Hola amigos, buenas tardes...! Como ya se ha dicho y, continuando con la entrega por capítulos del libro número 1 —Las Evasiones de Hilario Coba—, de de la serie de 4 Relatos Oníricos de La Atascosa; hoy les traigo el relato Honor y dolor, capítulo número 7.
...Entonces a continuación:
1.7.- —Honor
y Dolor—
…Era el alba de un nuevo día, el cielo sobre
La Atascosa pintaba extrañamente gris. Cargado de oscuros nubarrones como
presagiando la tragedia que en la tarde de ese fatídico amanecer, se clavaría
como espina del dolor en dos familias del pueblo envueltas en una seria disputa
—la cual en sí no fue sólo por eso, sino más bien, por razones mucho más
profundas; las que ni siquiera ellos mismos, los involucrados directos, sabían
a ciencia cierta de sus verdaderas motivaciones. Cosa que quedaría develada en
toda su crudeza, en otro libro posterior a éste, titulado: "Veinticuatro
horas para llorar"—, hecha visible de pronto a causa de los devaneos
amorosos de un mismo individuo con dos de sus mujeres; aunque muy diferentes,
en el modo y comportamiento ante sus vecinos y, su círculo familiar, pero
exactamente iguales en el desenfreno y entrega a este
enamoradizo hombre. Diego Carrasco. Que sin proponérselo, sería
el causante de una inmensa
pena al tomar la vida de otro que enceguecido en busca del honor, caería abatido por una bala
disparada por aquel que sin embargo, en algún momento
llegó a ser su gran amigo. Quedando sellado así al caer la tarde,
el trágico fin de su existencia para don Petronio Corrales, entonces con su
honra marchita para siempre y, en mala hora burlada, según
la estricta ley del ahora difunto; un padre que armado
no sólo de coraje, salió a la calle tras la búsqueda de una respuesta sobre lo
que habría sucedido con su hija, en una horrenda hora atascoseña.
...Es que, ya venía rodando entre contertulios
de la plaza y hasta por las calles del vecindario, en conversaciones de
sobremesa y, en fogones de La Atascosa, que el fogoso Diego Carrasco se “acostaba” en la mismísima alcoba con la hija menor
de don Petronio;
atizando un increíble amancebamiento que en el pueblo
nadie hubiera imaginado en su más ingenuo puritanismo; enclavado a punta de
garrote por las costumbres y tradiciones. Legado de la vieja España.
La gota que rebosó el digno vaso forjado con
el acerado orgullo del Sr. Corrales, cayó cuando se enteró por terceras
personas que su hija estaba en cinta a la espera de un hijo de aquel hombre,
que siendo ciertamente su amigo, sin embargo desde ese
mismo momento juró ponerlo bajo la línea de fuego de su resolver; siempre
llevado en la cintura atado a su faja, bajo
la chaqueta del
liqui liqui. Blanco
como el almidón que su propia
hija Antonia −ultrajada según él−, usaba para arreglárselo como le gustaba, previo a
sus acostumbrados paseos matutinos cabalgando
por las polvorientas calles del poblado; y, en los soleados domingos vibrantes al tañido de las campanas
de la iglesia, llamando a la feligresía. La cual jamás se imaginaría lo que
estaba por ocurrir, trastocando la
curiosa pasividad dominical reinante justo aquel preciso día.
Diego Carrasco
mientras tanto, vivía a las afueras de La Atascosa en un hato de su propiedad,
el cual tenía por nombre Los Terraplenes, ubicado más o menos a unos veinte
kilómetros del pueblo.
