viernes, 5 de octubre de 2018

   
   


     Buenas tardes mis amigos, por aquí de nuevo con ustedes para hacerles una nueva entrega literaria. Las cuales  hasta ahora, de acuerdo con lo prometido, han estado centradas en la narrativa de ciertas incidencias en la vida de nuestro personaje principal en el primer libro de la serie de cuatro: Relatos Oníricos de La Atascosa; titulado Las Evasiones de Hilario Coba. Sin embargo esta vez, haremos un breve paréntesis por razones de simple ruptura en la rutina, para presentarles sobre la marcha, un fragmento de cada uno de los siguientes libros también publicados.
Así, espero que disfruten de lo que a continuación he seleccionado para ustedes, tomado respectivamente de cada uno de aquellos que a continuación siguen al antes nombrado: Andrómaca y Felipe, La Casa, y, Breve historia de inmigrantes.


                                          
                                    Andrómaca y Felipe



“…El encuentro, como tal, en el llano, es un nombre que ya por siglos ha significado para los llaneros un lugar de múltiples propuestas en el devenir estacional de sus labores con el ganado; y, en el caso específico del Estado Guárico, uno entre varios en el ámbito de esta extensa sub región en el país Venezuela—, por supuesto también hay uno que se denomina igual. Donde por décadas además, ha habido un hato que por naturaleza, si se quiere, lo identifica. Sólo que este punto actualmente no es ni la sombra de lo que otrora fue, aquel emblemático y mítico enclave durante los períodos inmediatamente pasados de su historia.  
     Empezó siendo en sus comienzos, básicamente una encrucijada de caminos en medio de la nada —se imaginaba la joven Victoria, recordando aquellas cosas que al respecto solía escuchar de su papá—, que tenía ante todo una vieja romana de machete bajo un improvisado cobertizo con un desvencijado retrete a unos veinte pasos, imprudentemente a favor de la brisa, muchos corrales en la vecindad usualmente repletos de buenas reses, junto a un puñado de terrosas y polvorientas rancherías de pernocta a su alrededor… Pero que, muchísimo antes, yendo más hacia atrás en el tiempo y, si uno se esforzaba en hacer el ejercicio imaginativo de divisar dicho punto en perspectiva aérea superior, sobre la sabana, se revelaba repentinamente ante la mirada del sorprendido observador algo así como el sepulcro de una gran cruz, emplazada en la pampa solitaria; incrustada bajo el relieve de su gramínea piel cubierta de mustios, greñudos y pajizos guarataros. Similar al resultado en la vieja usanza, de herrar el peludo cuero del ganado… Puesta ex profeso tan sagrada marca en ese preciso lugar, cuenta la  leyenda, por una orden de catequistas coloniales de la iglesia católica cuando desfilaban por allí siendo sitio obligado en sus correrías, buscando sumar algunas almas indígenas a su causa; y, en su largo camino hacia el oriente. “…Al menos para entonces porque con ello —según así lo creían, en virtud de sus acciones—, sería después al paraíso”. Pensaría convencido alguno de sus Diáconos.

…Señalado el conocidísimo punto desde allí y, durante muchos años, cual relicario geográfico además, por las ruinas del humilde monasterio dedicado a San Nazario; ubicado a un costado del brazo izquierdo del gran "crucifijo enterrado"… Con su sencilla capillita de oración, rodeada por un par de docenas de cruces de hierro y mampostería barata semejante en su persistente continuidad, a los abalorios de un rosario; en señal de las tumbas de los pioneros que se aventuraron por allí para caer rendidos al principio, bajo el curare de las flechas de sus autóctonos moradores durante la oscura centuria del siglo XVII. Pero aún así sería tal la determinación de los pastores nazarianos en su empeño por dejar su marca en el tiempo, que de todos modos fueron forzando a los nativos pobladores de aquellas comarcas a ir abandonando poco a poco, sus milenarias costumbres paganas de adoración; cambiando de raíz el significado cosmogónico de sus demiurgos ancestrales… Pasando a ser todo éso y, con el tiempo, el conjunto perfecto de elementos sacros de un clérigo exorcista para ahuyentar de por allí a cuanto ente demoníaco prevalido no sólo en su audacia, sino también en sus malas artes,  osara  invadir  aquellos "santos predios".        

