Buenas tardes, mis amigos. Por aquí de nuevo con ustedes. Hoy les traigo de mi primer libro —Las evasiones de Hilario Coba— de la serie de cuatro —Relatos Oníricos de La Atascosa— , el presente relato:
1.8.- —Espíritus de
Leyenda—
(La Sayona de Infafé, El
Ahorcado de Gato Negro, La Bruja sobre
el Tejado).
“La Sayona de Infafé”.
Había en La Atascosa un individuo que tenía por nombre “Infafé”, el cual
llamábamos así porque
todos los días se asomaba por las pequeñas
ventanas de las cocinas de las casas, para pedir a sus
ocupantes un poco de café; lo hacía usando una cómica además de
menesterosa expresión, muy de él y, bastante característica, que la tornaba
irresistible además. Entonces, con su hablar
tartamudeante decía:
“…Dame un poquitico de infafé…!”
(…Esto para él definitivamente, quería decir café; por ejemplo,
cuando era en mi casa se lo decía a alguna
de mis hermanas, todas ellas mayores que yo…!)
Con tan
habitual además de curiosa forma de pedimento fue como selló su propio nombre
dicho personaje, por el cual sería conocido de todos en el pueblo; era un tipo
flacuchento, alto y de ojos saltones, realmente de un mal aspecto pero que poseía
una candidez tan espectacular, sumamente alejada de la edad
que realmente este tenía. Infafé
era hijo no se sabe de quién, mediaba
aproximadamente unos 45 años y, al verlo, siempre parecía que era esa su edad de forma perpetua; como
si el tiempo le hubiera hecho una mala jugada en su vida, al nacer así de esa forma,
ya grande y dislocado… Siendo
ése, su signo particular de vida.
Se decía en el
pueblo que su madre habría muerto cuando él nació, abandonado entonces por su
progenitor, razón por la cual su familia materna se hizo cargo del
desafortunado niño mientras que el padre siempre fue un individuo sumido en el misterio;
a tal punto que nadie sabía su nombre, quién era, ni dónde estaba.
No se entendía para muchos,
cómo una mujer que presuntamente
no poseía ningún tipo de atributo femenino especial, podía ser objeto
de amor carnal alguno por parte
de ningún hombre,
ni siquiera del más necesitado de
placer… Así que, sin embargo, he allí el resultado.
Infafé siempre
andaba solitario por la vida, deambulando con
su destino a cuestas, llevándolo prácticamente de un lado al otro dentro de los mismos
talegos repletos de trastos
y cachivaches viejos,
los que algunas
veces para descansar de su pesada carga eventualmente echaba dentro de
una muy particular carretilla de madera; convertida en su inseparable
“instrumento de trabajo”. Que cada día conducía por las calles del pueblo
dejando ver su titánico esfuerzo reflejado en las venas brotadas sobre sus
sienes sudorosas y, resbaladizas, mientras empujaba aquella especie de
carromato sobre el cual cargaba todo tipo de
peroles inservibles; a quien ya nadie interesaban. Por lo que él, tan
sólo los almacenaba en su habitación de residencia donde formaba un alocado
promontorio de objetos de todo tipo, que verdaderamente habría que estar
chiflado para mantener en casa una cosa como
ésa.
Infafé en su febril
brega diaria, carreteando por los caminos y
calles los más variados objetos, un día llegó al pueblo muy temprano en la mañana, cosa extraña en él y, ya casi rayando el alba. Despavorido, como impulsado por una fuerza maligna
se dirigió al cuartel policial y con palabras atropelladas, habitual, contó a los policías
de guardia algo sobre lo cual
habría sido objeto…
Tenía los ojos desorbitados,
estaba sudoroso y hablaba con frases entrecortadas, cuando dio a entender a los
efectivos un bizarro relato en el que habría vivido una experiencia no acorde
con las cosas de este mundo.
“…Veeen, cooon nosoootras, mi amooor…!”
(…En un extraño tono lúgubre y, muy despacio; pero además
sensual, insinuante y lúbrico. Según se deducía de las expresiones y
gesticulaciones que, el aterrado individuo, intentaba recrear).
Cuando los policías fueron testigo de las disparatadas expresiones de Infafé,
no les quedó
más remedio que mandar a buscar al
señor al Cura, porque consideraron que aquel pobre hombre lo que
necesitaba, podría ser más bien una buena dosis de exorcismo; porque habría
sido víctima, de lo que en el pueblo ya todos sabían y, era conocida como “La
Sayona” −según las propias palabras
del afectado−.
