Buenas tardes, amigos. Por aquí de nuevo con ustedes. Con el capitulo número ocho de mi libro "Las Evasiones de Hilario Coba". De la serie de cuatro:
1.8.-
—Espíritus de
Leyenda—
(La
Sayona de Infafé, El Ahorcado de Gato Negro, La Bruja sobre el Tejado).
“La Sayona de Infafé”.
Había en La Atascosa
un individuo que tenía por nombre “Infafé”, el cual
llamábamos así porque
todos los días se asomaba por las pequeñas
ventanas de las cocinas de las casas, para pedir a sus
ocupantes un poco de café; lo hacía usando una cómica además de
menesterosa expresión, muy de él y, bastante característica, que la tornaba
irresistible además. Entonces,
con su hablar
tartamudeante decía
“…Dame un poquitico de infafé…!”
(…Esto para él definitivamente, quería decir
café; por ejemplo, cuando era en mi casa se lo decía a alguna de mis hermanas, todas
ellas mayores que yo…!)
Con tan habitual además de curiosa forma de pedimento fue
como selló su propio nombre dicho personaje, por el cual sería conocido de
todos en el pueblo; era un tipo flacuchento, alto y de ojos saltones, realmente
de un mal aspecto pero que poseía una candidez tan espectacular, sumamente
alejada de la edad que realmente este tenía. Infafé
era hijo no se sabe de quién, mediaba
aproximadamente unos 45 años y, al verlo, siempre parecía que era esa su edad de forma perpetua; como
si el tiempo le hubiera hecho una mala jugada en su vida, al nacer así de esa forma,
ya grande y dislocado… Siendo
ése, su signo particular de vida.
Se decía en el pueblo que su madre habría muerto cuando
él nació, abandonado entonces por su progenitor, razón por la cual su familia
materna se hizo cargo del desafortunado niño mientras que el padre siempre
fue un individuo sumido en el misterio; a tal punto que nadie sabía su
nombre, quién era, ni dónde estaba. No se entendía para muchos, cómo
una mujer que presuntamente no poseía ningún tipo de atributo femenino
especial, podía ser objeto de amor
carnal alguno por parte de ningún hombre,
ni siquiera del más necesitado de
placer… Así que, sin embargo, he allí el resultado.
Infafé siempre andaba solitario por la vida, deambulando
con su destino a cuestas, llevándolo prácticamente de un lado al otro dentro
de los mismos talegos repletos de trastos y cachivaches viejos, los que algunas veces para descansar de su pesada carga eventualmente
echaba dentro de una muy particular carretilla de madera; convertida en su
inseparable “instrumento de trabajo”. Que cada día conducía por las calles del
pueblo dejando ver su titánico esfuerzo reflejado en las venas brotadas sobre
sus sienes sudorosas y, resbaladizas, mientras empujaba aquella especie de
carromato sobre el cual cargaba todo tipo de
peroles inservibles; a quien ya nadie interesaban. Por lo que él, tan
sólo los almacenaba en su habitación de residencia donde formaba un alocado promontorio
de objetos de todo tipo, que verdaderamente habría que estar chiflado para
mantener en casa una cosa como ésa.
Infafé en su febril
brega diaria, carreteando por los caminos y
calles los más variados objetos, un día llegó al pueblo muy temprano en la mañana, cosa extraña en él y, ya casi rayando el alba. Despavorido, como impulsado por una fuerza maligna
se dirigió al cuartel policial y con palabras atropelladas, habitual, contó a los policías
de guardia algo sobre lo cual
habría sido objeto…
Tenía los ojos desorbitados,
estaba sudoroso y hablaba con frases entrecortadas, cuando dio a entender a los
efectivos un bizarro relato en el que habría vivido una experiencia no acorde
con las cosas de este mundo.
