.. ....Buenas noches, mis amigos y, feliz año 2020; también!!!
Por aquí, de nuevo con ustedes. Hoy les traigo el capítulo número diez de mi primer libro, Las Evasiones de Hilario Coba; primero también, de la serie de cuatro títulos con el nombre de: "Relatos Oníricos de La Atascosa". Disfrútenlo y, espero sus comentarios.
1.10.- —El Italiano—
Había una vez
en el pueblo, un hombre bastante sencillo y bien
laborioso de auténtico origen italiano,
llegado a La Atascosa en sus tiempos de máxima actividad petrolera y, tal
parece, se habría adaptado tan bien al lugar puesto que ya pasadas unas cuantas
décadas desde su arribo, todavía seguía allí; aunque no ya, con el mismo ánimo
de siempre, de aquellos primeros días de euforia como
trabajador contratado en tan
extraña labor —al menos para él, conociendo su procedencia; siendo que hasta entonces, no se
tenían referencias en ese sentido en aquel país europeo de donde venía, de algo
parecido—. Cuando llegó aún era
un hombre joven, lleno de sueños y de expectativas,
sólo que para el momento
en que supe de él ya estaba viejo; y, tal vez en el ocaso de su
existencia. Arrastraba entonces con dificultad su pesada figura de hombre
obeso, rechoncho y con una patética cara de amargura, que no me figuro cómo
fue que logró granjearse algunas amistades
en el pueblo.
Todo lo que se de su vida, me lo contó
un hermano mayor que solía
verlo casi a diario; por las tardes, cuando
jugaban cartas o dominó con otros señores
de la vecindad. Su nombre era Claudio Milano Montessori, y justo al
llegar, consiguió entrar a una contratista que daba servicio a una compañía
norteamericana asentada aquí. Dicen que venía recomendado de arriba, por algún
político o amigo suyo con influencias en el gobierno dictatorial del momento,
regidor de los destinos de la nación por esos años. Trabajó allí
aproximadamente por espacio de unos quince a veinte años, al cabo de los cuales
se dedicó al oficio que luego dijo era, a lo que se dedicaba allá en su
"amada Italia"; como también
la llamaba cuando con nostalgia se refería a aquella gran nación.
Mientras trabajaba en la
petrolera vivía alquilado en una pequeña
casa de la calle Páez,
que entonces compró y posteriormente ampliaría —tal parece que lo
tenía todo planeado, de antemano—; hasta que un buen día instaló su propio taller en
ella. Era alta, de dos plantas, arriba estaba la vivienda donde vivía solitario
y, tan sólo con sus más íntimos recuerdos; mientras abajo tenía el taller:
Amplio, espacioso, ordenado. En el piso estaban las máquinas perfectamente alineadas
con un rayado amarillo que demarcaba cada una, por dónde debía
caminarse y, en dónde no. Las paredes pintadas de blanco sostenían dos grandes
bastidores, como pizarras. Sobre las cuales estaba dibujada la silueta de cada
herramienta, aparejo y, adminículo, todos utilizados
para las labores con la madera.
En el frente sobre la cornisa hizo instalar un gran cartel o valla, adornado
con los colores
nacionales de su tierra
natal sobre el que podía leerse: "Carpintería Véneto"; sobre un fondo
blanco enmarcado de verde,
escrito con grandes letras de color rojo.
Debajo había una lista,
usando el mismo tono bermellón, de todas las
cosas que se podían hacer en madera
y más abajo, a trazo gótico,
en verde oliva,
decía: "Atendido por su
dueño" —luego el nombre después
de los dos puntos, seguido de, “Carpintero Ebanista”; entre paréntesis—.
Por último la fecha de fundación del negocio, lo cual no recuerdo. Rápidamente se daba uno cuenta de que este sujeto habría sido formado con rigidez y, un claro
sentido del orden, y la disciplina.
La vida de aquel hombre,
pese a lo ya mencionado, hasta entonces, no habría
tenido nada de particular si no
hubiera sido por lo ocurrido en aquellos años posteriores a su extraña
y repentina desaparición del pueblo; por espacio de unos dos años más o menos. Tiempo
durante el cual la carpintería permanecería cerrada, no obstante tener un grupo
de fieles trabajadores a su cargo, a quienes liquidó; y, una envidiable cartera
de clientes no sólo en el pueblo, sino de otros lugares y ciudades en el centro
del país.
Durante todo este tiempo,
sólo uno de sus vecinos sabía de su real paradero, aquel
comisionado por don Claudio para que cuidase
de sus tres perros que tenía
detrás de la casa, los cuales junto a él protegían sus propiedades y, al mismo tiempo, se encargaba de dar
de vez en cuando un vistazo al interior del negocio para lo cual su jefe dejó
en su poder un manojo de llaves de todo. Este vecino, además de contar con la
entera confianza del italiano, era trabajador suyo en el taller, mientras
estuvo abierto.
