrados
Upanishads hinduistas, y de la fuerza moral −según él lo declaró en vida−, en
las palabras de Jesús de Nazaret en el Sermón de la Montaña. Mateo 5, 1; 7, 28),
sosteniendo tal vez un pincel con pintura roja entre sus temblorosas manos; probablemente
durante alguna rudimentaria labor de mantenimiento para la compañía indo-persa a
la cual entonces pertenece y que, se hizo cargo de la vieja línea de transporte, junto
con todos sus activos… La cual, habría sido “cedida al pueblo” mediante
concesiones graciosas del nuevo gobierno nacionalista indio de corte socialista
moderado y, ahora también legítimo; heredero hoy con justicia de todo aquello que
en tiempos del grosero régimen inglés, fuera regentado por corruptos agentes
comisionistas a nombre de la corona
británica.
(…Por cierto, régimen dictatorial
extranjero impuesto en aquel país a mediados del siglo XIX, aproximadamente desde
1856, hasta que fuera defenestrado del
alto podio que ocupara por más de dieciocho lustros, en el año 1947. Gracias a las
legendarias acciones de su eximio guía, aquel “faquir sedicioso que sube medio
desnudo las escalinatas de palacio del Virrey”, tal y como con desprecio
trataría de descalificarlo en su nota textual, Sir
Winston Churchill; tal vez el más lamentable desacierto de su “gloriosa”
carrera como hombre público —aún por encima de su propio desastre en Galípoli—.
Lo que ciertamente no hizo mella en la intensión del pueblo hindú respecto de
aquel ilustre aludido, al distinguirlo más bien con el honorífico título
religioso de: Mahatma. “Alma Grande”; en su traducción del sanscrito y, lengua
clásica de este pueblo milenario… Trastocando así para la historia, su verdadero
y humilde nombre, Mohandas Karamchand (Ghandhi),
en ese otro que sería mucho más brillante; llevado por él con auténtico orgullo,
como cosa rara en un individuo de su clase no afanado a la adulación, grandilocuencia,
ni a los altos podios. Que a su entender lo cargaba a cuestas únicamente como
“símbolo heráldico de su armorial”, de: Sencillez, humildad, temple,
determinación, y coraje; por nombrar tan sólo algunas de sus cualidades… En un
hombre que ha sido en verdad, bañado con la luminosa sabiduría del Sr. Rama
cuyo nombre fue lo único que vino a sus labios en sus últimos momentos de vida,
cuando ya casi dejaba este mundo; pronunciándolo antes de morir… Seguramente
para pedir perdón hasta por el mismo causante de su desgracia; al caer abatido
por las balas de un necio asesino. Siendo su vida sin lugar a dudas, un auténtico
ejemplo para toda la humanidad. "Oh, Rama...!" Fue lo único que se escuchó, ahogado por los gritos de dolor de sus auxiliares en la nutrida reunión; despues de los disparos...!).
...Por su parte, inocentes de las duras
penurias que semejante máquina en que viajaban iba imponiendo en los más
desvalidos seres del entorno, ocupando uno de los desmejorados camarotes del
viejo tren y, adormitados en el reservado para los pasajeros de segunda clase, descansaba
un hombre viejo ya bien entrado en años apoyado en hombros de su mujer echada
también a un lado; rendidos por el sopor, y el sueño. Soportando la pobre mujer
—menos mal porque al menos, estaba dormida—, la aún masiva complexión de su
marido que sin embargo, la rebasaba en edad al menos por unos diez años; pero mucho
más, vencida por su voluminosa y, estática carga. Viajaban ellos solos esta vez, sin sus hijos que
eran dos —Andrómaca, y Viktor—, ni con
ningún otro familiar, o amigo. Tan sólo podía verse como su acompañante de viaje,
un escueto equipaje que reposaba holgado
sobre el largo entrepaño de mimbre, con forma de cesta, que corría a lo
largo de las paredes del carro, allá arriba y, cercano al techo. La vista de
los dos ancianos era en verdad, un contraste:
Él; todavía algo fuerte, corpulento, con
el pecho de un toro como el del legendario Minotauro, según decían sus amigos
desde joven; aunque ahora bastante arrugado. Se le apreciaba robusto aún, de
marcado aspecto boyuno, todo canoso, entonces un tanto encorvado y, bastante
achacoso.
Ella; muy flaca, alta, frágil, también
encorvada, aunque conservaba todavía las reminiscencias de su belleza de
tiempos idos. Exhibía aún la serena dulzura de su bien encuadrado rostro, pero visiblemente
marcado por profundas arrugas, con acentuados surcos en “pata e’ gallina” a
ambos lados de sus otrora, bellos ojos.