Dijo que venía retrasado, por los
lados de la carretera de Cabruta cerca del cementerio, serían aproximadamente
las ocho de la noche −del día anterior− cuando de repente se sintió atraído al
centro del camposanto y, una vez allí, se vio acostado
y amordazado sobre una
tumba a donde de repente
fue a dar; asegurando que lo habrían sometido de una forma poco
usual sin el uso de fuerzas
convencionales, unas mujeres
vestidas de blanco. Bonitas todas ellas, aunque largas en extremo como sus dientes
y, de semblante paliducho que
le decían:
“…Veeen, cooon nosoootras, mi amooor…!”
(…En un extraño tono lúgubre y, muy despacio;
pero además sensual, insinuante y lúbrico. Según se deducía de las expresiones
y gesticulaciones que, el aterrado individuo, intentaba recrear).
Cuando los agentes policiales fueron testigo de las disparatadas expresiones de Infafé,
no les quedó
más remedio que ir a buscar al señor
al Cura, porque consideraron que aquel pobre hombre lo que
necesitaba, podría ser más bien una buena dosis de exorcismo; porque habría
sido víctima, de lo que en el pueblo ya todos sabían y, era conocida como “La
Sayona” −según las propias palabras
del afectado−.
Con la llegada del Párroco, trajeado de negro
y flanqueado por un par de níveos ayudantes que se turnaban mediante unas
discretas e imperceptibles señales que él mismo les hacía, y lo seguían
cambiándole ciertos atuendos
de su indumentaria —al parecer
sumamente necesario para la obtención de resultados positivos, en el ritual que llevaban adelante—, el
confundido Infafé en seguida fue bañado en una espesa humareda de sahumerios;
al tiempo que el jesuita pronunciaba unas extrañas plegarias dentro de las
cuales uno que otro latinazo también profería, caminando lentamente a su alrededor
y, sosteniendo un crucifijo en alto con la
mano derecha mientras en la izquierda un grueso libro negro, obligado a estar
abierto por el pulgar de la misma mano.
A
medida que todo aquello iba sucediendo a su alrededor, un tembloroso Infafé de
pronto se fue relajando hasta que sus piernas parecía que flaquearían y,
entonces dos policías viendo que era inminente su desplome, enseguida intervinieron para sentarlo en un taburete cercano que
había ahí; mientras tanto el exorcista haciendo
caso omiso de la
breve interrupción de todos modos lo siguió, continuando con su delicado
trabajo. Hasta que por fin el poseso simplemente se durmió y, al despertar,
horas después, ya casi ni se acordaba
de lo sucedido.
Eran ya aproximadamente las ocho de la noche
de aquel largo día cuando Infafé estaba de nuevo entre la gente común y,
ya no más bajo la custodia de los representantes de la ley, ni tampoco de la
iglesia; y, luego de ser sometido a aquellos ritos de limpieza espiritual en
una pequeña habitación del mismo retén policial del poblado, como de costumbre,
se dirigió a su casa. Donde su tía una mujer bastante vieja, narizona, contrahecha y desgarbada, que pese a haberse quedado sola y sin hijos
en su vida —ningún hombre
al parecer, habría osado pretenderla, tal vez
con el temor de no reeditar el mismo caso de su hermana mayor—, tenía sin
embargo una extraña disposición a lo maternal; aprendida quizás por razones de
fuerza mayor, a raíz precísamente, de la trágica aparición de su especial
sobrino en este mundo.
La anciana
tenía encendida una vela al lado de una
vieja fotografía de su pariente,
de cuando este era un niño —con traje de charro y sombrero mejicanos, montado
sobre un caballito de madera con la cara descascarada, como cuando a los muebles
se le cae el barniz; tomada
frente a la Plaza Bolívar de La Atascosa— y, rezaba
un rosario frente
al improvisado altar en que
su rostro era presa de aquella singular expresión que nos caracteriza cuando lo
hemos perdido todo. Amplificado en su caso por el reflejo de la titilante luz en la llama de la
vela, que le daba un aspecto tenebroso a la piadosa escena; en un contexto de precariedad, pobreza
y desolación que se
respiraba ampliado, en ese preciso instante dentro del rancho.
