domingo, 1 de septiembre de 2019



     Buenas tardes, mis amigos. Por aquí de nuevo con ustedes. Hoy les traigo de mi primer libro Las evasiones de Hilario Coba de la serie de cuatro —Relatos Oníricos de La Atascosa , el presente relato:

      1.8.-                                  Espíritus de Leyenda
                    (La Sayona de Infafé, El Ahorcado de Gato  Negro, La Bruja sobre el Tejado).


       “La Sayona de Infafé”.

      Había en La Atascosa un individuo que tenía por nombre “Infafé”, el cual llamábamos así porque todos los días se asomaba por las pequeñas ventanas de las cocinas de las casas, para pedir a sus ocupantes un poco de café; lo hacía usando una cómica además de menesterosa expresión, muy de él y, bastante característica, que la tornaba irresistible además. Entonces, con su hablar tartamudeante decía:

    “…Dame un poquitico de infafé…!”

  (…Esto para él definitivamente, quería decir café; por ejemplo, cuando era en mi casa se lo decía a alguna de mis hermanas, todas ellas mayores que yo…!)
    
  Con tan habitual además de curiosa forma de pedimento fue como selló su propio nombre dicho personaje, por el cual sería conocido de todos en el pueblo; era un tipo flacuchento, alto y de ojos saltones, realmente de un mal aspecto pero que poseía una candidez tan espectacular, sumamente alejada de la edad que realmente este tenía. Infafé era hijo no se sabe de quién, mediaba aproximadamente unos 45 años y, al verlo, siempre parecía que era esa su edad de forma perpetua; como si el tiempo le hubiera hecho una mala jugada en su vida, al nacer así de esa forma, ya grande y dislocado… Siendo ése, su signo particular de vida.

  Se decía en el pueblo que su madre habría muerto cuando él nació, abandonado entonces por su progenitor, razón por la cual su familia materna se hizo cargo del desafortunado niño mientras que el padre siempre fue un individuo sumido en el misterio; a tal punto que nadie sabía su nombre, quién era, ni dónde estaba. No se entendía para muchos, cómo una mujer que presuntamente no poseía ningún tipo de atributo femenino especial, podía ser objeto de amor carnal alguno por parte de ningún hombre, ni siquiera del más necesitado de placer… Así que, sin embargo, he allí el resultado.

  Infafé siempre andaba solitario por la vida, deambulando con su destino a cuestas, llevándolo prácticamente de un lado al otro dentro de los mismos talegos repletos de trastos y cachivaches viejos, los que algunas veces para descansar de su pesada carga eventualmente echaba dentro de una muy particular carretilla de madera; convertida en su inseparable “instrumento de trabajo”. Que cada día conducía por las calles del pueblo dejando ver su titánico esfuerzo reflejado en las venas brotadas sobre sus sienes sudorosas y, resbaladizas, mientras empujaba aquella especie de carromato sobre el cual cargaba todo tipo de peroles inservibles; a quien ya nadie interesaban. Por lo que él, tan sólo los almacenaba en su habitación de residencia donde formaba un alocado promontorio de objetos de todo tipo, que verdaderamente habría que estar chiflado para mantener en casa una cosa como ésa.

   Infafé en su febril brega diaria, carreteando por los caminos y calles los más variados objetos, un día llegó al pueblo muy temprano en la mañana, cosa extraña en él y, ya casi rayando el alba. Despavorido, como impulsado por una fuerza maligna se dirigió al cuartel policial y con palabras atropelladas, habitual, contó a los policías de guardia algo sobre lo cual habría sido objeto… Tenía los ojos desorbitados, estaba sudoroso y hablaba con frases entrecortadas, cuando dio a entender a los efectivos un bizarro relato en el que habría vivido una experiencia no acorde con las cosas de este mundo.