…Sin embargo, la sacralidad de aquel sitio de tradición añeja se debatía dentro de grandes contradicciones; toda vez que con el correr de los años en lo adelante y, a fuerza de tanto andar de la gente que fue siguiendo la senda de sus originarios precursores con sotana, no precísamente en su trabajo religioso sino en el aspecto exploratorio que estuvieron obligados a realizar, irían cambiando su faz topográfica de inocente emplazamiento de paso; a fuerza de ir arriando los hatos por sus empolvadas trochas y, buscando la mejor manera de abrirse camino hacia el Orinoco. Donde también fueron prosperando a finales del siglo diecinueve ya para el veinte, todo tipo de negocios relacionados con la actividad humana alejada de las urbes y las grandes concentraciones humanas; siempre con ese característico aire de cosa improvisada, de tienda de campaña, que si bien la encuentras hoy con algún grado de prosperidad, ya no será tan así para mañana… Con los típicos negocios en estos casos tales como bodegas, boticas, restaurantes, talleres de talabartería y, de herraje; cantinas de expendio de licor, tugurios donde se apostaba a las  cartas en diferentes juegos de envite y azar. En los cuales serían los preferidos el ajiley —As, y Ley—, que era sin duda el campeón; seguido del truco y la popular caída. Luego venían otros, también muy solicitados; carga la burra, siete y medio, batea, macuare, dados, tejo, bolas criollas y, uno que se puso de moda ya al final en la época de los años sesenta, llamado  Rummy. Que tenía sus propias cartas, y eran de origen francés, muy diferentes a las habituales españolas acuñadas por la conocidísima firma peninsular "Heraclio Fournier"... Hasta uno muy famoso llamado “rojo”; que al ser sugerido por algún cliente tremendista queriendo jugarle una mala pasada a otro, un tanto despistado al desear saber éste cómo se jugaba el mismo, se forzaba enseguida casi automáticamente la imaginativa y bien cotejada respuesta del inoportuno mamador de gallo… Pudiendo ser ésta una, escatológica o, tal vez de muy mal gusto —según como se la viera—, a lo que simplemente decía aquel muerto de la risa: “…Si te agachas yo te co…” —lo dejaba en suspensivo—; para entonces aterrizar de refilón, rematando el muy zafio: “O; si no, yo más bien te saco un ojo…Ja ja ja!”

…Pero además, había un anexo al local de los juegos que estaba reservado exclusivamente para otra función también ya distintiva del lugar en los últimos tiempos, expendio de una costumbre muy antigua en el mundo, por cierto. Construido groseramente por sus impulsores usando para sus fines algunos materiales sustraídos de forma vandálica de las ruinas de la iglesia de enfrente, otrora orgullo de los monjes Nazarianos, horrendo sacrilegio al que por cierto se refirió el último religioso de rango que por allí pasó; cuando iba a la toma de posesión de su diócesis en Ciudad Bolívar. Vaticinando entonces este Obispo que:
"…Los culpables de semejante hecho tan bochornoso, carentes del más mínimo respeto por las cosas del Señor, arderán calcinados irremediablemente por toda la eternidad en las pailas del infierno; purgando así, aunque sea en parte, este terrible latrocinio…!"  

"…Y; lo digo yo, que sé de éso. Sí señor…!" 

Agregó; con tanta convicción el prelado, como si materialmente hubiera estado allá, en ese mismo lugar al cual se refería.  

…Dicho local ostentaba en su identificación pintado con encendidos trazos de muchas vueltas y bucles, en color rojo encendido, el sugestivo nombre de su dueña: “La Madama”. Colocado groseramente en el elaborado pórtico de madera,  sobre la  puerta principal también del mismo material; ambas reliquias coloniales robadas del citado emplazamiento religioso pre existente… En definitiva, era un lugar muy concurrido donde pululaba a diario entre una veintena de clientes birriondos, todo tipo de damiselas; ofreciendo sus placeres cárnicos al mejor  postor.
   