Así las cosas, de pronto la mujer oye el
ladrido de unos perros en la calle frente a su vivienda, lo que la impulsa a suspender las plegarias para ir a asomarse
por el ventanillo, para entonces descorrer la tranca de la puerta que normalmente aseguraba
su humilde morada; y, justo al
abrirla, observa con alegría que efectivamente se trata del extraviado sobrino,
que todavía con el terror reflejado en su rostro se hinca de rodillas ante ella
en solicitud de la bendición —tal
cual su costumbre—, para luego abrazarlo después de cumplirle su deseo, pero al
mismo tiempo, casi simultáneamente le pregunta:
− Tienes hambre? Dijo de entrada y, luego, dónde
has estado…? Replicó angustiada, cuando habían pasado ya más de treinta
horas de su ausencia. Porque
lo que eres tú, nunca haces
esto…! Argumentó al final; y, enseguida Infafé apurado
respondió, balbuceante:
− Ti…ti…ti…tía, me salió La Sayona…!
…Ante lo cual con actitud perpleja,
simplemente dijo la anciana, santiguándose.
− Dios mío, yo creía que esas
vainas eran puras mentiras…!
Después
de un emotivo recibimiento la señora ya más tranquila preparó una frugal comida
para el recién llegado, acomodándola amorosamente sobre una tosca mesa del
lugar; que de inmediato Infafé devoró gustoso con la misma
expresión en su rostro,
de los perros que al llegar lo recibieron con feroces alaridos y, asomo de filosos dientes
desde adentro de sus
babosas mandíbulas. Una vez saciada
el hambre, se dejó caer en el
catre que tenía al lado, junto a un montón de peroles y cachivaches viejos, sumiéndose muy pronto en un reparador
sueño; sellado sin embargo por la profunda candidez en su semblante, de su nada
agraciado rostro.
Al día siguiente, como de costumbre los vecinos del
pueblo de La Atascosa volvieron a ser testigos
de la trepidante, pesada
marcha del carretón
impulsado por el humilde
Infafé quien esa
misma mañana, como era habitual, se asomó por la
ventanita de la cocina de mi casa a través
de la cual se tamizaba
entre la red de varas de punteral que guarnecía el
pequeño agujero en la pared de bahareque, el cálido aroma
del café recién colocado; ante lo que, como siempre, apelaba el conocido personaje a su especie de "arma
secreta", con la cual estaba seguro de conseguir lo que buscaba y,
dirigiéndose a una de mis hermanas, una vez más, de un solo tiro disparó:
− ¡Mirá, esta niña…!
Me regalas un poquitico de Infafé…?
“El Ahorcado de Gato Negro”.
Era usual en el pueblo al regresar
a casa, de noche y, posterior
a un copioso aguacero, que debiéramos desviarnos de la ruta de
costumbre debido a un enorme e infranqueable charco de agua —al menos con los
métodos que teníamos a mano, esa época— que entonces se formaba, por lo cual obligatoriamente teníamos que optar por
aquella otra vía que casi nadie se atrevía
a transitar; por miedo a un supuesto espanto que salía colgado de las
ramas de una gran Ceiba que había
en una esquina, a media
cuadra antes de llegar.
En realidad yo
nunca llegué a toparme con tan desagradable visión. Sin embargo era un asunto
del que mucho se hablaba en ese tiempo, pero como el miedo es libre y, a fuerza
de los cuentos de aparecidos un rasgo común en estas localidades, uno siempre se cuidaba de no pasar de noche por debajo del misterioso árbol; cuando incluso
en el día, a plena luz del sol, si transitábamos por
debajo del mismo claramente se experimentaba un feo escalofrío, que de verdad
crispaba los nervios.