   Dijo que venía  retrasado, por los lados de la carretera de Cabruta cerca del cementerio, serían aproximadamente las ocho de la noche −del día anterior− cuando de repente se sintió atraído al centro del camposanto y, una vez allí, se vio acostado y amordazado sobre una tumba a donde de repente fue a dar; asegurando que lo habrían sometido de una forma poco usual sin el uso de fuerzas convencionales, unas mujeres vestidas de blanco. Bonitas todas ellas, aunque largas en extremo como sus dientes y, de semblante paliducho que le decían:

  “…Veeen, cooon nosoootras, mi amooor…!”

  (…En un extraño tono lúgubre y, muy despacio; pero además sensual, insinuante y lúbrico. Según se deducía de las expresiones y gesticulaciones que, el aterrado individuo, intentaba recrear).
  
    Cuando los policías fueron testigo de las disparatadas expresiones de Infafé, no les quedó más remedio que mandar a buscar al señor al Cura, porque consideraron que aquel pobre hombre lo que necesitaba, podría ser más bien una buena dosis de exorcismo; porque habría sido víctima, de lo que en el pueblo ya todos sabían y, era conocida como “La Sayona” −según las propias palabras del afectado−.

   Con la llegada del Párroco, trajeado de negro y flanqueado por un par de níveos ayudantes que se turnaban mediante unas discretas e imperceptibles señales que él mismo les hacía, y lo seguían cambiándole ciertos atuendos de su indumentaria —al parecer sumamente necesario para la obtención de resultados positivos, en el ritual que llevaban adelante—, el confundido Infafé en seguida fue bañado en una espesa humareda de sahumerios; al tiempo que el jesuita pronunciaba unas extrañas plegarias dentro de las cuales uno que otro latinazo también profería, caminando lentamente a su alrededor y, sosteniendo un crucifijo en alto con la mano derecha mientras en la izquierda un grueso libro negro, obligado a estar abierto por el pulgar de la misma mano

   A medida que todo aquello iba sucediendo a su alrededor, un tembloroso Infafé de pronto se fue relajando hasta que sus piernas parecía que flaquearían y, entonces dos policías viendo que era inminente su desplome, enseguida intervinieron para sentarlo en un taburete cercano que había ahí; mientras tanto el exorcista haciendo caso omiso de la breve interrupción de todos modos lo siguió, continuando con su delicado trabajo. Hasta que por fin el poseso simplemente se durmió y, al despertar, horas después, ya casi ni se acordaba de lo sucedido.

     Eran ya aproximadamente las ocho de la noche de aquel largo día cuando Infafé eaba de nuevo entre la gente común y, ya no más bajo la custodia de los representantes de la ley, ni tampoco de la iglesia; y, luego de ser sometido a aquellos ritos de limpieza espiritual en una pequeña habitación del mismo retén policial del poblado, como de costumbre, se dirigió a su casa. Donde su tía una mujer bastante vieja, narizona, contrahecha y desgarbada, que pese a haberse quedado sola y sin hijos en su vida —ningún hombre al parecer, habría osado pretenderla, tal vez con el temor de no reeditar el mismo caso de su hermana mayor—, tenía sin embargo una extraña disposición a lo maternal; aprendida quizás por razones de fuerza mayor, a raíz precísamente, de la trágica aparición de su especial sobrino en este mundo.

     La anciana tenía encendida una vela al lado de una vieja fotografía de su pariente, de cuando este era un niño —con traje de charro y sombrero mejicanos, montado sobre un caballito de madera con la cara descascarada, como cuando a los muebles se le cae el barniz; tomada frente a la Plaza Bolívar de La Atascosa— y, rezaba un rosario frente al improvisado altar en que su rostro era presa de aquella singular expresión que nos caracteriza cuando lo hemos perdido todo. Amplificado en su caso por el reflejo de la titilante luz en la llama de la vela, que le daba un aspecto tenebroso a la piadosa escena; en un contexto de precariedad, pobreza y desolación que se respiraba ampliado, en ese preciso instante dentro del rancho.

