Buenas tardes mis amigos, por aquí de nuevo con ustedes para hacerles una nueva entrega literaria. Las cuales hasta ahora, de acuerdo con lo prometido, han estado centradas en la narrativa de ciertas incidencias en la vida de nuestro personaje principal en el primer libro de la serie de cuatro: Relatos Oníricos de La Atascosa; titulado Las Evasiones de Hilario Coba. Sin embargo esta vez, haremos un breve paréntesis por razones de simple ruptura en la rutina, para presentarles sobre la marcha, un fragmento de cada uno de los siguientes libros también publicados.
Así, espero que disfruten de lo que a continuación he seleccionado para ustedes, tomado respectivamente de cada uno de aquellos que a continuación siguen al antes nombrado: Andrómaca y Felipe, La Casa, y, Breve historia de inmigrantes.
—Andrómaca y Felipe—
“…El encuentro”, como tal, en el llano, es un nombre que ya por siglos ha significado para los llaneros un lugar de múltiples propuestas en el devenir estacional de sus labores con el ganado; y, en el caso específico del Estado Guárico, uno entre varios en el ámbito de esta extensa sub región en el país —Venezuela—, por supuesto también hay uno que se denomina igual. Donde por décadas además, ha habido un hato que por naturaleza, si se quiere, lo identifica. Sólo que este punto actualmente no es ni la sombra de lo que otrora fue, aquel emblemático y mítico enclave durante los períodos inmediatamente pasados de su historia.
Empezó siendo en sus comienzos,
básicamente una encrucijada de caminos en medio de la nada —se imaginaba la
joven Victoria, recordando aquellas cosas que al respecto solía escuchar de su papá—, que tenía ante todo una vieja romana de machete bajo un improvisado cobertizo con
un desvencijado retrete a unos veinte pasos, imprudentemente a favor de la
brisa, muchos corrales en la vecindad usualmente repletos de buenas reses,
junto a un puñado de terrosas y polvorientas rancherías de pernocta a su
alrededor… Pero que, muchísimo antes, yendo más hacia atrás en el tiempo y, si
uno se esforzaba en hacer el ejercicio imaginativo de divisar dicho punto en
perspectiva aérea superior, sobre la sabana, se revelaba repentinamente ante
la mirada del sorprendido observador algo así como el sepulcro de una gran cruz,
emplazada en la pampa solitaria; incrustada bajo el relieve de su gramínea piel
cubierta de mustios, greñudos y pajizos guarataros. Similar al resultado en la vieja usanza, de herrar el peludo cuero del ganado… Puesta ex profeso tan sagrada marca en
ese preciso lugar, cuenta la leyenda, por
una orden de catequistas coloniales de la iglesia católica cuando desfilaban por
allí siendo sitio obligado en sus correrías, buscando sumar algunas almas
indígenas a su causa; y, en su largo camino hacia el oriente. “…Al menos para
entonces porque con ello —según así lo creían, en virtud de sus acciones—,
sería después al paraíso”. Pensaría convencido alguno de sus Diáconos.
…Señalado el conocidísimo
punto desde allí y, durante muchos años, cual relicario geográfico además, por
las ruinas del humilde monasterio dedicado a San Nazario; ubicado a un costado
del brazo izquierdo del gran "crucifijo enterrado"… Con su sencilla
capillita de oración, rodeada por un par de docenas de cruces de hierro y
mampostería barata semejante en su persistente continuidad, a los abalorios de
un rosario; en señal de las tumbas de los pioneros que se aventuraron por allí
para caer rendidos al principio, bajo el curare de las flechas de sus
autóctonos moradores durante la oscura centuria del siglo XVII. Pero aún así sería
tal la determinación de los pastores nazarianos en su empeño por dejar su marca
en el tiempo, que de todos modos fueron forzando a los nativos pobladores de
aquellas comarcas a ir abandonando poco a poco, sus milenarias costumbres
paganas de adoración; cambiando de raíz el significado cosmogónico de sus
demiurgos ancestrales… Pasando a ser todo éso y, con el tiempo, el conjunto perfecto
de elementos sacros de un clérigo exorcista para ahuyentar de por allí a cuanto
ente demoníaco prevalido no sólo en su audacia, sino también en sus malas
artes, osara invadir
aquellos "santos predios".