Con la llegada del Párroco, trajeado de negro y flanqueado por
un par de níveos ayudantes que se turnaban mediante unas discretas e
imperceptibles señales que él mismo les hacía, y lo seguían cambiándole ciertos
atuendos de su indumentaria —al parecer sumamente necesario para la obtención de resultados positivos, en el ritual
que llevaban adelante—, el confundido Infafé en seguida fue bañado en una
espesa humareda de sahumerios; al tiempo que el jesuita pronunciaba unas
extrañas plegarias dentro de las cuales uno que otro latinazo también profería,
caminando lentamente a su alrededor y, sosteniendo un crucifijo en alto con la
mano derecha mientras en la izquierda un grueso libro negro, obligado a estar
abierto por el pulgar de la misma mano
A medida que todo aquello iba sucediendo a su alrededor, un
tembloroso Infafé de pronto se fue relajando hasta que sus piernas parecía que
flaquearían y, entonces dos policías viendo que era inminente su desplome, enseguida intervinieron para sentarlo en un taburete cercano que
había ahí; mientras tanto el exorcista haciendo
caso omiso de la
breve interrupción de todos modos lo siguió, continuando con su delicado
trabajo. Hasta que por fin el poseso simplemente se durmió y, al despertar,
horas después, ya casi ni se acordaba
de lo sucedido.
Eran ya aproximadamente las ocho de la noche
de aquel largo día cuando Infafé eaba de nuevo entre la gente común y,
ya no más bajo la custodia de los representantes de la ley, ni tampoco de la
iglesia; y, luego de ser sometido a aquellos ritos de limpieza espiritual en
una pequeña habitación del mismo retén policial del poblado, como de costumbre,
se dirigió a su casa. Donde su tía una mujer bastante vieja, narizona, contrahecha y desgarbada, que pese a haberse quedado sola y sin hijos
en su vida —ningún hombre
al parecer, habría osado pretenderla, tal vez
con el temor de no reeditar el mismo caso de su hermana mayor—, tenía sin
embargo una extraña disposición a lo maternal; aprendida quizás por razones de
fuerza mayor, a raíz precísamente, de la trágica aparición de su especial
sobrino en este mundo.
La anciana tenía
encendida una vela al lado de una vieja fotografía de su pariente, de cuando este era un niño
—con traje de charro y sombrero mejicanos, montado sobre un caballito de madera
con la cara descascarada, como cuando
a los muebles se le cae el barniz; tomada frente a la Plaza
Bolívar de La Atascosa— y, rezaba
un rosario frente
al improvisado altar en que
su rostro era presa de aquella singular expresión que nos caracteriza cuando lo
hemos perdido todo. Amplificado en su caso por el reflejo de la titilante luz en la llama de la
vela, que le daba un aspecto tenebroso a la piadosa escena; en un contexto de precariedad, pobreza
y desolación que se
respiraba ampliado, en ese preciso instante dentro del rancho.
Así las cosas, de pronto la mujer oye el ladrido de unos perros
en la calle frente a su vivienda, lo que la impulsa a suspender las plegarias para ir a asomarse
por el ventanillo, para entonces descorrer la tranca de la puerta que normalmente aseguraba
su humilde morada; y, justo al
abrirla, observa con alegría que efectivamente se trata del extraviado sobrino,
que todavía con el terror reflejado en su rostro se hinca de rodillas ante ella
en solicitud de la bendición —tal
cual su costumbre—, para luego abrazarlo después de cumplirle su deseo, pero al
mismo tiempo, casi simultáneamente le pregunta:
− Tienes hambre?
Dijo de entrada y, luego, dónde
has estado…? Replicó angustiada, cuando habían pasado ya más de treinta
horas de su ausencia. Porque
lo que eres tú, nunca haces
esto…! Argumentó al final; y, enseguida Infafé apurado
respondió, balbuceante:
− Ti…ti…ti…tía,
me salió
La Sayona…!
…Ante lo cual con actitud perpleja, simplemente dijo la anciana,
santiguándose.
–
Dios mío, yo creía que esas
vainas eran puras mentiras…!
Después
de un emotivo recibimiento la señora ya más tranquila preparó una frugal comida
para el recién llegado, acomodándola amorosamente sobre una tosca mesa del
lugar; que de inmediato Infafé devoró gustoso con la misma
expresión en su rostro,
de los perros que al llegar lo recibieron con feroces alaridos y, asomo de filosos dientes
desde adentro de sus
babosas mandíbulas. Una vez saciada
el hambre, se dejó caer en el
catre que tenía al lado, junto a un montón de peroles y cachivaches viejos, sumiéndose muy pronto en un reparador
sueño; sellado sin embargo por la profunda candidez en su semblante, de su nada
agraciado rostro.
