Buenas tardes amigos míos, aquí estamos de nuevo. Hoy les traigo la segunda y última parte del capitulo número dos, de mi libro: "Andrómaca y Felipe".
—Consagración, y Rendición—
(...Segunda y última parte)
…Pues sus legítimos padres habrían fallecido de una forma muy trágica en dos episodios tan desgraciados, casi que con el mismo sino de la fatalidad y, en menos de un año. Su madre; allí mismo donde hacía pocos meses había nacido, estando el muchachito acostado en una pequeña cesta de moriche en la parte más alta de la ribera junto al rio, debajo de la fronda de una arboleda que ambos tenían por vivienda. ¡Todo fue tan inesperado! Después de alimentarse y, estar ella lavando en la orilla del cauce unos trastos de uso diario en la manipulación de los alimentos —tal vez totumas o, algunos cuencos de madera—, de repente en una crecida inusitada del rio la humilde mujer se asustaría por un estruendo repentino tal vez de grandes piedras y cantos rodados, como solía suceder, arrastrados por la corriente; perdiendo tal vez de pronto el equilibrio.
…Estaría entonces parada la desdichada
indiecita sobre unas lajas mojadas, cayendo de inmediato a las turbulentas
aguas; las cuales con toda su furia se la llevaron rio abajo golpeándola una y
otra vez contra las afiladas y enormes rocas, a través de las cuales el
violento caudal zigzagueaba… En la macabra escena tan sólo se escuchaban los
alaridos y gritos desesperados de la pobre india, pidiendo auxilio; siendo
encontrada horas después, aguas abajo, toda destrozada dando vueltas en
círculos repetitivos a derecha e inversa en una resaca. El niñito, apenas de
meses, sería recuperado sano y salvo por los rescatistas; llevándolo de
inmediato a la plantación.
El año anterior, a sólo meses de aquel
trágico suceso, había perdido el niño a su propio padre, quien en una rutina de
caza en la selva se enfrentó imprudentemente a un tigre mariposo, armado
precariamente de un arco, pocas flechas y, su viejo machete tocón; cargando el
pobre indio —cazador cazado, esta última vez—,
con la peor de las partes. Cuentan los sobrevivientes de la tribu, acompañantes
en su infortunio, que el desprevenido cazador fue arrastrado hacia las profundidades
de la espesura en la jungla, perdiéndose su rastro para más nunca volverlo a ver; ni vivo ni muerto.
No obstante; aunque entonces había perdido
también a su madre, quedando solo en este mundo, al indefenso niño nunca le
faltaron cuidados pues fue diligentemente protegido de allí en adelante no sólo
por su nana oficial, sino además por las demás mujeres del grupo de indígenas
que trabajaba en la plantación, pero siempre bajo la estricta vigilancia y
supervisión de don Aldo. Quien además; a medida que crecía y, podía valerse solo, siempre lo
tuvo a su lado ya fuera en la casa o en la oficina, llevándolo incluso a pasear
por los caminos, y por las veredas del sembradío, todas las tardes cuando
evaluaba el rendimiento de la jornada.
Jugaba con él y hasta le enseñó a
comunicarse en su propio idioma, el italiano, legándole aun su acento toscano.
Lo trataba en verdad como si fuera su hijo —quizás
como una forma de reivindicarse con aquella noble gente, que de alguna manera
eran el soporte en la obtención de su buena fortuna—;
cuando en aquel inhóspito lugar lejos de la civilización, Aldo Colavita
consumía sus días de vejez alejado de su propia familia, añorando su
legendaria, lejana y, culta Toscana. Allá en su querida y bella Italia.
Siendo por aquella época en que,
según dicen, al llegar algún visitante
externo ocasional a la finca, podía verse al pequeño indiecito por todas partes
siempre pegado a la manga de los pantalones del viejo don Aldo; y, al
preguntársele cómo se llamaba, de inmediato el muchachito respondía en su más
patética inocencia, como haciéndole honor al apellido de su afortunado “padre”,
diciendo; mientras arrastraba a modo de
cola una deshilachada colcha estampada con la icónica imagen de la Torre de
Pisa a punto de caer. La que siempre llevaba enredada entre sus dedos, chupándose un pulgar:
“…Cola… Cola, Colavita…!” —Decía, casi
gritando.
Acto seguido, pegaba una sola carrera;
siempre con varias indias viejas detrás, tratando de contenerlo. De esa etapa en su vida, es que le viene el
nombre con el cual desde entonces fue conocido
este indiecito: Ruperto Colavita; sin embargo, más le gustaba ser llamado −tal como quedó dicho−,
“El Indio Colavita”.