Justo al frente de la enorme Ceiba había una bodega que
se llamaba “El Gato Negro”, siendo habitual
ver a su dueño el señor Juan
Silvera, sentado a la espera
de sus clientes en una silleta de cuero recostada al tronco de la misma; donde él se solazaba con sus cuentos de espantos y
aparecidos que claramente lo que propendían era a aumentar la extendida
conseja, lo más seguro en su propio beneficio, acerca de un supuesto ahorcado
en el emblemático árbol.
Decía el señor Silvera, obviamente para asustarnos mucho más, que el origen del
nombre de su bodega se debía precísamente a que en el momento de las
excavaciones para hacer las fundaciones de su casa, se encontró enterrado en el
terreno que ya desde mucho antes tenía muy mala fama, un enorme gato de color negro
con un lazo rojo en el cuello; que cuentan fue sepultado dentro de una caja
metálica cuyo contenido, dicen también —más; él mismo, no negaba ni afirmaba
tales rumores—, era de una abundante cantidad en morocotas de oro.
Oscuro
tesoro según perteneciente al antiguo dueño
del lugar, que dicen anduvo
guerreando con el El Mocho Hernández y su Revolución de
Queipa, en defensa de su triunfo en las urnas electorales contra el General
Andrade; pupilo de Crespo, que según las
habría trampeado a su favor, allá por el año 1897. Conformado este punto en
definitiva, desde un principio por una extensa parcela con algunas
bienhechurías en la misma y, recibida como legado de su familia afincada allí
por más de diez generaciones, por el padre de quienes salieron despavoridos del
pueblo un día −una vez más−, justo antes de que todo aquello
pasara; vendiendo previamente a precio de gallina
flaca al señor Silvera
—inocente por su parte, de haber hecho
el negocio de su vida— su única posesión en el
pueblo y, sin saberlo, el envidiable patrimonio dejado para ellos por su
esforzado progenitor; marchándose de una vez por todas, para nunca más
regresar. De los que después se supo, por cierto y, ya con los años, que al
enterarse de lo que habían hecho con su inmerecida herencia, habrían terminado
sus vidas en unos extraños accidentes uno tras otro;
los tres hermanos.
"Insensatos por demás, faltos de integridad y
constancia", solía criticarles su viejo cuando
los hijos se fueron del pueblo la primera vez, aduciendo
entonces ellos que no querían ser labriegos ni peones de hato como sucedió con
él, ignorantes de que el padre habría hecho un pacto con el maligno tan sólo
por su bienestar; y, habiéndose enfermado de repente los llamó de nuevo a su
lado, pero al llegar ya era demasiado tarde —otros dicen que más bien, el del
pacto fue su abuelo, el revolucionario militar Mochista; pero estas cosas, al final
nunca se supieron—. Razón por la cual el señor
Silvera, sin duda alguna sería finalmente el único favorecido en todo esto,
pareciendo haberse ganado la lotería y, en agradecimiento no se sabe si al difunto o a sus inconsistentes
hijos que le sirvieron su riqueza en bandeja de plata, le puso a su bodega
sobre aquel asiento viejo ese nombre un tanto enigmático; aunque en realidad, tan
sólo sería un recordatorio del origen de su inadvertida prosperidad.
Se rumoreaba insistentemente entre la gente del vecindario que el señor Silvera
desde el mismo momento en que supuestamente desenterró el susodicho animal con
el montón de monedas, comenzó a ver desde esa misma noche la aparición de un
hombre colgado por el cuello en la Ceiba de enfrente —cosa que en un principio
afirmaba como cierta, pero no así lo de las morocotas, empezó a decir después;
cambiando sus primaras
afirmaciones como para ocultar la verdad, aunque más que todo, para no
quedar expuesto ante tanto curioso que lo abordaba, evitando así, especialmente a los choros—, sin embargo la conveniente
difusión de tan estrafalaria leyenda por parte incluso
del dueño de la
bodega, creo yo, era con el único propósito de obtener con ello su propio beneficio; creando así una cierta fama asociada a su próspero negocio. Cometido
que logró, cuando la historia del aparecido pendular era corroborada cada día
por parte de sorprendidos noctámbulos, aderezados con algo de vapores etílicos; o, por furtivos amantes
que saltaban las empalizadas
de las casas vecinas bajo el amparo de las sombras,
para despecho de sus cornudos propietarios ausentes
y, entonces absorbidos por la responsabilidad del trabajo
petrolero.