   Fue en aquel sórdido ambiente, en que Felipe Gómez y Eustorgio Sarmiento en un torcido recodo de sus vidas trabaron amistad por pura casualidad la primera vez, en sus tiempos mozos, cuando tiraban una canita al aire para aliviar sus penas durante las largas temporadas del caluroso estío; enfrascados en prolongadas sesiones de juegos, tragos y, también meretrices, que poco a poco dejaron de serles extrañas… Sería como por una infausta intervención del demonio en uno de esos años en El encuentro, en que Eustorgio Sarmiento en un arrebato de locura fue pasando de falda en falda por la pieza de cada fémina allí presente; en un extraño reto con unos desconocidos y, en que vería colgado sus calzoncillos en la misma percha junto a las pantaletas de cada una de tales señoras, esa misma noche. Mediante una absurda apuesta que de todos modos perdió pese a su titánico esfuerzo en un ardoroso despliegue de testosterona jamás visto en un hombre, en competencia contra el avieso jefe de unos vaqueros venidos del pueblo de Chaguaramas;  que no lo perdonaron a la hora de cobrarle… Para entonces enterarse un par de semanas después cuando ya no estaba allí, y todo estaba consumado, de haber sido timado por el chaguaramero de marras y, La Madama en cuestión, en quien se habría confiado en su papel de depositaria y contabilizadora de cada uno de sus viriles actos agenciados —actuando ella misma de mirona, muchas veces—; pero no sabiendo el muy pendejo, que estos dos sinvergüenzas en realidad eran amantes… Perdiendo en consecuencia aquel hombre en tan temerario e irresponsable lance mucho más de la mitad del ganado que llevaba, provocando así una completa desbandada entre los peones que le trabajaban; hasta quedar enteramente solo.
                                            



                                        —La Casa

(…Llegó a ser por cierto para mí, también, la vieja máquina de coser a pedal de la tía Sinesia, algo de lo cual guardo muchos recuerdos de mi niñez; en casa de mis abuelos —pensó Hilario. La misma que primero llegué a creer, erróneamente, le pertenecía a doña Olimpia. Pero que muchos años después supe de su caso, sin yo quererlo; pues, fue por pura casualidad que me enteré de la verdad, la auténtica historia de sus orígenes. En realidad fue uno de los regalos de la fallida boda de mi tía un asunto que tradicionalmente se estilaba en estos pueblos provincianos, propio de la buena fe de las personas y, por  qué no,  también un modo muy particular en las parejas de irse ayudando económicamente; hasta completar la totalidad de los enseres y cosas que consideraban necesarios en su futura nueva vida juntos. ¡En fin!, con el único novio que en verdad se le conoció; el cual un buen día, desapareció del pueblo del mismo modo fugaz en que habría llegado, para nunca más regresar. Su fortuita llegada obedeció tal vez, también, igual que la de muchos otros arribistas, al deslumbramiento causado por las visiones espejísmicas de la industria petrolera que borraría de cuajo con su fulano portento nuestras más sencillas, humildes, pero bellas tradiciones. Ese sustrato natural del don de gente buena y confiada que teníamos; legado precísamente, de nuestros esforzados abuelos.

…Porque, fue mi pueblo en los años cuarenta, cincuenta y, mediados de los sesenta, uno de tantos en la geografía nacional que sucumbirían con el tiempo bajo la negra mácula del petróleo. Por lo cual, desaparecería en ellos su genuina identidad, haciendo que sus gentes, propios y extraños, inexorablemente quedasen atrapados en una rara burbuja de engaño; algo que al final, nada resolvería. Formaba parte activa dicha máquina de coser, de la enigmática escenografía, según mi parecer, que durante mi infancia solía ver en casa de don Florencio y doña Olimpia; en su residencia de la calle Ribas:
  
…Igual a los viejos cuadros con los retratos de la familia en blanco y negro, reseñados en un principio. La pesada y bella mesa en caoba de gruesas patas retorcidas, ecuestres, artísticamente talladas seguramente, me imagino yo, otro alarde de su gran maestría, puesta en práctica por el “carpintero ebanista” el señor Olegario Contreras; amigo de mi abuelo Florencio, donde reposaban a diario las flores campesinas en dos floreros de vidrio de alargado cuello, en Arte Murano; puestos sobre sendos pañitos tejidos en crochet, todo encima del humilde mantel de hule con sus característicos motivos holandeses de color azul con blanco… El preciso reloj de péndulo en la pared, más puntual aunque era nipón, que un real caballero inglés; con sus retumbantes campanadas, ni siquiera atenuadas por su gruesa caja labrada en madera de teca “que no le hacía ni coquito” decíamos cuando lo escuchábamos, en cualquier hora redonda.
  