Como era su costumbre se
desplazaba ese día a caballo por la
última calle del mismo, entrando
por la vía principal del
Barrio La Rochela en el suroeste con destino a la parte sur de la calle El Ganado; donde se encontraba la casa de su querida amante
Isaura García a quien visitaba con frecuencia, especialmente los domingos, como lo era entonces
Llegó a casa de Isaura
y después de saludarla notó que algo no andaba bien, ya que vio
un extraño nerviosismo en la mujer. Ella al igual que toda la gente del pueblo
ya estaba al tanto de lo sucedido, y de las intenciones de don Petronio Corrales;
sabía también, que el padre herido en lo más hondo de su honor, vendría a su
casa en busca de Diego para ajustar sus cuentas. Para ese momento
no habrían pasado
treinta minutos de la llegada de Diego cuando en la calle se oye una
algarabía —un murmullo ciego y sostenido como cuando la gente habla en secreto,
para no ser oído—, porque ya se veía venir un jinete por el medio de la calle cabalgando con el rostro
semejante al de un espectro, aunque con la única diferencia de algo que
todavía lo hacía humano, lo cual era la firme decisión de quien clama por venganza;
pero también, indudablemente, con el sino fantasmagórico del que ya ha
muerto y, va de camino al Hades —como el alma en pena que desmonta a la orilla
de aquel fantástico rio, de la vida y de la muerte, todo en uno solo;
para ver convertido su medio de transporte,
en la fatídica barca conducida por la figura espectral de Caronte; Aqueronte abajo, hacia el inframundo—
Hasta los perros
callejeros ese día, usualmente respondones,
como Tigra la de mi amigo Roger
Meza, tuvo que ser sujetada del cuello para no verla morir, como el
jinete que iba cabalgando; aunque en este caso, sería tan sólo de miedo. El
hombre era observado con angustia por las gentes a través de las ventanas
entoldadas, por las rendijas de sus puertas y, en las paredes de bahareque,
convencidos todos de lo que muy pronto pasaría con aquel, que iba pues con
determinación aún en tan mala
hora, la misma
de los momentos cruciales, cabalgando hacia la muerte iba don Petronio Corrales; por quien ya en su conteo
menguado, las matronas y rezanderas de oficio con escapulario y rosario en
manos, decían los responsos pidiendo
al Altísimo por la salvación
de su alma.
Finalmente arribaría a su destino,
al menos el más
inmediato, amarrando su caballo en el leñoso tronco
de un arbolito de alhelí,
al lado del otro animal
en que hace poco había llegado
aquel a quien buscaba; justo en la empalizada frente a la casa
de la siempre divertida, Isaura García. (…Hoy
en día, en ese mismo lugar, hay una cruz de hierro
forjado que indica, como testimonio cruel de una inútil tragedia:
"Descanse en paz" −después de un nombre y, una fecha−).
Con ambas manos en la
cintura prosiguió con los preparativos, don Petronio, echándose hacia atrás la
chaqueta del liqui liqui como
para despejarse la empuñadura
del arma y, entonces dijo, con voz fuerte y grave:
"Sal de ahí Diego
Carrasco, porque he venido a matarte…!"
La advertencia fue repetida
por segunda vez en el mismo tono y gravedad, lo que produjo como por arte de
magia la enérgica respuesta del aludido, que sin inmutarse hizo frente a tres
disparos hechos por don Petronio, con
tan mala suerte
para él, que
erró en los dos primeros y,
tan sólo pudo acertar parcialmente un tercero que fue a impactar en la
humanidad del otro, quien rápidamente desde el suelo aprovechando el raro encasquillamiento
del revólver de su atacante, le propinaría en su defensa
y, con extraña piedad, un solo tiro; tan certero que fue a dar justo en el corazón de don
Petronio. Apagando en un instante aquella noble existencia de uno de los
descendientes directos de los fundadores de ese noble pueblo; como lo era también
aquel que desde
el suelo, herido, lamentaba lo sucedido. Porque don Diego, no guardaba el más mínimo
rencor ni odio
por aquel circunstancial rival,
más bien, querido y apreciado. Sólo el desenfreno, la pasión y por último el
dolor, se combinaron fatídicamente en esta trágica
acción, en busca del honor.