Se trataba esta pareja del matrimonio
conformado por Sayed Katay Rawalpandi, y su inseparable esposa, Helena Andrómaca
Polidourius; quienes esa noche ya
llevaban una semana de travesía desde el Caribe en América del Sur, en su prolongada
aventura hasta La India. Habiendo hecho la primera parada de su largo viaje, ya
en ese territorio, en la bulliciosa ciudad de Delhi, su capital —país de origen
del señor Sayed—, donde se embarcaron de nuevo en otro tren para seguir
viajando, entonces hacia el interior de aquella gran nación. Intentando llegar
por este medio cabalgando a través de intrincados caminos y vías, a la budista
ciudad de Dharamsala, en el Noroeste del Estado de Himachal Pradesh; y, también
al noroeste, de esta república como tal. Hasta donde llegaba por cierto el
trazado de la vía férrea por ese lado —consecuencia
de los graves daños causados por el violento terremoto del año mil novecientos
cinco, en esta zona; momento en el cual, el imperio británico abandonó el
desarrollo del tren más allá de esa montañosa región considerada desde entonces
también, muy sísmica en extremo—, para luego continuar su viaje por carretera.
No obstante saber que tenían la
posibilidad de transitar por otros rumbos que le harían más ligero el viaje
hasta su pueblo, la anciana pareja había tomado éste porque el señor Sayed quería
complacer a su esposa Helena; en algo así como lo que sería, su regalo
postrero. Puesto que, siempre ella le habría dicho que antes de morir, deseaba
estar en un monasterio en Dharamsala ante la presencia del Dalai Lama; de quien
sabía, vivía por aquellos tiempos en esa ciudad, hacia donde iban. Todavía les
quedaría por recorrer a partir de allí, después
de éso, a los cansados esposos Katay−Polidourius unos ochenticinco, o tal vez noventa
kilómetros más para llegar a su destino final; viajando en auto con rumbo siempre
al oeste desde esta religiosa ciudad hacia y, a donde se dirigían. Hasta arribar
a una pequeña población de nombre Shahpur ubicada en el Distrito de Gurdaspur, al
norte de su querido Punjab.
Este pueblo Shahpur en el Punjab indio, por
cierto, era el asiento amado final, de lo que fue la familia del señor Sayed en
los lejanos tiempos de su temprana juventud al lado de sus padres, hermanos, muchos
tíos y, demás parientes. Resultado de la que fuera en el pasado, mucho más
lejano aún, su primigenia y numerosa parentela de antaño; cuyos patriarcas fundadores
por el lado de su padre procedentes en principio del estado de Guyarat, más al
oeste del país, se asentarían al llegar con sus familias, precísamente en esa zona;
en las ya lejanas épocas de aquellos emblemáticos peregrinajes entre el mediano
y, lejano oriente. Quiénes visitaran esta parte del mundo —oeste de La India—, por
primera vez, estableciéndose definitivamente allí; a finales del tercer quinto
del siglo diecinueve. Como consecuencia de las tradicionales, dilatadas, y penosas
marchas del grupo originario que se dispuso a llegar por allí a este país,
junto a tantos otros; en las postrimerías del siglo XVII a través de la Ruta de
la Seda, procedentes de algunos lejanos lugares en el Golfo Pérsico. Pero una
vez allí, con el correr del tiempo después de varias generaciones de
integración familiar, de acuerdo con las distintas influencias culturales
indias y punjábicas, su estirpe se iría decantando hacia diferentes creencias
de las muchas que pueblan esta convulsionada región del mundo.
Sayed Samir Katay Rawalpandi —era éste, su
nombre completo—, de hecho tenía una mezcla de las principales tendencias
religiosas y culturales que por allí había, viviendo en sana paz con todas ellas,
pues no era un hombre radical mucho menos de pensamientos fundamentalistas; a
propósito de las dos más renuentes y, reaccionarias de la zona. Eran éstas por
una parte el Hinduismo, estratificado y variopinto; y, el otro el Islam, que
por principio suele considerarse como único, y el más puro… En conjunción con
una tercera, que viene a ser como la bisagra entre ambas, por decirlo de alguna forma y, muy
especialmente con base en su consagrado pacifismo: El Budismo. Tradiciones
religiosas al lado de otras más, dentro de las cuales finalmente, se habría
criado el joven Sayed.