…Además, dicen que por aquellos días de su
infancia, se escapaba de la casa de don Aldo para irse a un sector fuera de la
plantación donde sabía estaban “los otros”
indios; que nunca veía trabajar por allí. En los predios de la plantación. Eran
los mayores, los más ancianos, que según sus creencias poseían y atesoraban el
antiguo conocimiento y, magia ancestral de la tribu; acumulados durante siglos de vivencias bajo la única
protección de la selva, para beneficio de su pueblo. Los cuales además, eran sumamente
respetados por todos.
…Durante tales incursiones
que de usual eran prohibidas, aunque toleradas de algún modo por estos
patriarcas tribales y, tal vez debido a las dolorosas calamidades ocurridas en
la temprana vida del menudo jovencito, a veces se hacían de la vista gorda
cuando lo sorprendían merodeando por las cercanías de su campamento. Conducta
validada desde un punto de vista de sus creencias como algún tipo de señal
procedente de los dioses, que habrían despertado de algún modo en el muchacho la obtención temprana de sus
conocimientos; obligándolos a ellos, sus depositarios, a apoyarlo de manera muy
especial.
…Una vez aceptada su
presencia en las cercanías al poblado conformado por las churuatas donde estos
maestros residían con sus propias familias, no sin cierta reticencia por lo
menos al principio, gradualmente fue siendo integrado como uno más de entre los
suyos y, en poco tiempo hasta se fue granjeando no sólo la confianza de todos
sino también, su respeto y consideración. Siendo tomado finalmente como
discípulo por el más anciano de la congregación.
…Sin embargo lo que más le gustaba al joven
indio y, lo hacía sentir más a gusto, era entrar en contacto con los chamanes
del grupo. De quienes se nutrió, y aprendió muchas cosas sobre la vida, la
muerte, la magia, la mitología; pero especialmente, sobre el conocimiento y el
manejo de las innumerables especies vegetales que ha atesorado por milenios la
fronda de la inmensidad del bosque; que todo lo rodea en su entorno. Apareciendo
en su consciencia como la materialización del único mundo existente; y,
conocido para él.
…Por todos estos antecedentes, puestos a rodar
de boca en boca por el pueblo a partir de las confesiones iniciales del baboso
de don Clotilde, aunado a tantas cosas fantásticas que se afirmaban de él en
cuanto a su trabajo y, por qué no decirlo, amplificadas por esa “extraña necesidad en la gente pueblerina de
inventarse su propio héroe”, se fue creando en torno al personaje en
cuestión una fama arrolladora que lo más seguro ni siquiera se merecía; ganada desde
un principio, por la preparación de sus
infalibles “filtros de amor” que con tanta insistencia le eran solicitados,
sobre todo por clientes del sexo femenino. Así, queda claro que la ligereza de
parte de de don Clotilde, más bien favoreció sobremanera al indio Colavita;
agenciándose con ello a su favor, un mayor y creciente número de clientes.
…Se decía también que hasta había sido capaz
de, prácticamente, levantar a un hombre del lecho de muerte con sólo hacerle
unos pases de mano por encima y, frotar en el pecho del difunto unas
enigmáticas ramitas de tallos azulosos sacadas del bolso que siempre llevaba
colgado a un lado, en bandolera. Extraño suceso aquel día, puesto de manifiesto
ante un nutrido grupo de parroquianos que dieron fe de lo ocurrido. Cuando
casualmente, pasaba el cortejo por su vecindario y, quedara conmovido el indio
por un mar de lágrimas de la viuda e hijos; que lloraban a cántaros, por haber perdido a su ser querido. Dibujándose
a su alrededor después de éso, un aura de misterio y, mitificación, sin
precedentes.
…Luego del extraño suceso nunca antes visto
en ninguna otra parte, según dijeron los que lo vieron, el mismísimo “muerto”
ya liberado de tal condición se paró de la hamaca que usaban como parihuela
para trasladarlo al camposanto, por sus propios medios y, cuidándose de que
nadie lo ayudara; entonces sorprendiendo a todos la recogió, la dobló y hasta
un nudo le hizo con las cabuyeras, terciándosela al hombro. Para luego
regresarse por donde mismo habían venido, al menos con su familia y los más
allegados; pues el resto y, no es para menos, huirían despavoridos del lugar.
Manifestando que eran cosas del demonio.
…Aunque un tiempo después se supo, a decir de
algunos, que todo habría sido una vulgar patraña puesta en práctica por el
indio con la complicidad del supuesto muerto y, alguno de sus familiares; con
lo cual darían por saldada una vieja deuda que aquel tendría con Colavita.