…Sería dicha máquina, todo un misterio para mí. Otra de las tantas cosas que me acostumbré a ver, en la amplia sala de recibo de la casa; pero que, en ciertos y determinados momentos de mi  vida de muchacho asustadizo de pueblo llanero, mientras pasaba por el sombrío salón de recibo cuando llegaba de visita a mis abuelos, me empeñaba en creer que lo que tenía ante mí, cuando me topaba con ella, era algo fantasmal, de otro mundo… Y, no una simple máquina de coser.  Entonces la veía allí, en la penumbra; y, creía escuchar su característico sonido, mientras incansable cosía sin que nadie la tocara, viendo moverse constantemente sus partes ocultas debajo de la tela −que por supuesto también se movía−,  en la que estaba enfundada. Especie de capuchón con que la cubrían, cuando −supuestamente− permanecía en reposo.  Siempre estaba ahí, junto a todas las demás cosas con las que solía interactuar al caer yo en semejante estado anímico, conformándose allí mismo una enigmática comedia de terror; donde yo parecía tener la exclusividad, como su único espectador.
  
…Estaban dentro de ese mismo tenor de misterioso despertar, los cuadros con los retratos de mi  familia ancestral, de gruesas cañuelas brocadas color oro empolvado, en torno a la gran mesa con el mantel de hule porque los bordados en fina tela, sólo eran para casos especiales, Diciembre o fiestas patronales; los floreros de Murano con las cuarentonas y los capachos, de alargados cuellos vítreos que transparentaban sus tallos... Entonces en movimiento, como buscando salirse de donde estaban para ahorcarme; en una macabra confabulación me figuraba yo, además, con unas inquietantes pencas de sábila perpetuamente verdes, amarradas junto a un frasquito de vidrio transparente con un líquido cristalino adentro, tal vez agua bendita, colgando de la cumbrera de la casa. Decían las tías en su extraño sincretismo mágico religioso, eran para limpiar y cuidar la vivienda y, estaban consagradas al ánima sola… Así mismo, las primeras jaulas de “El Tuco” Olegario, envueltas en un forro de tela color gris plomo donde Sinesia lo mantenía pendiente,  junto a ella mientras cosía en la máquina, cuando el pájaro estaba pequeño; para deleitarse con sus colores y, los cantíos, del entonces joven Piarro… El viejo reloj de péndulo; obstinadamente oscilante, persistentemente vibrátil, dentro de su caja de madera labrada; perturbadoramente siempre presente, con su enigmático lenguaje campanil: Clan… Clan… Clan…! Y; otra vez, clan…! Pareciendo mostrar su enojo por mi presencia allí, evidentemente mal humorado, frunciendo el ceño dentro de la caja con su cara de pulida esfera, redonda y, con las agujas arqueadas a guisa de cejas, en la posición de las diez y diez. Por lo que:
     
   “…Sentía al vivir aquello un gran temor, aunque no era siempre, cuando atravesaba la puerta de la casa; llegando a creer incluso, que el bendito reloj se daba cuenta de mi presencia allí. Y; definitivamente, no me toleraba…!” 

…Entonces decía que era elucubrando, justo al entrar a la sala, especialmente cuando no había más nadie en ella y, allí estaba de nuevo; en otra hora redonda: Clan… Clan… Clan…! Y… Claaaaan!!!  
     
  “Retumbando insolente en mis oídos, una y otra vez  con atormentadora estridencia, el viejo reloj; haciendo bramar sus campanadas. ¡Huuuy! Se me erizaban los pelos del cuerpo cuando escuchaba aquello…!” confesó después Hilario, ya cuando adulto.
     
 Me parecía que todas esas cosas cobraban vida de alguna misteriosa forma, que yo ni nadie podríamos comprender; especialmente, porque todo en ese momento estaba rodeado de una rara atmósfera en penumbra, particularmente ingrávida, amplificada por los efectos de una iluminación mortecina que se filtraba por las rendijas de las ventanas y, la puerta entrecerrada de la estancia. Donde podía ver claramente suspendidas en el aire, unas líneas oblicuas en movimiento, cargadas con extrañas partículas, tal vez del mismo polvillo que patinaba todo lo que allí había. Particularmente, los viejos cuadros con los retratos de familia.
  