Todos los demás en el pueblo que de una u otra manera tenían que
ver con don Claudio, se hacían diferentes conjeturas acerca de lo sucedido con él, ya que
su desaparición fue repentina, inadvertida; de la misma forma en que se produjo
su regreso.
Un buen día las gentes pasaban por la calle y volvían a ver abierto
el taller, percibiendo el familiar sonido de
algunas de sus máquinas: La sierra, los taladros, las lijadoras y, la
canteadora; acompañadas por el
continuo clavetear de los martillos, precedidos por el
suave aroma del cedro y la caoba cuando son trabajados por manos expertas, que saben extraer
de sus fibras más profundas tan variadas y delicadas formas, que poco a poco van aflorando al calor de las
sabias ejecutorias manuales del artífice… Como el famoso “duende de la
lámpara”, cuando por arte de magia simplemente deja ver el espíritu de las
cosas bien hechas: Una excelsa mesa de comedor,
un regio sillón, un caprichoso
chifonier; o, un torneado y curvilíneo copete de cama como invitando a la
actividad amatoria de sus futuros
dueños.
Así que, en el conocido lugar
de la calle Páez volvía a bullir la vida tal y como antes
había sido: El fragor de la brega, el calor del trabajo, la frenética
actividad, el sudor en la frente, características propias del famoso Taller
Véneto de don Claudio Milano
Montessori a quien
de nuevo, se lo podía ver activo entre su equipo de artesanos; dando instrucciones, órdenes y,
apurando algún encargo.
Sin embargo en
esta ocasión, don Claudio reapareció dicen que bastante remozado pero más
taciturno y sumido en sus propios asuntos, al punto que rara vez −como ahora−,
se le vería con sus contados vecinos en aquellas habituales tardes de cartas y
piedras del dominó; pues entonces, ya no vivía solo. Había traído con él una
mujer más o menos de su misma edad, y dos lindas muchachas, muy jovencitas
ellas. Se dice era esta su familia, que habría dejado allá en su tierra de
procedencia mientras se fue por el mundo viniendo a parar aquí, justo en este
pueblo; donde hasta ayer fue feliz con las putas de los populares barrios Los
Paragüitos y, La Rochela; e infeliz en su recién reestrenada vida marital. Lo
que explicaba su inusual relación con el citado hermano mío, que jugaba cartas
con él; muy conocido entre las damiselas de la vida alegre por aquellos
predios.
Su esposa era
una mujer de muy pocos atributos sociales, también italiana, que sin embargo
poseía en su descargo algunos
visos de belleza a favor de su apariencia; y, respondía al nombre de Carmela.
Carmela Burana, quien
venía de la región de Friuli y, quizás
por éso, le gustaba más que la llamaran "Carmela Friulana". Lo que
junto a otros tantos rasgos la caracterizaban como muy nacionalista al igual que
su marido, cuando
tal cosa en verdad no era
mala en sí misma, sino que extrañamente y, tal vez derivado de ello, ambos
por igual aplicaban un férreo trato
autoritario hacia sus propias hijas, entre
otros; además de que don Claudio mantenía celosamente una especie de
altar votivo dedicado al tristemente célebre “Il Duce” −"El jefe"−,
al que aún ciegamente rendía tributo. Cosa que ella también aprobaba… Oscuro
personaje de la historia era aquel, de data prácticamente reciente, cuyo jactancioso título
estaba grabado en una plaquita dorada sobre la curvatura superior de un
nicho empotrado en la pared, donde había una foto suya a cuerpo entero
finamente enmarcada, vestido con sus mejores galas; y, quizás, en su momento más estelar.
Quedaba todo
aquello al fondo
de la sala de la casa,
aledaño a un jardincito florido a cielo abierto en el patio, adornado
con una pérgola
donde se enredaban los sarmientos de unas vides
que daban forma a un hermoso parral. Manteniendo allí gran cantidad
de fotos y recortes de diarios y revistas montados en pequeños
cuadros, con escritos y “titulares gloriosos” sobre su héroe,
en los periódicos de su época; algunos controlados por él,
incluso como su editor, como era el caso de "Avanti!" y, "Il
Pópulo d’ Italia".