…Posteriormente, en los
detalles dejados filtrar por un antiguo novio de la hija de don Marcelino —el "muerto vivo"; como sería
conocido, de allí en adelante—,
disgustado con la muchacha “por no
dejarse” antes de tiempo, dijo que su futuro suegro habría sido tratado el
día anterior con un brebaje preparado por el indio supuestamente con hojas de
“adormidera” y, otras cosas más, cuyos efectos probados eran de unas
cuarenticinco a cuarentiocho horas; tras lo cual, Colavita lo reviviría en el
momento justo con otra de sus yerbas preferidas, la “mandrágora azul”. Haciendo
que todos los allí presentes se creyeran el cuento.
Muchos de ellos sin embargo, fieles a la
consabida leyenda del héroe particular en que todos quieren creer, ya señalado,
no daban crédito al desmentido del novio
disgustado; haciendo crecer más bien de allí en adelante la fantástica fama del
indio Colavita. Y; por el contrario, sería justo a partir de este hecho,
precísamente, en que muchos comenzaron a
llamarlo: “El Iluminado”, de La Atascosa.
Tal vez fue por todo esto y mucho más que,
aquel infausto día de la caída del Cura don Cecilio en la calle Tropezón, todos
creyeran en la leguleyería del individuo de marras pues además, cosa rara en un
indio era buen conversador, cuando le
interesaba; haciendo su agosto desde aquel mismo instante y, por un buen
tiempo, con los ya descritos amuletos en forma de collar.
A raíz de este odioso episodio con el
Párroco del lugar y, aprovechado de forma tan burda por el extraño individuo
convertido además en un vulgar
mercachifle, cosa que a sus seguidores no importó, fue que la fama del indio
llegó a conocimiento de muchas más personas en el pueblo y sus
alrededores; especialmente al entorno
donde se movía Victoria Sarmiento, quien para entonces ya se hallaba atrapada
hasta el tronco en su propio dilema. Sin
saber qué más hacer, para avanzar.
Algo
diferente tuvo que haberse operado, sin embargo, en la conciencia del indio esa
tarde de Semana Santa frente al grupo en procesión con la imagen de El
Nazareno, a lo largo de la calle Páez; en que prácticamente cayó fulminado al
suelo por la enorme carga espiritual que lo rodeaba. Integrándose a la marcha
como uno más de entre los fieles, en una supuesta actitud de reconversión que
de seguro −según se dijo−,
lo retrotrajo a las creencias con que desde muy niño el devoto de don Aldo lo
habría instruido. Como buen “católico, apostólico y romano” que aquel se
declaraba; independientemente de toscano, que en verdad es lo que en realidad
era.
…Tanto así, que hasta
había mandado a construir en la plantación al lado de su casa de residencia, una
pequeña capilla con campanario y todo; usada por él para rezar, e invitar a sus
amigos en las esporádicas visitas que le dispensaban y, en que solían leer en
conjunto la Santa Biblia.
Entonces y, siempre con el indiecito a su lado,
imitándolo en todo. Mientras esto hacía, especialmente los domingos, y los días
formales del calendario religioso tradicional la puerta principal del local y
las dos ventanas que la flanqueaban, permanecían abiertas para todos.
Usualmente ocupada en esas ocasiones por
algunos nativos, que seguramente sólo lo hacían por pura curiosidad, pero con
el correr del tiempo se iría incrementando su número hasta llegar a ser
considerable. Eso sí, eran pocos los que trasponían la puerta para ir a
sentarse en los largos escaños más próximos. Si lo hacían parecían estar atraídos
más bien, además, por la extraña y suave música que emanaba de un viejo tocadiscos emplazado en un rincón
al fondo; donde don Aldo solía colocar, a un volumen moderadamente bajo, música
sacra medieval. O; en ocasiones especiales, la de sus músicos favoritos y,
paisanos suyos además: Giuseppe Verdi y Giacomo Puccini…!).
…Así; de esta forma tan extraña, finalizaría
aquel Miércoles de Ceniza del año ´63.
“Más espectacular que el del año precedente” según las opiniones de muchos, aun
pese a la caída del viejo Cura del pueblo aquella vez; y, con ello, desde esa
amarga experiencia, el nacimiento del nombre para una vieja calle entonces sin
identidad… Donde por otra parte, el pueblo sería testigo de la rendición de un
hombre que, aunque temido, no fue capaz de sostenerse en pie ante la
arrolladora fuerza de la fe… Pero sobre todo, porque se le rendía tributo
después de al Nazareno, también al joven paisano Leoncio Gómez Katay, que aquel
ya lejano día se estrenaba como Párroco en funciones; y, precísamente durante
su consagración, allí en su propio pueblo.
“¡Gracias a Dios!!!”
…Dijo de nuevo
eufórico, esta vez, el señor Marchena.