…Pero era allí, en esos lóbregos instantes signados por las estentóreas campanadas del reloj, en que todo a su alrededor parecía adquirir una extraña vida, dislocando la lógica espacio temporal que rige las cosas físicas, pareciendo licuar el medio atómico que las sostiene, separándolas en su intimidad natural,  haciendo de ellas las cosas que en realidad no son. Comportándose entonces, como si todas empezaran a navegar en un gran pozo de plasma donde ya nada tendría el sustento acostumbrado; al menos desde nuestro mortal punto de vista, estrictamente humano.… Y, era allí, en que la máquina Singer parecía animarse aún más, por sí sola, envuelta con su capucha gris blancuzco que la tía Sinesia le ponía encima cuando no estaba cociendo en ella; semejante a una batola enteriza, o túnica, como la que suelen llevar las representaciones de los espectros pueblerinos, suspendidos ingrávidos sobre el suelo; casi blancos, o, brillantes más bien. Haciendo que se la viera, normalmente cuando no la usaban en ciertos momentos, como algo que destilaba una gran tristeza. Era justo ahí cuando se me antojaba pensar, que aquello de pronto de un instante para el otro, se trocaría en un verdadero espanto; por lo que, haciendo gala de un gran esfuerzo mental me le escabullía por anticipado logrando que nada de lo que ya sabía ocurriera y, finalmente, lograba salir del estado de inmovilidad en que usualmente caía en aquellos casos. Sabiendo entonces tenía que alejarme de allí de inmediato, por cuanto pensaba: “¡Patitas pa’ qué te tengo!” Y, salía disparado hacia el patio como una tromba, gritando: 
“¡Abuelaaa… Abuelooo!… Dónde estáaan…?“).




                                 Breve Historia de Inmigrantes


     Corría el mes de Abril del año 1914, por allá en los albores del siglo veinte, cuando a su final, arribaría a bordo de un viejo buque con bandera  de la República de  Guinea-Bisáu a La Vela de Coro, en el Estado Falcón, la familia de origen portugués Da´Costa Freitas; representada por un experimentado hombre de mar, como lo fue, don Joao Da’ Costa de Magalhâes. La sencilla agrupación de visitantes lusos finalmente recalaba por allí, como únicos pasajeros de aquel extraño barco. Donde habrían viajado de gratis, en una especie de cortesía por parte de su Comodoro quien era amigo personal del jefe del grupo de familia, desde que trabajaron juntos en la misma línea, propietaria de dicha nave; aunque según decía el Capitán, entonces de múltiples barcos en situación parecida a la de éste, legalmente pertenecía ahora a una cooperativa de trabajo integrada por otros capitanes más que en unos litigios antes de la guerra, se los habrían adjudicado; siendo él, uno de los cabecillas de las revueltas con que se los apropiaron.
     
   Tocaban tierra esa vez en América después de una larga e incómoda travesía, luego de una breve estancia en algunas colonias portuguesas del continente africano donde como es de imaginarse, nunca faltan las sorpresas, porque extrañamente en el momento de zarpar de la última de ellas, se había producido un altercado entre el Capitán y un grupo de nativos según pudo observar Joao, pero en el ínterin no le prestó demasiada atención a lo que sucedía; aunque sí pudo ver que los reclamantes estaban muy molestos, al punto de lanzar sus flechas, palos, piedras y lanzas contra la nave, muchos de los cuales además, estaban vestidos con su atuendo tradicional que sin lugar a dudas los identificaba como de la raza Zulú. Mientras tanto los proyectiles de sus primitivas armas simplemente rebotaron contra el poderoso casco de acero; viendo aquello entonces, más bien como gajes del oficio pero al parecer, se equivocaba; siempre tras la búsqueda de mejores oportunidades de subsistencia y futuro seguro para su prole, que era lo que en definitiva a él le importaba y, la cual estaba compuesta por tres hijos: Dos niñas, de doce años la mayor, la otra de diez. Mientras que en el vientre de su querida esposa Fernanda, traían a quien en poco tiempo nacería en tierras venezolanas, que don Joao pondría por nombre Francisco; y con el tiempo, a su vez, empezarían a llamar “Chico”. Chico Da’ Costa Freitas.
     