Su padre Yibril Abdelcader Katay era
netamente islámico, aunque también un hombre justo y respetuoso de las
creencias de los demás; mientras que su madre Prajapati Abhilasha Rawalpandi por
su parte, una budista consagrada y, nativa del lugar. Pero sin embargo muchos de
los miembros de la familia a las cuales pertenecían especialmente en el caso de
su madre, era de tendencia hinduista. Así, pasaron a constituir un caso de
unión muy particular que, aunque extraño, no era inédito en esos lejanos
tiempos en los cuales estas cosas se arreglaban con una sustanciosa dote; y, sobornos
muy sutiles por debajo de la mesa a algunos corruptos líderes tribales que,
hechos los pendejos, "solían hacerse de la vista gorda". Dándose por
aquellos días en que estas cosas pasaron, un raro caso de amor sublime en la
pareja que ellos conformaban; con un inmenso aporte de tolerancia mutua entre
ambos, culturalmente hablando.
Cuando
el pequeño Sayed era muy niño, igual se sentía feliz mientras acompañaba a su
madre a los ritos y templos de su religión natural, el budismo; que asistiendo
con su padre a los suyos. Como por ejemplo a las dos mezquitas que había para la
época en su entonces pequeño pueblo, Shahpur. Incluso una vez su padre lo llevó
a La Meca, en Arabia Saudita, y circunvalaron juntos el sagrado santuario de La
Kaaba cuando cumplió su mayoría de edad; por allá en el año mil ochocientos noventa.
…También
solía recordar Sayed, con muchísimo cariño, las experiencias religiosas junto a
su madre la piadosa Prajapati, aquellos lejanos tiempos de su niñez en que se
acostumbraba en determinada época del año, entre algunos miembros adultos de su
familia, irse marchando en peregrinación con muchas otras personas de su misma
fe, por los diferentes monasterios del valle del Kangra; cercano a su pueblo y, en el que los había por
decenas.
…En aquellos viajes —decía—, lo que más le
gustaba al joven Sayed era jugar con los monos que prácticamente convivían en casi
todos los templos junto con los monjes, que a pesar de las desagradables travesuras
de los micos, cuidadosamente los apartaban con extremada calma y bondad; al
acercárseles nerviosamente, husmeando en las cercanías de sus tazas de arroz.
O; cuando se les subían por sus azafranadas y, sencillas ropas, incluso hasta en
sus rapadas cabezas, curucuteando entre sus oídos mientras ronzando masticaban
frenéticos la dura corteza de la nuez del mango, que tanto les gustaba. Lo que
eran risas y risas entre el pequeño
Sayed, y la comitiva que formada con otros niños de su misma edad, que igual se divertían con estas
cosas. Mientras lo hacían, veían que los primates se hartaban también de
pitahaya, pomarrosa, y tamarindo; de los muchos árboles que en los alrededores había
en los sombreados patios de los grandes monasterios. Luego todos los niños se
entretenían lanzando algunos restos a los monos, entre risas y pequeños
disparates en realidad sin ninguna malicia, pero al ser sorprendidos por los
monjes eran reprendidos con severidad por lo que los religiosos estimaban habrían
sido unas malas acciones de su parte; al considerar sagradas a estas criaturas,
además.
…Entonces cuando estas cosas sucedían, los
traviesos muchachitos salían corriendo; unos apenados otros risueños, algunos
hasta maldiciendo —según el tipo de carácter, o moralidad que ya fuera
aflorando en ellos— a lo largo de los oscuros corredores del templo entre las
almagradas paredes de adobe y, de bahareque, que normalmente circundaban este
tipo de edificaciones en el valle. De todas maneras no se escapaban, porque
algunos de los monjes más jóvenes los perseguían escoba en mano, y los
obligaban a barrer los espacios que habían ensuciado usando unos grandes
escobillones generalmente de millo, o, de hojas verdes del monte; confeccionados
por los devotos religiosos allí en su propio monasterio. Les decían que si se
negaban se lo dirían a sus padres cuando salieran, ya desocupados de sus
labores de adoración a Buda, en el interior del santuario; lo que significaría una
vergüenza muy grande para los representantes de estos niños quienes en sus próximas
visitas no podrían traerlos de nuevo. Pues; quedaban “fichados” por así
decirlo, porque los monjes registraban sus nombres y faltas en unas duras tablillas
que usaban para éso, hechas por ellos mismos con fibras de bambú, y un engrudo
aglutinante preparado con la cera y, miel de algunas abejas.
...CONTINUARÁ,,,!