viernes, 24 de julio de 2020




Hola, buenas tardes. He vuelto para continuar con la entrega de mi primer libro, "Las evasiones de Hilario Coba, el primero de una serie de cuatro titulada: "Relatos Oníricos de La Atascosa". Cuyo desarrollo había quedado suspendido temporalmente en la ocasión de adelantarles un capitulo del libro número dos, Honor y rendición, relacionado con la  Semana Santa. Época precísamente en la cual entonces estábamos. Por eso ahora les presento la parte final de aquel capítulo antes pospuesto; este es:

10.-                                                  El Italiano

Para el diestro artesano, con cuyo talento había hecho de una simple foto una realidad magistral, era por sobre todo, la esperanza de expiación de sus pecados ya que, católico practicante como era don Claudio, estaba convencido de que con la promesa del Obispo de oír hoy su confesión —como un caso especial, pues no era esto lo usual en sus visitas al pueblo—, se liberaría de una vez por todas de aquel terrible secreto que llevaba clavado en la conciencia y, en el alma. Creía él.
Después del acto sobre la tarima, donde el Sr. Obispo, incluso, dijo unas palabras de agradecimiento y alabanzas a favor de quienes urdieron la idea de semejante obsequio y, en especial a su ejecutante, finalmente procedió a decir, ya dentro del templo, la sagrada misa; para posteriormente realizar el bautizo de los niños. En ese punto; don Claudio estaba tenso, lívido, nervioso, crispados sus dedos temblorosos sobre el espaldar del banco de asiento que tenía delante en la fila, sobre los que descansaban muchos feligreses a la espera de su turno para el bautizo.
     Aquel pobre hombre esperaba así para su confesión, por la expiación de sus culpas. Mientras tanto alguien caminaba hacia él y, al voltear, tímidamente, para luego volver a su posición de nerviosismo habitual, vio cuando se le acercaba un monaguillo. Era él, Temistocles Buonocuore envuelto en su sotanilla de gala, blanca como el algodón, adornada con un sencillo encaje de pasamanería alrededor de la ligeramente acampanada bocamanga y, también en el ruedo, su borde inferior; poco más arriba de sus alpargatas muevas de fina trama en la capeyá, terminadas en una discreta punta de patente. Indumentaria digna y muy sencilla sin embargo, rigurosamente acorde con el momento que se celebraba en la iglesia del pueblo entonces, en honor a la personalidad que ese día los visitaba; como era la del Sr. Obispo de Calabozo don Mariano Victorino Martell.
     Así, cuando ya creía que no lo llamarían don Claudio escuchó la voz del joven, con timbre de niño, cuando se paró a su lado tocándolo con suavidad en el hombro; venía con una nota del Cura don Cecilio Apóstol del Rosario y, entonces dijo, extendiéndole una mano con el papelito:
"Tenga don Claudio…!"
  ...El viejo en seguida se incorporó levemente en la banqueta, tomó la esquela y contestó:
"Gracias, muchas gracias mi hijo…!"
   “No, de nada…!” —Dijo el jovencito, y se retiró.
   