…Sin embargo, la sacralidad
de aquel sitio de tradición añeja se debatía dentro de grandes contradicciones;
toda vez que con el correr de los años en lo adelante y, a fuerza de tanto
andar de la gente que fue siguiendo la senda de sus originarios precursores con
sotana, no precísamente en su trabajo religioso sino en el aspecto exploratorio
que estuvieron obligados a realizar, irían cambiando su faz topográfica de
inocente emplazamiento de paso; a fuerza de ir arriando los hatos por sus empolvadas
trochas y, buscando la mejor manera de abrirse camino hacia el Orinoco. Donde también
fueron prosperando a finales del siglo diecinueve ya para el veinte, todo tipo
de negocios relacionados con la actividad humana alejada de las urbes y las
grandes concentraciones humanas; siempre con ese característico aire de cosa
improvisada, de tienda de campaña, que si bien la encuentras hoy con algún
grado de prosperidad, ya no será tan así para mañana… Con los típicos negocios
en estos casos tales como bodegas, boticas, restaurantes, talleres de
talabartería y, de herraje; cantinas de expendio de licor, tugurios donde se
apostaba a las cartas en diferentes juegos
de envite y azar. En los cuales serían los preferidos el ajiley —As, y Ley—,
que era sin duda el campeón; seguido del truco y la popular caída. Luego venían
otros, también muy solicitados; carga la burra, siete y medio, batea, macuare, dados,
tejo, bolas criollas y, uno que se puso de moda ya al final en la época de los años
sesenta, llamado Rummy. Que tenía sus
propias cartas, y eran de origen francés, muy diferentes a las habituales
españolas acuñadas por la conocidísima firma peninsular "Heraclio
Fournier"... Hasta uno muy famoso llamado “rojo”; que al ser sugerido por
algún cliente tremendista queriendo jugarle una mala pasada a otro, un tanto
despistado al desear saber éste cómo se jugaba el mismo, se forzaba enseguida casi
automáticamente la imaginativa y bien cotejada respuesta del inoportuno mamador
de gallo… Pudiendo ser ésta una, escatológica o, tal vez de muy mal gusto —según
como se la viera—, a lo que simplemente decía aquel muerto de la risa: “…Si te
agachas yo te co…” —lo dejaba en suspensivo—; para entonces aterrizar de refilón,
rematando el muy zafio: “O; si no, yo más bien te saco un ojo…Ja ja ja!”
…Pero además, había un
anexo al local de los juegos que estaba reservado exclusivamente para otra
función también ya distintiva del lugar en los últimos tiempos, expendio de
una costumbre muy antigua en el mundo, por cierto. Construido groseramente por
sus impulsores usando para sus fines algunos materiales sustraídos de forma
vandálica de las ruinas de la iglesia de enfrente, otrora orgullo de los monjes
Nazarianos, horrendo sacrilegio al que por cierto se refirió el último
religioso de rango que por allí pasó; cuando iba a la toma de posesión de su diócesis en
Ciudad Bolívar. Vaticinando entonces este Obispo que:
"…Los culpables de
semejante hecho tan bochornoso, carentes del más mínimo respeto por las cosas
del Señor, arderán calcinados irremediablemente por toda la eternidad en las
pailas del infierno; purgando así, aunque sea en parte, este terrible
latrocinio…!"
"…Y; lo digo yo,
que sé de éso. Sí señor…!"
Agregó; con tanta convicción el prelado, como si materialmente
hubiera estado allá, en ese mismo lugar al cual se refería.