    Así las cosas, de pronto la mujer oye el ladrido de unos perros en la calle frente a su vivienda, lo que la impulsa a suspender las plegarias para ir a asomarse por el ventanillo, para entonces descorrer la tranca de la puerta que normalmente aseguraba su humilde morada; y, justo al abrirla, observa con alegría que efectivamente se trata del extraviado sobrino, que todavía con el terror reflejado en su rostro se hinca de rodillas ante ella en solicitud de la bendición —tal cual su costumbre—, para luego abrazarlo después de cumplirle su deseo, pero al mismo tiempo, casi simultáneamente le pregunta:

 Tienes hambre?  Dijo de entrada y, luego, dónde has estado…? Replicó angustiada, cuando habían pasado ya más de treinta horas de su ausencia. Porque lo que eres tú, nunca haces esto…! Argumentó al final; y, enseguida Infafé apurado respondió, balbuceante:

− Ti…ti…ti…tía, me   salió La Sayona…!

…Ante lo cual con actitud perpleja, simplemente dijo la anciana, santiguándose.

     Dios mío, yo creía que esas vainas eran puras mentiras…!

     Después de un emotivo recibimiento la señora ya más tranquila preparó una frugal comida para el recién llegado, acomodándola amorosamente sobre una tosca mesa del lugar; que de inmediato Infafé devoró gustoso con la misma expresión en su rostro, de los perros que al llegar lo recibieron con feroces alaridos y, asomo de filosos dientes desde adentro de sus babosas mandíbulas. Una vez saciada el hambre, se dejó caer en el catre que tenía al lado, junto a un montón de peroles y cachivaches viejos, sumiéndose muy pronto en un reparador sueño; sellado sin embargo por la profunda candidez en su semblante, de su nada agraciado rostro.

   Al día siguiente, como de costumbre los vecinos del pueblo de La Atascosa volvieron a ser testigos de la trepidante, pesada marcha del carretón impulsado por el humilde Infafé quien esa misma mañana, como era habitual, se asomó por la ventanita de la cocina de mi casa a través de la cual se tamizaba entre la red de varas de punteral que guarnecía el pequeño agujero en la pared de bahareque, el cálido aroma del café recién colocado; ante lo que, como siempre, apelaba el conocido personaje a su especie de "arma secreta", con la cual estaba seguro de conseguir lo que buscaba y, dirigiéndose a una de mis hermanas, una vez más, de un solo tiro disparó:

 − ¡Mirá, esta niña…! Me regalas un poquitico de Infafé…?


     “El Ahorcado de Gato Negro”.

     Era usual en el pueblo al regresar a casa, de noche y, posterior a un copioso aguacero, que debiéramos desviarnos de la ruta de costumbre debido a un enorme e infranqueable charco de agua —al menos con los métodos que teníamos a mano, esa época— que entonces se formaba, por lo cual obligatoriamente teníamos que optar por aquella otra vía que casi nadie se atrevía a transitar; por miedo a un supuesto espanto que salía colgado de las ramas de una gran Ceiba que había en una esquina, a media cuadra antes de llegar.

   En realidad yo nunca llegué a toparme con tan desagradable visión. Sin embargo era un asunto del que mucho se hablaba en ese tiempo, pero como el miedo es libre y, a fuerza de los cuentos de aparecidos un rasgo común en estas localidades, uno siempre se cuidaba de no pasar de noche por debajo del misterioso árbol; cuando incluso en el día, a plena luz del sol, si transitábamos por debajo del mismo claramente se experimentaba un feo escalofrío, que de verdad crispaba los nervios.

Justo al frente de la enorme Ceiba había una bodega que se llamaba “El Gato Negro”, siendo habitual ver a su dueño el señor Juan Silvera, sentado a la espera de sus clientes en una silleta de cuero recostada al tronco de la misma; donde él se solazaba con sus cuentos de espantos y aparecidos que claramente lo que propendían era a aumentar la extendida conseja, lo más seguro en su propio beneficio, acerca de un supuesto ahorcado en el emblemático árbol.