…Me
acuerdo de una noche cuando, después de haber
bailado hasta el aburrimiento
en un club que tenía por nombre “La Quinta”, regresaba
muy cansado; pero como había llovido, entonces el enorme charco de agua que había en la otra calle me obligaba
como siempre a pasar por debajo de la misteriosa Ceiba. Razón por la
cual estaba metido
en un gran problema en ese
momento y, el asunto es que tenía imperiosamente que llegar cuanto antes a mi
casa, porque esa vez lo que iba era cagao.
…Serían como las dos de la madrugada, venía solo y, cuando
me acercaba al lugar instintivamente di la vuelta impulsado por el terror con
la piel ya erizada, disponiéndome a una cierta distancia, simplemente a
esperar; a ver si pasaba alguien más, con la idea de ganar confianza en su
compañía que me hiciera olvidar la imagen del fulano ahorcado. Con lo que,
quizás, acompañados poder hacer frente al misterioso aparecido en las ramas de
la Ceiba. Esto ocurrió varias veces, en medio de mis grandes urgencias… Así
transcurrieron las horas, entre intentos de acercamiento, retrocesos y, espera
por algún acompañante; en que soñoliento y apremiado por inaguantables retortijones
de tripa, empezaba a ver los primeros rayos del alba. Serían ya las 5:45 de la mañana cuando decidí, de una vez
por todas, enfrentar al "espanto" que todavía se balanceaba impulsado
por una suave y gélida brisa y, con una siniestra gravedad entre las ramas −según
podía ver−. Con decisión caminé
hacia el árbol,
cuando de pronto, se abre la puerta de una de las
casas a mi derecha y veo que se trataba del señor Pereira, que vianda en mano
salía a la calle rumbo al trabajo. Al verme parado así, solo, desencajado, titiritando del frio y, tal vez "con una cara de chorríao
que no la brincaba ni un venao" −como se
diría entonces−, simplemente me
saludó y dijo:
−Que haces por ahí, tan temprano, muchacho…!
A lo que respondí, un tanto apenado:
− ¡Nada! Es que vengo del baile...!
Acompañados,
caminamos hasta la esquina del árbol; cuando al fin estuve debajo de su fronda,
vi tímidamente hacia arriba,
al tiempo que
me despedía del señor
Pereira, quien siguió
calle abajo, contrario al rumbo que yo llevaba; para tomar el Transporte Micouqui, que lo llevaría
al campamento de Roblecito, en la esquina siguiente. En el Matapalos.
Al
levantar la mirada hacia la fronda del misterioso árbol, con decepción por una parte y, alivio por otra, pude ver, enredada entre las ramas una vieja y raída sábana
blanca que se movía por efectos de la brisa, lo cual desde lejos y hace rato, creía eran las piernas del
fulano ahorcado de la Ceiba. Sonreí para mis adentros, dejando escapar un viento. Y;
dije entonces aliviado, aunque tratando de huir
de los efectos de mi propia despresurización:
"Adiós señor Pereira…!"
“La Bruja sobre el tejado”.
Aquí en La Atascosa son muy prolíficas y variadas las
historias sobre duendes, espantos y aparecidos. Dentro de la caterva de
villanos del más allá que pululan por sus predios se recuerdan también,
aquellas que parecen
estar o se mueven, no sólo en el
plano inmaterial sino, además, en el mismísimo espacio de los vivos. Es por ello que, era usual en
aquellos tiempos antes de la llegada de la luz eléctrica, escuchar de algún aterrado
espectador su propia
y muy particular historia de horror;
como fue el caso de José Estrada un amigo de mi hermano
Vidal, quien me lo contó.