     Durante el transcurso del viaje, sin querer Joao cayó en cuenta al evocar la airada reacción de los zulúes en aquel lejano puerto africano, picado por un repentino nerviosismo y, pensando en los cuestionados comportamientos de su rescatista amigo, que de pronto estarían metidos en un tremendo problema a juzgar por todo lo que se decía de éste últimamente; pero entonces se calmó, y decidió que por lo menos, se merecía el beneficio de la duda, por cuanto él, después de tantos años navegando juntos por todo el orbe consideraba lo conocía bien. Incluso a su esposa, padre e hijos.
    
    El señor Joao Da’ Costa se caracterizaba por ser un hombre recto a carta cabal y, por otra parte, también tenía como uno de sus más caros principios en la vida el mantener una justa apreciación del valor de la amistad. Sería por esto que aceptó viajar en dicho barco de la forma tan particular que ya quedó dicho, aunque con ciertas reservas; puesto que, casualmente, habría aprendido a desarrollar respecto a la actuación que en los últimos tiempos se tenía del mencionado Capitán del barco, un cierto recelo y desconfianza. Especialmente, desde que fue llevado a juicio el año pasado, en los tribunales de Mogadiscio en Somalia, acusado de piratería situación que siguió hasta donde pudo, a través de los informes de la prensa local en Faro; su ciudad natal.  
     
   Sin embargo había salido bien librado en el proceso su amigo Khaled Al Souky que así se llamaba. Mediante el pago de una fianza consistente en una fuerte suma de dinero cancelada con la ayuda de su generoso hermano, de nombre Jamal; quien llevara a cabo a su favor una astuta defensa apoyado por un grupo de abogados liderizados tras bastidores por él mismo −−que supuestamente se habría inhibido por razones obvias, para no caer en el consabido conflicto de intereses−−, como el mayor entre ambos… Astuto abogado de la ciudad capital somalí, director de un prestigioso bufete que ya tenía fama en la consecución de raras absoluciones en ciertos casos y, procesados; pero sin embargo, el juicio aún seguía −−según le habrían dicho−−. Un extenso libelo que desde hace años se venía gestando en su contra cuando incluso habría sido pescado en alta mar un par de veces por la guardia costera; y, hasta se rumoraba que ayudaba a trasladar esclavos en su navío a través de las aguas del Océano Indico, para venderlos en otras regiones del llamado cuerno africano en su costa oriental. Donde aunque parezca mentira, aún hoy se observan estas barbaridades que parecían prácticas tan sólo del pasado, apoyadas por ciertas naciones inescrupulosas de Europa, sobre todo del Este; y, especialmente cuando se trata de mujeres y hombres jóvenes. Que serían explotadas como esclavas sexuales en el caso de las primeras y, de braseros para la realización de trabajos forzados los segundos. Algo sumamente grave en realidad, pero que Joao sólo conocía por leves referencias y comentarios al margen, por así decirlo, al menos en los tiempos más recientes; hasta que se enteró de lo del juicio a través de la prensa en su propia ciudad.
   
   Luego cuando se encontraron de nuevo después de varios años, precísamente en la ciudad de Faro en Portugal, surcada por ellos en otros tiempos de juventud y, en unos momentos de sana paz muy distintos a los de entonces, Joao quedó sorprendido no sólo por su presencia allí sino porque además, también como ellos, su amigo planeaba dirigirse a América; especialmente hacia el mismo país a donde él y su familia tenían pensado llegar. ¡Qué casualidad! Pero, “como la necesidad tiene cara de perro”, como quien dice y, en medio de tantas estrecheces y necesidades al lado de su gente que sabía lo necesitaba, no fue tan prolijo Joao a la hora de aceptar la “espontánea y dadivosa cola” en el barco de su amigo Khaled. 
     
  En definitiva, fue una travesía larga e incómoda aquella hasta peligrosa, dada la condición de preñez de la mujer, y la corta edad de las niñas, pero el curtido Joao Da’Costa Freitas albergaba en su ánimo la esperanza cierta de que al término de tan prolongado viaje, “…Estará aguardado finalmente, para todos, la muy ansiada y necesaria, felicidad…!” Decía, siempre entusiasmado. Ya que tenían muy buenas referencias por lo demás, del lugar al cual habían llegado por parte de un familiar allí, hermano de su esposa, contactado previamente mediante algunas viejas cartas celosamente guardadas y, cruzadas durante años entre aquel y Fernanda; donde solía decirle maravillas de esta acogedora tierra. Pariente el cual todavía, Joao  no conocía.   
   