Al día siguiente, como de costumbre los vecinos del
pueblo de La Atascosa volvieron a ser testigos
de la trepidante, pesada
marcha del carretón
impulsado por el humilde
Infafé quien esa
misma mañana, como era habitual, se asomó por la
ventanita de la cocina de mi casa a través
de la cual se tamizaba
entre la red de varas de punteral que guarnecía el
pequeño agujero en la pared de bahareque, el cálido aroma
del café recién colocado; ante lo que, como siempre, apelaba el conocido personaje a su especie de "arma
secreta", con la cual estaba seguro de conseguir lo que buscaba y,
dirigiéndose a una de mis hermanas, una vez más, de un solo tiro disparó:
− ¡Mirá, esta niña…!
Me regalas un poquitico de Infafé…?
“El
Ahorcado de Gato Negro”.
Era usual en el pueblo al regresar
a casa, de noche y, posterior
a un copioso aguacero, que debiéramos desviarnos de la ruta de costumbre debido a un enorme e
infranqueable charco de agua —al menos con los métodos que teníamos a mano, esa
época— que entonces se formaba, por lo cual obligatoriamente
teníamos que optar por aquella otra vía que casi nadie se atrevía a transitar; por miedo a un supuesto espanto que salía colgado de las
ramas de una gran Ceiba que había
en una esquina, a media
cuadra antes de llegar.
En realidad yo nunca llegué a toparme con tan desagradable
visión. Sin embargo era un asunto del que mucho se hablaba en ese tiempo, pero
como el miedo es libre y, a fuerza de los cuentos de aparecidos un rasgo común en estas localidades, uno siempre se cuidaba de no pasar de
noche por debajo del misterioso árbol;
cuando incluso en el día,
a plena luz del sol, si
transitábamos por debajo del mismo claramente se experimentaba un feo
escalofrío, que de verdad crispaba los nervios.
Justo al frente de la enorme Ceiba había una bodega que se
llamaba “El Gato Negro”, siendo habitual ver a su dueño
el señor Juan
Silvera, sentado a la espera
de sus clientes en una silleta de cuero recostada al tronco de la misma; donde él se solazaba con sus cuentos de espantos y
aparecidos que claramente lo que propendían era a aumentar la extendida
conseja, lo más seguro en su propio beneficio, acerca de un supuesto ahorcado
en el emblemático árbol.
Decía el señor Silvera, obviamente para asustarnos mucho más, que el origen del nombre de su bodega se
debía precísamente a que en el momento de las excavaciones para hacer las
fundaciones de su casa, se encontró enterrado en el terreno que ya desde mucho
antes tenía muy mala fama, un enorme gato de color negro con un lazo rojo en el
cuello; que cuentan fue sepultado dentro de una caja metálica cuyo contenido,
dicen también —más; él mismo, no negaba ni afirmaba tales rumores—, era de una
abundante cantidad en morocotas de oro.
Oscuro tesoro según perteneciente al antiguo dueño del lugar, que dicen anduvo
guerreando con el El Mocho Hernández y su Revolución de
Queipa, en defensa de su triunfo en las urnas electorales contra el General
Andrade; pupilo de Crespo, que según las
habría trampeado a su favor, allá por el año 1897. Conformado este punto en
definitiva, desde un principio por una extensa parcela con algunas
bienhechurías en la misma y, recibida como legado de su familia afincada allí
por más de diez generaciones, por el padre de quienes salieron despavoridos del
pueblo un día −una vez más−, justo antes de que todo aquello pasara; vendiendo
previamente a precio de gallina
flaca al señor Silvera
—inocente por su parte, de haber hecho
el negocio de su vida— su única posesión en el
pueblo y, sin saberlo, el envidiable patrimonio dejado para ellos por su
esforzado progenitor; marchándose de una vez por todas, para nunca más
regresar. De los que después se supo, por cierto y, ya con los años, que al enterarse
de lo que habían hecho con su inmerecida herencia, habrían terminado sus vidas
en unos extraños accidentes uno tras otro;
los tres hermanos.
"Insensatos por demás, faltos de integridad y
constancia", solía criticarles su viejo cuando
los hijos se fueron del pueblo la primera vez, aduciendo
entonces ellos que no querían ser labriegos ni peones de hato como sucedió con
él, ignorantes de que el padre habría hecho un pacto con el maligno tan sólo
por su bienestar; y, habiéndose enfermado de repente los llamó de nuevo a su
lado, pero al llegar ya era demasiado tarde —otros dicen que más bien, el del
pacto fue su abuelo, el revolucionario militar Mochista; pero estas cosas, al final
nunca se supieron—. Razón por la cual el señor
Silvera, sin duda alguna sería finalmente el único favorecido en todo esto,
pareciendo haberse ganado la lotería y, en agradecimiento no se sabe si al difunto o a sus inconsistentes
hijos que le sirvieron su riqueza en bandeja de plata, le puso a su bodega
sobre aquel asiento viejo ese nombre un tanto enigmático; aunque en realidad, tan
sólo sería un recordatorio del origen de su inadvertida prosperidad.
...Hasta aquí, lo de hoy... Continuará...!
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