     Temistocles Buonocuore, era el monaguillo estelar en la iglesia del pueblo; y, joven perteneciente a una de las más distinguidas familias de La Atascosa. Siempre andaba atareado con las distintas actividades que tenía que cumplir por petición de su mentor, don Cecilio Apóstol del Rosario; quien dada su extrema confianza, le concedía al muchacho todo tipo de responsabilidades. Había sido confiado al viejo Párroco desde muy pequeño por parte de sus progenitores, especialmente por su madre, deseosa como buena beata de que en un futuro abrazara también, como él, los hábitos curales; porque el joven Temi —como familiarmente era llamado— les decía siempre que algún día iría a Roma, visitaría El Vaticano para conocer al Papa y, se convertiría para orgullo de la familia, en uno de los mejores estudiosos del Derecho Canónico.
     Caminó de regreso el novel monaguillo, de nuevo a sus labores, para encargarse de la próxima encomienda hecha por el Párroco, habiendo dejado en la banca donde se hallaba convertido en una maceta de nervios, aún mayor, a un vecino llamado El italiano; leyendo, tal vez con sorpresa la nota que le había llevado.
  …Pero viniendo esta vez Temistocles, de vuelta en sus actividades, algo descuidado y atareado cuando se ocupaba del actual objetivo trazado, de repente tropezó con una persona que caminaba presurosa en sentido contrario; y, era casualmente, su amigo Hilario Coba. Quien antes de disculparse por lo sucedido, ya procedía a ayudarlo con un manojo de rollos y papeles que llevaba, de los cuales algunos se habían caído; consecuencia del fortuito encontronazo entre ambos.
  "¡Ah, aaay! Disculpa amigo mío, no fue mi intención…! Estoy aquí porque vine a saludarte antes de partir, me voy al centro esta misma tarde. Quizás Maracay…!” Respondió enseguida el otro, causante del estropicio, mientras hacía lo propio por resolver la cuestión.
"No, no, no… Descuida, no te preocupes amigo. Bueno, que te vaya bien, son mis deseos y, no te olvides del pueblo…!" —Dijo Temi.
    Por ahora, voy a casa de don Cecilio, a poner esto sobre su escritorio; luego me cambio y subo al campanario a buscarle unos pichones de paloma, para el desayuno de mañana. Tú sabes cómo es él…!" —Agregó.
   “…Los papeles en el piso que su amigo recogió de nuevo para él, celosamente los guardaba Temistocles debajo del hábito, como si de cierta manera se avergonzase de cargarlos en su poder…!” —Cuenta Hilario. Se trataba de una copia del códice de los Cantos Goliardos, según pudo ver, de los siglos XII y XIII, es decir, los "Cármina Burana"; que él se empeñaba en leer y traducir, directamente del latín, con la reticente ayuda del Cura don Cecilio quien criticaba el contenido de muchas de las partes de la obra, sobre todo lo relativo a la satirización que en ella se hace del poder clerical y de la curia romana; considerada decadente por sus autores. Cosa que don Cecilio, por supuesto no compartía. Además condenaba sobre manera el anciano Párroco, el contenido de los curiosos poemas medievales relacionados con los placeres terrenales; el culto al amor carnal, al juego y, por supuesto también al vino.
    De allí su negativa a colaborar con el renuente e inquieto muchacho; sin embargo, sabía que debía cooperar con él, pues se trataba de la ampliación en el conocimiento holístico e integral que debería recibir en sus estudios futuros. Quiérase o no, la obra en cuestión era un excelente ejemplo cultural en el buen sentido de un cambio hacia la tolerancia, que debía operarse en la iglesia de aquellas oscuras y rígidas épocas; con vista a los tiempos futuros y, presente. Además debía hacerlo, de todos modos, dada la excelencia de su alumno en los asuntos musicales, también canónicos; y, por supuesto, de las raíces familiares que lo acreditaban.
   "¡Hasta la vista…!"
   "¡Nos vemos…!"
     ...De esta forma un tanto aparatosa  y, enteramente simple, se despidieron ese día los dos amigos.
     Mientras tanto don Claudio después de leer el contenido del papel recibido, como impulsado por un mecanismo de resorte, se paró del asiento y se dirigió con paso firme hacia el confesionario; tal y como allí se le instruía.
    
    Llegó frente al cubículo de madera labrada adosado a un costado de la nave central del templo, levantó con timidez la gruesa alfombra que por cortina hacía de puerta, que daba acceso al pequeño recinto, entró y, se sentó en el banquito al lado del tabique divisorio del reducido e íntimo lugar; con una rejilla de trama regular en él —que no permite distinguir en detalles, el rostro de quién está detrás—, a la altura de la cabeza. Entonces; casi que sin ningún preámbulo, diría el señor Obispo:

  "¿…Y; qué asunto tan grave te aqueja, mi amado Claudio…?"
  