…Dicho local ostentaba en su
identificación pintado con encendidos trazos de muchas vueltas y bucles, en color
rojo encendido, el sugestivo nombre de su dueña: “La Madama”. Colocado groseramente
en el elaborado pórtico de madera, sobre
la puerta principal también del mismo material;
ambas reliquias coloniales robadas del citado emplazamiento religioso pre
existente… En definitiva, era un lugar muy concurrido donde pululaba a diario entre
una veintena de clientes birriondos, todo tipo de damiselas; ofreciendo sus
placeres cárnicos al mejor postor.
Fue en aquel sórdido ambiente, en que Felipe
Gómez y Eustorgio Sarmiento en un torcido recodo de sus vidas trabaron amistad por
pura casualidad la primera vez, en sus tiempos mozos, cuando tiraban una canita
al aire para aliviar sus penas durante las largas temporadas del caluroso estío;
enfrascados en prolongadas sesiones de juegos, tragos y, también meretrices,
que poco a poco dejaron de serles extrañas… Sería como por una infausta
intervención del demonio en uno de esos años en El encuentro, en que Eustorgio
Sarmiento en un arrebato de locura fue pasando de falda en falda por la pieza
de cada fémina allí presente; en un extraño reto con unos desconocidos y, en
que vería colgado sus calzoncillos en la misma percha junto a las pantaletas de
cada una de tales señoras, esa misma noche. Mediante una absurda apuesta que de
todos modos perdió pese a su titánico esfuerzo en un ardoroso despliegue de testosterona jamás visto en un hombre, en competencia contra el avieso jefe de unos vaqueros
venidos del pueblo de Chaguaramas; que
no lo perdonaron a la hora de cobrarle… Para entonces enterarse un par de semanas
después cuando ya no estaba allí, y todo estaba consumado, de haber sido timado
por el chaguaramero de marras y, La Madama en cuestión, en quien se habría
confiado en su papel de depositaria y contabilizadora de cada uno de sus viriles
actos agenciados —actuando ella misma de mirona, muchas veces—; pero no
sabiendo el muy pendejo, que estos dos sinvergüenzas en realidad eran amantes… Perdiendo
en consecuencia aquel hombre en tan temerario e irresponsable lance mucho más
de la mitad del ganado que llevaba, provocando así una completa desbandada entre
los peones que le trabajaban; hasta quedar enteramente solo.
—La Casa—
(…Llegó a ser por cierto para mí, también, la vieja máquina de coser
a pedal de la tía Sinesia, algo de lo cual guardo muchos recuerdos de mi niñez;
en casa de mis abuelos —pensó Hilario—. La misma que primero llegué a creer, erróneamente, le
pertenecía a doña Olimpia. Pero que muchos años después supe de su caso, sin yo
quererlo; pues, fue por pura casualidad que me enteré de la verdad, la
auténtica historia de sus orígenes. En realidad fue uno de los regalos de la
fallida boda de mi tía —un asunto que tradicionalmente se
estilaba en estos pueblos provincianos, propio de la buena fe de las personas
y, por qué no, también un modo muy particular en las parejas
de irse ayudando económicamente; hasta completar la totalidad de los enseres y
cosas que consideraban necesarios en su futura nueva vida juntos. ¡En fin!—, con el único novio que en verdad se le conoció; el cual un buen día,
desapareció del pueblo del mismo modo fugaz en que habría llegado, para nunca
más regresar. Su fortuita llegada obedeció tal vez, también, igual que la de
muchos otros arribistas, al deslumbramiento causado por las visiones
espejísmicas de la industria petrolera que borraría de cuajo con su fulano
portento nuestras más sencillas, humildes, pero bellas tradiciones. Ese
sustrato natural del don de gente buena y confiada que teníamos; legado
precísamente, de nuestros esforzados abuelos.