Son ampliamente recordados, a decir
de su vecino predilecto —que a veces era invitado a participar pero
enseguida se marchaba con alguna excusa, tomándose usualmente una copa del para
él, extraño licor, tan sólo la del inicio y, con la cara bien arrugada; porque al final, según confesaría más
tarde, todo aquello le daba miedo—, los momentos en que don Claudio y la
señora Carmela se alegraban con un poco de Grappa que siempre conservaban a
buen recaudo, para alguna fecha memorable; en que el italiano se vestía como el
mismísimo Benito —pero no Juárez; de
quién sí tomaron su nombre, los padres de aquel— y se sentaba en la penumbra
frente al altar, mientras ella ataviada con sus mejores telas lo veía y, hacía
sonar para él en su viejo tocadiscos, las gloriosas notas del himno nacional
de Italia junto
a algunas de las obras más sonoras de Giuseppe
Verdi… Como La Traviatta e, Il Trovatore; pero muy
particularmente les gustaba escuchar, envueltos entre las sombras y, vestido de
lujo militar como su famoso
paisano: Otello, Falstaff, Don Carlos; y, en especial,
Nabucco (Coro de los esclavos).
Don Claudio
desde el regreso posterior a su misteriosa desaparición, se hacía cada vez más
extraño y, menos comunicativo, al punto que tal parece vivía inmerso en una
oscuridad total; en que se encerraba solitario
en el taller, antes de irse a casa.
Lucía en esos días mucho más infeliz y desgraciado, especialmente notorio
cuando suspendía la jornada de trabajo diario para ir a reunirse con su
familia; como si fuera presa de un oscuro secreto, de algo muy malo, terrible
y, por lo cual sentía muchísimo miedo.
La extraña
situación en que se debatía aquel hombre tuvo su punto máximo tendiente a su
desenlace, un día cuando por motivo de la visita
a su taller para hacerle un
encargo especial, llegara una noble matrona del pueblo a solicitar su ayuda;
relacionada con un asunto eclesiástico de la parroquia y, en el cual éste se
comprometiera. Era doña Estela de Romero; quien al llegar, dijo de una sola vez:
“…Buenos días don Claudio. Vengo a verlo para proponerle una misión de parte de la parroquia, si es de su gusto y
espero no nos defraude, por supuesto; lo cual se trata de la fabricación de una
mecedora según esta foto… Pero mire usted, no es cualquier mueble,
como podrá darse cuenta…!” —Insistió la dama; poniendo en seguida, la imagen en
sus manos—. La cual será regalada por el pueblo al ciudadano Obispo de
Calabozo, nuestro huésped de honor, quien por fin nos visitará el mes próximo…!
—Agregó.
Ante semejante propuesta don Claudio enmudeció de inmediato, por un instante, al pensar que era esta su oportunidad de oro de poder
dilucidar ante tan alta autoridad eclesial, su terrible secreto; que ya no le
dejaba vivir. Con lo cual esperaba, creía él, el tan ansiado perdón de Dios… Luego, una vez asimilado el impacto, dijo
nervioso; y, en rápida respuesta:
"…Bue, buen día, doña Estela. Acepto la proposición…! .
“…Pero; sí, y sólo
si, el Sr. Obispo accede
a tomar mi confesión personalmente, justo en el mismo
acto del bautismo a los
niños…!" −Argumentó−; pues, era ya sabido por todo el mundo que, cuando el
Obispo Martell venía al pueblo, era para únicamente bautizar a los muchachos, nada más. En seguida
doña Estela, visiblemente sorprendida ante tan peculiar proposición le aseguró, sin embargo,
que lo diera
por hecho... Entonces
respondió, esta vez con más firmeza:
"El Sr. Obispo, tendrá el honor de confesarle, él mismo;
mientras tanto, se maravillará con el resultado de su segura obra de
carpintería…!"
Dijo esta vez la
dicharachera beata con calculada indulgencia; no obstante don Claudio la atajó,
elucubrando:
“Obra de carpintería no, doña Estela;
de ebanistería, querrá usted decir…!"
Agregó esponjado don Claudio, tusándose los bigotes. No
en balde para evitar este tipo de desagradable “simplificación profesional”, lo aclaraba muy expresamente y, con orgullo,
en el cartel frontal del negocio
montado sobre la cornisa: “Carpintero-Ebanista”.
"Sí, está bien, disculpe usted mi ignorancia en ete asunto; don
Claudio…!" Dijo finalmente a secas, la señora.
Luego de esta
breve visita, fue como si aquel hombre empezara a quitarse un enorme peso de
encima y desde aquel mismo día, clavó la foto en la pared frente a un mesón y,
se dispuso a empezar la fabricación desde aquel
preciso instante. Dicen
que el sillón en la foto era
en verdad una magistral obra de ebanistería, como bien corrigiera don Claudio a doña
Estela; pues se parecía más bien un trono, idéntico al usado por el Papa en su
retiro veraniego de Castell Gandolfi.