Empezó diciendo acerca
de aquel sonado
caso que una fea noche cuando
su amigo regresaba a casa en la calle Páez, procedente de un
burdel de los Paragüitos y, mientras
todavía oía traída por la
brisa nocturnal una canción ranchera
de alguna de las rocolas, dijo haber sentido un
estruendo ensordecedor seguido por una brillante luz verde, sobre el tejado de
una de las casas de la calle que transitaba —justo la que quedaba al lado de lo
que fue, la famosa Carpintería Véneto; escenario trágico de la muerte de su
dueño, el señor don Claudio Milano Montessori—; cuando escuchó aquello en
seguida volteó hacia donde venía el destello y, allí mismo, quedó pasmado al
ser testigo de lo que estaba presenciando.
Sobre el tejado, sumido en la penumbra reinante, estaba posada
un ave de una altura
mucho mayor a la
de un pavo adulto, tenía las alas abiertas en suave
movimiento, y era de color negro. Pero lo más
aterrador, decía Estrada, era que parecía mirarlo fijamente a él mismo, con
unos ojos tan brillantes como focos, rojo sangre, sobre un rostro del que dijo
era el de una mujer vieja, anciana y sobre todo, muy fea.
Mientras tanto; presa del miedo aquel hombre, paralizado
por el terror, de pronto comenzó a correr despavorido por la calle lanzando
fuertes alaridos al tiempo que algunos vecinos, a regañadientes, se pararon de
sus sueños asomándose por las ventanas
para ver qué pasaba, allá afuera… Al día siguiente, el pobre
hombre fue encontrado en el cementerio del pueblo por unos sepultureros que
normalmente entraban al camposanto para alguna labor mañanera.
Los trabajadores se extrañaron ante la
presencia de aquel lugareño tan temprano allí, aunque no ligado a las labores
del camposanto por
cuanto entonces, fueron a despertarlo; estaba acurrucado, en cuclillas, con el
rostro entre las rodillas, las manos en la cabeza y, los dedos
entrelazados sobre la nuca. Parecía
que dormía, pero cuando lo
alertaron en voz alta y no respondió, trataron
de moverlo por uno de sus hombros;
cuando de pronto, el desconocido se incorporó bruscamente y comenzó
a gritar, diciendo
que lo perseguía una bandada de pajarracos negros
con orejas, en una cara fea de mujer anciana.
El individuo en medio de su espanto
tenía los ojos desorbitados, estaba mugriento, arañado, el rostro desencajado y, fuera
de sí. Como siempre, fue llevado ante la presencia del Cura del pueblo, don Cecilio Apóstol Del Rosario,
después de ser reducido
con la participación de cuatro hombres; aún cundo era sumamente flaco y, completamente normal. Entonces fue sometido
por el religioso al místico ritual de costumbre en estos
casos, logrando finalmente que se calmara.
Una
vez informados, sus familiares vinieron a buscarlo; ya reposado, al día
siguiente se fue del pueblo sin mayores
explicaciones pues había llegado
aquí, de visita a unos familiares de la calle donde sucedió aquello.
Con
el tiempo, en otra de sus visitas, fue cuando Estrada le contó esto al hermano
mío, que como ya dije eran
muy amigos; y, con quien siempre se iba de farras. Fue una rareza que esa
noche, no anduvieran juntos los dos. ¡De lo que me salvé, vale! —Solía decir
Vidal, entonces. Cuando se acordaba de aquello—.
Mucho
después comenzó a decirse, posterior a varios avistamientos similares en
diferentes lugares del pueblo, iguales
al caso Estrada, que el misterioso pajarraco con rostro de vieja anciana
—tal cual como la
vívida representación de cualquiera de las Erinias, míticas criaturas aladas enviadas
desde el Tártaro para martirizar implacablemente a Orestes, por aquello hecho a
su madre, Clitemnestra; en venganza por
la muerte de su padre Agamenón, digno hijo de Atreo—
era el producto de ancestrales ritos de magia negra, efectuados sobre su propio cuerpo por una
anciana del pueblo; y, la que tenía por nombre
Eumelina.