Decía el señor Silvera, obviamente para asustarnos mucho más, que el origen del nombre de su bodega se debía precísamente a que en el momento de las excavaciones para hacer las fundaciones de su casa, se encontró enterrado en el terreno que ya desde mucho antes tenía muy mala fama, un enorme gato de color negro con un lazo rojo en el cuello; que cuentan fue sepultado dentro de una caja metálica cuyo contenido, dicen también —más; él mismo, no negaba ni afirmaba tales rumores—, era de una abundante cantidad en morocotas de oro.

Oscuro tesoro según perteneciente al antiguo dueño del lugar, que dicen anduvo guerreando con el El Mocho Hernández y su Revolución de Queipa, en defensa de su triunfo en las urnas electorales contra el General Andrade; pupilo de Crespo, que según las habría trampeado a su favor, allá por el año 1897. Conformado este punto en definitiva, desde un principio por una extensa parcela con algunas bienhechurías en la misma y, recibida como legado de su familia afincada allí por más de diez generaciones, por el padre de quienes salieron despavoridos del pueblo un día −una vez más−, justo antes de que todo aquello pasara; vendiendo previamente a precio de gallina flaca al señor Silvera —inocente por su parte, de haber hecho el negocio de su vida— su única posesión en el pueblo y, sin saberlo, el envidiable patrimonio dejado para ellos por su esforzado progenitor; marchándose de una vez por todas, para nunca más regresar. De los que después se supo, por cierto y, ya con los años, que al enterarse de lo que habían hecho con su inmerecida herencia, habrían terminado sus vidas en unos extraños accidentes uno tras otro; los tres hermanos.

"Insensatos por demás, faltos de integridad y constancia", solía criticarles su viejo cuando los hijos se fueron del pueblo la primera vez, aduciendo entonces ellos que no querían ser labriegos ni peones de hato como sucedió con él, ignorantes de que el padre habría hecho un pacto con el maligno tan sólo por su bienestar; y, habiéndose enfermado de repente los llamó de nuevo a su lado, pero al llegar ya era demasiado tarde —otros dicen que más bien, el del pacto fue su abuelo, el revolucionario militar Mochista; pero estas cosas, al final nunca se supieron—. Razón por la cual el señor Silvera, sin duda alguna sería finalmente el único favorecido en todo esto, pareciendo haberse ganado la lotería y, en agradecimiento no se sabe si al difunto o a sus inconsistentes hijos que le sirvieron su riqueza en bandeja de plata, le puso a su bodega sobre aquel asiento viejo ese nombre un tanto enigmático; aunque en realidad, tan sólo sería un recordatorio del origen de su inadvertida prosperidad.

 Se rumoreaba insistentemente entre la gente del vecindario que el señor Silvera desde el mismo momento en que supuestamente desenterró el susodicho animal con el montón de monedas, comenzó a ver desde esa misma noche la aparición de un hombre colgado por el cuello en la Ceiba de enfrente —cosa que en un principio afirmaba como cierta, pero no así lo de las morocotas, empezó a decir después; cambiando sus primaras afirmaciones como para ocultar la verdad, aunque más que todo, para no quedar expuesto ante tanto curioso que lo abordaba, evitando así, especialmente a los choros—, sin embargo la conveniente difusión de tan estrafalaria leyenda por parte incluso del dueño de la bodega, creo yo, era con el único propósito de obtener con ello su propio beneficio; creando así una cierta fama asociada a su próspero negocio. Cometido que logró, cuando la historia del aparecido pendular era corroborada cada día por parte de sorprendidos noctámbulos, aderezados con algo de vapores etílicos; o, por furtivos amantes que saltaban las empalizadas de las casas vecinas bajo el amparo de las sombras, para despecho de sus cornudos propietarios ausentes y, entonces absorbidos por la responsabilidad del trabajo petrolero.

...Hasta aquí, lo de hoy... Continuará...!




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