Diego Carrasco triste ganador en la refriega, al poco rato fue
hecho preso. Con los años, ya recluido en la PGV lamentando su destino, se sumió
y consumió en la entrega de aquel purgatorio por el que tenia doble justificación: Una, haber dado muerte a un hombre bueno, que sólo
buscaba honor en su vida y otra, que
don Petronio era el abuelo de su único hijo habido en aquellas circunstancias tan
comprometidas y, a contrapelo de la dinámica
social Atascoseña. Ya en otro momento −quizás en el más allá−, hubiera querido el homicida abrazar
y pedir perdón, a don Petronio Corrales.
Una vez consumados tan terribles hechos, mientras los timoratos
vecinos fueron saliendo primero de su asombro y, luego de sus casas, de sus
ranchos, llegó la autoridad a quien Diego Carrasco sin oponer resistencia alguna
en seguida se entregó. Yuxtaponiendo sus
puños por delante, entre él y los policías.
Su rostro se mostraba relajado, con la mirada triste dirigida
hacia la nada, imaginándose quizás los duros momentos que en adelante
tendría que sortear; como justo castigo por aquello que acababa de
protagonizar
A través de una de las ventanas
del par que tenía la casa, dando al salón, que era como se
le llamaba a aquel lugar de la residencia de Isaura García con vista hacia la
calle, donde en múltiples oportunidades por varios años se reunieran ella,
Diego, el mismo don Petronio y, sus más variados amigos para el disfrute de otrora
tantos felices momentos. Estaba ahora aquella mujer, impávida y con expresión lastimera, el rostro
desencajado, ausente de este mundo cual víctima y victimaria a la vez, deseando
compartir con Diego sus culpas tal cual siempre lo habría hecho; pero entonces,
por su propia parte en la responsabilidad de los actos
allí escenificados
La mujer desde entonces se encerró por completo en un riguroso
luto, enclaustrándose a voluntad entre las paredes de su casa que la gente
empezó a llamar desde ahí, “La Cartuja”; y, a decir de sus más íntimos allegados, el rigor religioso y la más absoluta
humildad serían los rasgos de vida en lo sucesivo para aquella, antiguamente disipada, bella mujer. No llegó a tener hijos. Sólo sus
familiares más cercanos tenían el privilegio de entrar en la casa después de
aquello, sin embargo con el tiempo se fueron distanciando en sus visitas hasta
que la morada se fue sumiendo, en un
halo de misterio. Al punto que los vecinos comenzaron a decir que en ese lugar
por las noches se oían ruidos extraños, se veían apariciones que acompañaban
quizás a la entonces misteriosa Isaura García, después de las doce de la noche
y, hasta el lugar señalado por aquella cruz de hierro frente a su casa; cada
vez que se cumplía un aniversario más de la desastrosa tragedia.
Como observador ese día de tales hechos tan terribles y
desgraciados que involucraba a un hombre que para mí era signo de respeto,
honradez, lealtad y, sobre
todo, caro amigo
de mi padre además,
siempre seguirá siendo
visto en adelante
como aquel paladín ecuestre
que llegaba a casa los
domingos y, se acercaba al Barbasco que servía de
cerca viva a una de las empalizadas de la casa donde nací;
a preguntar por mi papá.
Por mi parte, habiendo aprendido yo esa costumbre dominical suya, sabía estar en las proximidades para recibir de él, una moneda de plata
de cinco bolívares −conocida como, un fuerte−,
que siempre sacaba de su faja debajo del liqui liqui; la cual yo
recibía, después de darme la bendición. Diciendo:
"Dios
te bendiga, hijo".
"…Ve y llama a mi compadre Ramoncito, hazme
el favor…!" −Agregaba−.
"Sí,
padrino; en seguida…!