…
Aquella de quien
también se decía, lo hacía
mediante el cobro de una suma de dinero a alguna dama o matrona que
sospechase de la lealtad de su pareja y, de los amores furtivos que presuntamente
éste, mantuviera con alguna otra mujer. Dicha teoría se reforzaría con el tiempo,
quedando por lo tanto en la
leyenda, porque después de la extraña muerte de Eumelina no se volvió a tener
conocimiento en el pueblo de aquella rara y, ya legendaria aparición alada
sobre los tejados.
Eumelina era en verdad
una extraña anciana
ducha en las malas
artes, que defectuosamente ambulaba en
silencio, cabizbaja, por las calles del pueblo con la ayuda de un retorcido
bastón de madera. Sobre el que estaban inscritos unos extraños símbolos, como
cuñas, que para un acucioso
observador recordaba ciertamente,
lo que sería la emblemática escritura de la
antigua cultura sumeria. Caminaba arrastrando una pierna,
era flaca, bajita y, andaba con la mirada de su único
ojo bueno puesta sobre el suelo; pues, era tuerta
del otro. Defectos todos según dicen —confirmado por su compañero sentimental desde tiempos mozos,
que la encontrara esta vez ya
hecha cadáver, en su propia casa—, producto de un alevoso disparo de escopeta
de un cazador avisado que le montó guardia una noche; cuando aún era joven y,
donde por poco pierde la vida. Justamente, mientras cumplía con una de las
labores de vigilancia a cachondos y gozones dentro de su extraño trabajo.
Vivía sola prácticamente en su rancho de bahareque con techumbre de paja, a las afueras,
en la última calle
al oeste del pueblo; donde un mal día −para ella−, fue encontrada muerta sobre
su propio catre por otro anciano, indigente también y, que siempre la visitaba. Quien afirmó ser presuntamente
su antigua pareja en tiempos juveniles, y que
quizás −dijo−, habría muerto porque
algo le falló; pues asegura el viejo, en apoyo a su propia y nada descabellada
teoría que alrededor del lecho mortuorio de la pobre Eumelina estaban
esparcidos los signos inequívocos de un fallido acto de brujería por encargo —tal vez
su último intento de “transmutación”, para la vigilancia nocturna a cornudos;
en su trabajo anterior—.
Lamentablemente,
"esta vez las cosas no le salieron según lo previsto", repetía una y
otra vez su antiguo compañero. Quien decía además,
que él siempre
vivía diciéndole, últimamente, que se dejara
de esas cosas porque temía que le sucediera una cosa así; precísamente.
"¡Algo malo pues!" Repetía con insistencia el viejito.
Coincidencia o no, lo cierto es que después de su muerte más nunca volvió el pueblo de La Atascosa
a tener conocimiento alguno,
de nuevo, de la aparición del horrendo y misterioso
pajarraco nocturno; quimérica representación de las míticas Erinias, por su parecido, según los relatos de
muchos de los autores que las nombran (Esquilo, Homero, Hesíodo,
Epiménides, Virgilio; entre otros). A lo largo y ancho de la mitología griega y, la
literatura clásica.
Para despecho de algunas de las damas
del pueblo, “felizmente
casadas”, la desaparición de la vieja Eumelina
significó más que una sensible
pérdida una verdadera
tragedia. No porque lamentaran de corazón la muerte de la infeliz anciana, sino
porque con ella —repito,
dicen—, desaparecía también
aquel espanto vigilante que les garantizaba algún grado de información segura respecto a sus zánganos maridos; quienes después de salir de su trabajo se enredaban en
las sábanas de alguna damita “desvergonzada”, o putica de bulín.