    Europa por aquellos tiempos estaba en crisis. De donde ya para el año pasado Joao se había visto forzado a emigrar urgido por tantas penurias a causa de la guerra, intentando echar suerte a instancias de otro amigo suyo y, prácticamente un familiar, también ligado a la actividad marítima que era entorno a lo cual, en realidad, siempre había girado su vida, pero claramente dedicado a la pesca de altura; quien lo contrató como hombre de mar que sabía él era y, para ver si lograba adaptarse a este nuevo oficio. Se radicó primero en la ciudad de Dakar capital de la república de Senegal donde este amigo suyo tenía un lote de operaciones comerciales que también debía atender, pero no le gustó mucho porque tuvo problemas para adaptarse al francés, idioma oficial de allí; por lo que entonces pidió cambio a la ciudad de Bisáu, capital del país vecino Guinea Bisáu… Donde le fue mejor, ganando allí algún dinero, aunque tan sólo duró un año porque comenzó a notar ciertas prácticas relacionadas con su trabajo que no le parecían correctas, claramente ligadas a la clandestina e ilícita actividad del contrabando, algo que lo asustaba, más que todo por no afectar la seguridad de su propia familia; pero además, vivía pendiente de lo que pudiera suceder con ella, allá en su propio país, cuando se enteró que Portugal se involucraba cada vez más en el conflicto bélico en curso y, enviaría divisiones armadas a Francia para luchar contra los alemanes al lado de los británicos. Situación que lo persuadió de volver para definitivamente hacer caso a su esposa Fernanda que siempre le había dicho que buscaran a su hermano en América; donde según, al menos no habría este tipo de guerra que entonces tenían. Es así cuando al llegar de nuevo a Faro, inexplicablemente se encontraría con su antiguo amigo Khaled tal y como ya,  quedó reseñado antes.
     
   Una vez de nuevo en contacto con este amigo hasta entonces perdido, convencido de que viajarían con él hasta América, este le dijo que al partir tenían necesariamente que tocar de forma rápida algunos puntos en la costa del África oriental, cosa que de ningún modo llamó la atención a Joao, al menos en los primeros instantes, tomándolo como una actividad ordinaria y normal en su itinerario de viaje; pero sí lo alertó cuando se dio el primer toque, incrementándose su suspicacia en los próximos que siguieron… Tomando en cuenta no sólo las cosas que habría aprendido sobre el delicado asunto del contrabando con su casi pariente el pescador de altura y, en la “relación non santa” con ciertos grupos en ciudades a lo largo de las naciones costeras de la mencionada región africana; algo que de nuevo le hizo recordar que su oscuro aunque breve pasaje por África no fue del todo de su agrado
     
  Sin embargo se armaría de valor para seguir, pese a sus sospechas ahora bastante más claras y, por supuesto sin comentarle nada a Fernanda para no ponerla nerviosa en la situación de embarazo que llevaba. Por lo que no quedaba otra salida que seguir aventurando y, eso fue precísamente lo que hicieron; santiguándose como buen católico, a la buena de Dios.
     
  Soportaba todo aquello dada la recia estirpe de navegante que Joao Da Costa tenía; pues su abuelo y su padre, también así lo hicieron. Pero sobre todo, por los aprietos económicos y de toda índole, que últimamente lo agobiaban. El último trabajo seguro que tuvo, antes de estallar el conflicto bélico en Europa, fue  como marino mercante; con tan mala suerte por una parte, de que el buque en el que viajaba zozobró frente a las costas de Crimea. No obstante, fue él, uno de los pocos afortunados de la tripulación que entonces resultaron ilesos en aquel percance, que dejó una larga lista de cadáveres en el fondo del Mar Negro, pero sin embargo tuvo que pasar por una serie de presentaciones ante las autoridades para responder a los interrogatorios de rigor por parte de los investigadores del accidente; sometiéndose  durante dicho proceso, a los desagradables recuerdos ligados a la forma en que tuvieron que morir muchísimos de sus compañeros. Algo que definitivamente lo habría afectado de forma importante aquellos días, teniendo que ser atendido por el equipo médico de la compañía para la cual trabajaba durante el siniestro.

  

  ...Y; bien mis amigos. Hasta aquí nos trajo el río. Chao chigüire, chao pescao!


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          ...Buenos días mis amigos. Hoy les traigo la tercera parte del capitulo numero  cuatro de mi libro "Andrómaca y Felipe",...