Desde que aquel
hombre comenzó a trabajar en el
famoso sillón del Obispo, de pronto se transfiguró; volviendo a ser poco a
poco, el mismo que conocían los escasos amigos que tenía. Desde que abría el
taller se instalaba en el mesón frente a la fotografía, pasando todo el
santo día encargándose él mismo de tan laborioso trabajo y entonces, se oía
cuando iba cortando, ajustando, cepillando, nivelando,
lijando y, laqueando cada una de las piezas que lograba definir. Hasta se le oía
tarareando alguna melodía
verdiana; en especial, las de Rigoletto.
Poco a poco le fue dando forma, con su talento y trabajo diarios, a aquel singular mueble; el cual
desde el mismo momento en que se comprometió a construirlo se convirtió
en una autentica válvula de escape que lo deslastraba cada
día del tremendo peso de sus inconfesados pecados; justo cuando por aquellos
días se decía que, Carmela y sus hijas las bellas Pompeya y Carmina,
lo habrían abandonado. La primera de ellas, era la mayor. Mediaba unos
veinticinco años, de piel algo morena con cabellos lacios negro como el
azabache, al igual que sus grandes ojos;
siempre taciturna, poco
comunicativa y mirada
esquiva, lo que contrastaba fuertemente con su belleza. Mientras Carmina era la
menor, tan bella como la otra, sólo que de aspecto más europeo; blanca, podría decirse que rubia y, de profundos
ojos azules, pero al igual que su hermana
era nada afecta
a la intimación, y tan sólo
en éso, se parecían mucho a su madre —como si, al igual que
sus progenitores, vivieran ambas presas en su propia cárcel entre barrotes de
infamia, dolor y, amargura.
Hasta se habría colado hacia el populacho que el gran secreto de
don Claudio y su familia era una presunta, odiosa relación incestuosa con la
mayor de ellas que en realidad no era hija suya propiamente sino de su hermano menor
Cosimos —siciliano engendrado por su padre común
pero en otra madre, en sus andanzas libertinas por los mares
del sur de la península itálica, lo cual pudiera explicar el nada parecido aspecto fisonómico
de la muchacha, con los que supuestamente eran sus padres—,
muerto durante la guerra; y, a quien le prometió
cuidarla… Por lo tanto efectivamente era su sobrina, la hermosa Pompeya; una
verdadera y cuestionable tragedia. Situación que al parecer conocía todo el
grupo familiar y, entonces, también La Atascosa.
Quizás por esto fue, que la gente del pueblo no se sorprendió
tanto, con la hipotética ida repentina de aquella extraña familia; y, lo que de
primero fueron chismes, conjeturas, luego se conocería con mayores detalles. Sin más preámbulos ni cortapisas.
…Y, como lo prometido es
deuda, llegó el tan deseado día de arribo a la localidad del honorable Obispo de Calabozo; a lo que, una vez en el momento,
don Claudio estaba de primero en la fila de quienes asistían al acto religioso,
frente a los portones de la iglesia. Al frente,
en un lado de la plaza Bolívar
hacia el templo, había una tarima con un micrófono al centro, sobre un
pedestal; flanqueado por sendas cornetas parlantes a izquierda y derecha.
También sobre la plataforma pero más allá del equipo de sonido, sobre un denso
tapete color púrpura de largos flequillos en los bordes, con borlas doradas en sus esquinas reposaba una bella,
espectacular y, brillante mecedora de caoba. Finamente laqueada, con bruñidos
engastes de plata y bronce en la parte alta del
espaldar y en los laterales de sus posa brazos, tan curvos como sus patas;
terminadas éstas en puntas labradas como gárgolas, viendo al cielo con
fulgurantes ojos de rubí. Plantada por entero, esa tarde, en toda su majestad…
La suave brisa matutina apenas si lograba moverla, no obstante su ligereza de apariencia; porque
parecía como si hasta el viento,
sintiera temor por estropear con su tacto, tan singular belleza.
Cuando llegó el Obispo, hubo un acto sobre la tarima, rodeada de
bambalinas de vivos colores que se movían agitadas
por la brisa, cual papagayos
en el cielo; allí, el tan
esperado religioso fue finalmente presentado
al pueblo, cuya gente asistió
en masa. No sólo
impulsados por el fervor religioso, si no que esta
vez, había un motivo adicional. La presentación y entrega formal por parte de
toda la feligresía, de la famosa mecedora que
don Claudio Milano
Montessori había fabricado como encargo especial de la comunidad religiosa, para el ilustre
visitante. Quien la haría llevar a Calabozo —lugar de
asiento de su Ministerio— para su posterior disfrute, en las soleadas tardes de Abril.
...Y; bien, amigos míos. Hemos llegado al final por hoy. Espero que les guste. Chao...!