Con su muerte, la desgraciada señora quien por años en el
pueblo hacía la vigilancia a petición de ciertas “damas en apuros”
—pues mandaban a espiar
a sus maridos no sólo para saber
si estaban con otras,
sino que además se aseguraban de que éstos, no se enteraran de sus propios
escarceos; generalmente con “jóvenes agraciados” de su elección a espaldas de aquellos—, estaría
ahora en el Érebo; dando cuentas a Megara representada
impunemente por ella. Seguramente ante la presencia de Alecto y Cisífone, sus
hermanas inseparables. Siendo éstos, los nombres particulares con que se designa a las integrantes de tan
fantástica triada —mejor conocidas como Las Erinias—; que en bloque también son
conocidas con la antífrasis de, Las Euménides... Finalmente, con su trágica
muerte quedaba por terminada aquella presencia macabra que la anciana
Eumelina engendraba; dando
inicio así a un mito,
una leyenda. Digna del más puro estilo de Allan Poe. A quien tanto
gustaran esos temas y, quien además, hubiera
hecho las delicias
sobre tales cosas
acaecidas en las tórridas
calles, sombríos rincones
y temerosas praderas, de aquel pueblito guariqueño; en virtud de su agudo intelecto afincado en el misterio. Tan propio
de aquellos parajes (Creo yo).
--- o ---
Después... Muchos años más tarde y, ya viejo Hilario, quedaría
demostrado por efectos de la llegada de la tecnología que tantas “apariciones” con las que se convivía en cuerpo y alma, se fueran disipando
en el tiempo. Así, quedaron expuestos a nuestros sentidos todos aquellos lugares
oscuros del pueblo,
sumidos antes en las sombras; por efecto precisamente
de la llegada a éstos, de la luz artificial. Con la electrificación de sus vecindarios y
barriadas ya no fue motivo de temor alguno para las personas, el tener que
cambiar de calle por donde transitaran a casa. Por ejemplo, forzados por ese
“infranqueable” charco de aguas −mencionado al principio−, después de algún
aguacero, como aquel que fue famoso sobre la calzada en el camino real a mi
casa; el cual quedó “conjurado” técnicamente cuando por fin, pudo imponerse la
voluntad popular en favor de algún funcionario público
que realmente vino a arreglar los problemas de la gente necesitada y, no a hacer política barata, pero sobre todo
decidido, además, a acabar con los fantasmas.
En cuanto al ya famoso charco de marras, sería mediante
la aplicación de “calicatas” que se determinara la causa raíz de tan
persistente fenómeno hidráulico. "Nivel freático inusualmente alto
en este punto", determinaría efectivamente y sin vacilaciones, el ingeniero Gustavo
Lopera, encargado de la
obra en cuestión; quien con un par de diagramas de la estratificación del
terreno y unas curvas de nivel lo confirmaba en sus números y, “con los pelos en la mano”; como
a él tanto le gustaba decir. Con lo cual finalmente se tomó la
decisión más apropiada basada en sus recomendaciones y, en los estudios de
campo, instalándose en el lugar el ya viejo pero efectivo método
del “drenaje francés”; dando al traste con tan persistente problema. Cómplice
por lustros del famoso "ahorcado de la
Ceiba".
“…Sin embargo, todas aquellas cosas de antes
que quedaron en el pasado, aunque a mí en lo particular me daban temor cuando
muchacho, ahora más bien las recuerdo con cierto grado de nostalgia; porque
creo que de algún modo, contribuyeron a la riqueza cultural de aquellos años en
que todo era, pese a los miedos, mucho más seguro que ahora…! −Solía decir
Hilario−.
Hoy en día en las calles de La Atascosa, ya no signadas
por “espantos y aparecidos” del más allá ni mucho menos, aunque sí por algunos
de acá, de carne
y hueso, el tiempo sigue su curso; predominando ahora la acción predatoria de
malandros y ladrones —“mal nacidos vivos”, venidos por lo general de otros
lugares—, siempre en busca de aventuras… Porque; éso sí, en este pequeño pueblo
guariqueño siempre se ha respirado ese romántico aroma del pasado, el del
espíritu aventurero.
...Chao, hasta luego...!
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