Contestaba yo, alejándome a toda carrera hacia dentro de la
vivienda, imaginándome las golosinas y
refrescos que se podían comprar con aquel fuerte; cuando un refresco de 250ml, costaba
0.25 y, un pan, tan sólo un centavo
−pan de a puya, le decíamos−. De niño, siempre me imaginaba a mi padrino Diego Carrasco,
visto desde el suelo parado sobre mis alpargatas y, él sentado sobre su
caballo, como un verdadero Centauro; entonces me parecía monumental,
maravilloso. Es así como siempre lo he querido ver, según promesa que hice pensando
para mis adentros
aquel día tan terrible, en que pese a todo le ofrecí mi perdón
incondicional; quizás por la fuerza de tantas bendiciones que durante igual
número de domingos por muchos años él pronunció, dirigidas a mi
corazón, a mi alma, a mi más pura
inocencia… Con lo que estoy seguro, que aquellas bendiciones dominicales
hicieron de mí, una persona más cercana a Dios; y, por tanto, como retribución en algo de todos aquellos momentos felices a los cuales él contribuyó, ahora yo
te digo, padrino:
"…Que Dios
te bendiga, y te perdone;
porque lo que soy yo, ya lo hice….!"
Fue don Diego
Carrasco, pues, el más flamante entre todos mis padrinos. El de
bautismo (Nobilísimo reemplazante en tan buena hora, de aquel otro escogido por
mi madre y mi madrina, para que cumpliera tan sagrada misión y, cuyo nombre una
vez fallecido, con tanto orgullo he llevado. Asunto por cierto, mejor explicado,
aquí mismo en el capítulo 1.2); y, a quien en aquella hora funesta traje a mi memoria.
Recordando un fugaz momento
de mi más tierna edad en que, después de mojarse los dedos de su mano
derecha en aquella pileta de agua bendita en
el templo, dibujara sobre mi frente la señal
de la cruz; mientras yo, sostenido boca arriba en brazos de mis padres y, sin
poder valerme por mis propios medios, oiría obviamente sin entender, las
palabras sagradas leídas
de las Santas Escrituras por el
obispo Español Saragoceño, venido al pueblo
desde calabozo. Ciudad donde estaba afincada la jefatura eclesiástica de
Su Eminencia don Victorino del Valle
Martell. Quien en esa ocasión nos visitaba para decir la misa especial, resaltando
las bondades del acto
bautismal, pasando luego por
la fila de padres y padrinos que ansiosos esperaban por el noble visitante,
para que sacara de todos aquellos párvulos sostenidos en sus brazos, tocándoles
la crisma, los supuestos malos espíritus que hubiera en ellos; según el decir
de las abuelitas más quisquillosas del pueblo.
Al concluir la ceremonia, el viejo Obispo era invitado por
alguna acaudalada familia del lugar a saborear escogidos bocadillos y, platos
para la ocasión, donde no podía faltar como abreboca un cálido y nutritivo
consomé de pichón de paloma; lo cual el religioso
celebraba con sus sabías palabras al bendecir
la mesa.
Con tan sólo salir de la iglesia
los nuevos padrinos ya sabían a conciencia, que el
acto que acababan de refrendar los acreditaba como padres paralelos para todos aquellos
inocentes infantes; teniendo también la responsabilidad de darles amor y
formación moral, tal cual ellos mismos la tuvieron… En la certeza de ser de
allí en adelante fervientes defensores de la fe, como continuación por lo propio
que debieron haber
hecho, sus propios padres y mayores, en la perpetuación de esa cadena
existencial que por siglos nos ha regido, como pueblo latino; cuya cultura está
signada por aquella, para bien o para
mal, traída aquí por los conquistadores europeos.
Con estos vívidos recuerdos y, teniendo como telón fondo la
tragedia que acababa de suceder, me retiré del lugar al igual que las demás
personas del pueblo que habían concurrido; encontrando en casa como era de
esperarse, a mis padres sumidos en un hondo pesar. El cual tan sólo sería roto,
por la entristecida voz de mi madre cuando dijo: "Que Dios los perdone a los dos…!"
Entonces mi padre
y yo, respondimos en coro: "Aaamen…!"
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...Y: bien, hemos llegado al final. Espero que les guste. Chao...!