  …Entonces don Claudio, con voz trémula, respondió:

  "…Se, se, señoría, he pecado terriblemente en la vida. ¡Incestuosamente! —Elevó un tono más, la tesitura de su voz—; por cuanto he deseado morir por ello, desde entonces. Y, justo ahora, si es preciso..!"
     Así, más o menos, comenzaría la confesión —supuestamente; según otro compañero de Temi, que se le había incorporado para ayudarlo y, escondido detrás del confesionario, donde a veces las oía—, pero Temistocles esta vez fue llamado por el Cura don Cecilio quien desde lejos discretamente le hizo la señal acostumbrada, precísamente cuando se frotaba las manos de emoción durante el sacrílego acto de escucha, no autorizado; para atender la recolecta de los diezmos, entre la feligresía.
    Mientras tanto el Obispo pudo haber contestado, movido en los cimientos del alma por el terrible pecado, lo siguiente:

"…Hijo mío, por cuanto es tan grande tu culpa, perpetrada tan sólo con la intercesión del maligno, no me considero digno en esta vida de concederte el perdón; por lo tanto, dejo esto en manos de El Señor y, que Dios me perdone. Sin embargo le pediré, humilde y fuertemente por ello, para que se cumplan tus deseos… En todo caso, para que se apiada de tií…!" Concluiría con voz firme el prelado, su rara intervención.
 
 …Era tarde entonces cuando don Claudio caminaba de regreso a casa, lo hacía como si flotara en el aire y, se sentía un hombre nuevo; pero, sin embargo, su consciencia seguía martillándole con la misma insistencia de siempre, los acerados clavos de sus últimos pecados.
  …Entró a la casa por el lado del taller, cosa que nunca hacia; ya de noche se podía oír desde la calle, el ruido característico de alguien trabajando en el local. Después que ocurrieron los terribles hechos de aquel fatídico día y, conocidos los resultados, algunos trabajadores pudieron recordar —echando hacia atrás la película—, que don Claudio desde el mismo instante en que comenzó a laborar en el sillón del Obispo, en paralelo iba trabajando en un extraño objeto de madera que a medida tomaba forma, empezó a cubrirlo con una enorme lona y cerraba con llave la puerta de acceso al lugar donde esto estaba; una cosa que nunca hacía.
     En realidad, el extraño envoltorio al cual se referían los sorprendidos trabajadores, era más bien un sofisticado aparato nunca antes visto. Un cadalso. Equipado con un avanzado sistema de poleas, cables, trinquetes, contrapesos y, hasta un eficaz mecanismo de temporización electrónica para que el suicida, una vez logrado su cometido de colgarse por el cuello y morir, entonces se zafara la cuerda del cuello de forma automática, lentamente al principio y, con un violento movimiento basculante después, colgándose una vez más −ya cadáver−; y, de una segunda cuerda atada previamente, más arriba del talón (En este caso del pié  izquierdo).
   …Pasaron cuatro días y don Claudio no aparecía; otra vez. De nuevo todo estaba como en aquella primera desaparición y, notaron que las luces del taller seguían encendidas por las noches, aún con las puertas cerradas; pero sin candados en ellas. Esto llamó poderosamente la atención a Clemencio González que era su vecino y además, el empleado de mayor confianza —mismo que le cuidaba los perros y su propiedad, mientras no estaba en casa; como cuando estuvo desaparecido por dos años, la vez anterior—; quien rápidamente dio aviso a la policía.
    Cuando llegaron los gendarmes tuvieron que forzar la puerta, previa orden del juzgado; y, cuando al fin, lograron franquear la entrada, lo que vieron fue realmente espantoso, horrible, aterrador. El cadáver de don Claudio pendía lívido de una cuerda, salida como muchas otras de la garganta en el último motón o garrucha de un polipasto a tres, que formaba parte fundamental de su elaborado patíbulo. Estaba asido firmemente más arriba de su tobillo izquierdo y, la cabeza hacia abajo, en medio de un ordenado pero fétido ambiente; vestido con el mismo y lujoso uniforme militar, de muchas regorgallas y oropeles, similar al usado por su famoso compatriota que también murió colgado de revés y, al cual siempre homenajeaba en aquellas febriles noches de Grappa y Verdi; junto a su mujer.
    Este hombre lacerado por el fuego del pecado, seguramente estaría ahora en las calderas del infierno mientras la policía, estupefacta ante tan dantesca escena, por fin reaccionaba; procediendo a descolgar su cuerpo obviamente ya sin signos vitales. El mismo que por última vez visitaría la iglesia del Cura don Cecilio, entonces dentro de un cajón de madera —hecho por él mismo, aquella fatídica noche—, para recibir del piadoso Párroco un lapidario rocío de agua bendita, acompañado de las postreras palabras del religioso, que en últimas, abogaban por el descanso de su alma; y, el perdón de sus pecados. Aquel, llamado por todos El Italiano como también era conocido en este pueblo, dejó unas notas signadas por el repetido detalle de solicitud de perdón a su familia y, a todos quienes lo conocieron. Toda esta narración está basada, en una fatídica carta donde se refiere una detallada secuencia de sucesos, en la vida de este hombre suicida; en donde se anticipaba de hecho, el destino que finalmente cursó.
    Se envió aviso a sus parientes y algunos paisanos, con datos precisos especificados en su epístola extrema. En poco tiempo el pueblo volvió a tener entre sus vecinos, a lo que quedaba de aquella desgraciada familia; la señora Carmela y sus dos bellas y taciturnas hijas, ahora más que nunca con sus miradas esquivas, como evitando a la gente que las seguía con asombro a través de los barrotes morales de su impúdico encierro.
    Todas llorosas, entraron al lugar del velatorio para luego trasladarse hasta el Camposanto del pueblo, caminando y sudando la gota gorda como un residente más, hasta donde su pecaminoso padre sería sepultado; anhelo final apuntado en la misiva por el difunto, lo que dice mucho del apego y las querencias de este vecino, que aún siendo extranjero supo hacerse parte de aquella gente que lo albergó a su lado y, que quizás, por este último deseo de hacerse polvo en su misma y noble tierra, ya ni siquiera se le guardaba más rencor por lo que había hecho —tampoco a su familia, tan sólo conocida, prácticamente que de vista—; por su oprobiosa conducta, contraria y nunca antes observada por la gente en el pueblo de La Atascosa. Siempre aferrada en su proceder a los designios de Dios y, sus mandatos, a través de las Santas Escrituras.

  …Finalmente; "El italiano" —como tanto le gustaba ser llamado don Claudio Milano Montessori, por toda la gente de aquel pueblo— habría querido morir, como efectivamente lo hizo. No por fuerza de la venganza de una turba hambrienta y enardecida por el odio, llevada de la mano por sus enemigos políticos allá en la Italia, su tierra común, como lo fue en el caso de su trágicamente célebre compatriota −Benito Mussolini−, a quien siempre se empeñó en recordar y celebrar; sino que, lo hizo así, quizás por dos razones fundamentales:
   Una, que lo recordaran como el gran italiano que siempre fue, ligado en sus convicciones a las de aquel trágico gobernante al que auténticamente admiraba y, además, sirvió como líder de la juventud en sus, nada gloriosos piquetes de asesinos, los “camicie nere” −camisas pardas, o negras−. Convictos y confesos, que sobrados daños hicieron a sus tantos y propios "compatriotas de a pie", siempre en el nombre de una facción política tan bizarra como fue aquella que tanto lo animó −el fascismo−; al punto que, quiso finalmente emular algo tan representativo de su propia locura. Que, aunque avergonzante en su última forma de presentación, por lo menos lo era menos que su propia tragedia de vida, también incestuosa además.
…Y; dos, porque el peso de sus terribles pecados crearía en él la convicción, de que la verdadera expiación de sus culpas debía pasar, por su propia inmolación. Craso error. Concluyendo que mientras más sufrimiento se infligiera en el camino al logro de su objetivo terminal —de allí lo laborioso, del aparato de muerte que construyó—, más digno seria ante el Altísimo, de implorar su perdón.
(…Copia textual de las declaraciones finales del occiso, Claudio Milano Montessori, alias "El Italiano" —constituida por varios insertos, manuscritos con su puño y letra entre dos emblemáticos obras, que configuran su extensa carta post morten dejada a propósito para las autoridades. Uno de los libros en cuestión estaba escrito por el poeta francés Charles Baudelaire. “Las Flores del Mal”; colocado sobre el otro, en forma de cruz, de Edgard Allan Poe. “El Cuervo”—; encontrada  sobre  una  silleta  de  cuero recostada contra la pared, en un rincón de la habitación cerca del cadalso…!) Según podía leerse, en el reporte policial del levantamiento del hecho aquel día.
  
...Y; bien, hemos concluido esta parte. Espero que les guste y, envíen sus comentarios. Hasta luego...!

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