…Porque, fue mi pueblo en los años cuarenta, cincuenta y,
mediados de los sesenta, uno de tantos en la geografía nacional que sucumbirían
con el tiempo bajo la negra mácula del petróleo. Por lo cual, desaparecería en
ellos su genuina identidad, haciendo que sus gentes, propios y extraños,
inexorablemente quedasen atrapados en una rara burbuja de engaño; algo que al
final, nada resolvería. Formaba parte activa dicha máquina de coser, de la
enigmática escenografía, según mi parecer, que durante mi infancia solía ver en
casa de don Florencio y doña Olimpia; en su residencia de la calle Ribas:
…Igual a los viejos
cuadros con los retratos de la familia en blanco y negro, reseñados en un
principio. La pesada y bella mesa en caoba de gruesas patas retorcidas, ecuestres,
artísticamente talladas —seguramente, me imagino yo, otro
alarde de su gran maestría, puesta en práctica por el “carpintero ebanista” el
señor Olegario Contreras; amigo de mi abuelo Florencio—, donde reposaban a diario las flores campesinas en dos floreros de
vidrio de alargado cuello, en Arte Murano; puestos sobre sendos pañitos tejidos
en crochet, todo encima del humilde mantel de hule con sus característicos
motivos holandeses de color azul con blanco… El preciso reloj de péndulo en la
pared, más puntual aunque era nipón, que un real caballero inglés; con sus
retumbantes campanadas, ni siquiera atenuadas por su gruesa caja labrada en
madera de teca “que no le hacía ni coquito” —decíamos
cuando lo escuchábamos, en cualquier hora redonda—.
…Sería dicha máquina,
todo un misterio para mí. Otra de las tantas cosas que me acostumbré a ver, en
la amplia sala de recibo de la casa; pero que, en ciertos y determinados
momentos de mi vida de muchacho
asustadizo de pueblo llanero, mientras pasaba por el sombrío salón de recibo
cuando llegaba de visita a mis abuelos, me empeñaba en creer que lo que tenía ante mí, cuando
me topaba con ella, era algo fantasmal, de otro mundo… Y, no una simple máquina
de coser. Entonces la veía
allí, en la penumbra; y, creía escuchar su característico sonido, mientras incansable cosía sin que nadie la tocara, viendo moverse constantemente sus
partes ocultas debajo de la tela −que por supuesto también se movía−, en la que estaba enfundada. Especie de
capuchón con que la cubrían, cuando −supuestamente− permanecía en reposo. Siempre estaba ahí, junto a todas las demás
cosas con las que solía interactuar al caer yo en semejante estado anímico,
conformándose allí mismo una enigmática comedia de terror; donde yo parecía
tener la exclusividad, como su único espectador.
…Estaban dentro de
ese mismo tenor de misterioso despertar, los cuadros con los retratos de
mi familia ancestral, de gruesas cañuelas
brocadas color oro empolvado, en torno a la gran mesa con el mantel de hule —porque los bordados en fina tela, sólo eran para casos especiales,
Diciembre o fiestas patronales—; los floreros de Murano con las
cuarentonas y los capachos, de alargados cuellos vítreos que transparentaban
sus tallos... Entonces en movimiento, como buscando salirse de donde estaban
para ahorcarme; en una macabra confabulación me figuraba yo, además, con unas
inquietantes pencas de sábila perpetuamente verdes, amarradas junto a un
frasquito de vidrio transparente con un líquido cristalino adentro, tal vez
agua bendita, colgando de la cumbrera de la casa. Decían las tías en su extraño
sincretismo mágico religioso, eran para limpiar y cuidar la vivienda y, estaban
consagradas al ánima sola… Así mismo, las primeras jaulas de “El Tuco” Olegario,
envueltas en un forro de tela color gris plomo donde Sinesia lo mantenía
pendiente, junto a ella mientras cosía
en la máquina, cuando el pájaro estaba pequeño; para deleitarse con sus colores
y, los cantíos, del entonces joven Piarro… El viejo reloj de péndulo; obstinadamente
oscilante, persistentemente vibrátil, dentro de su caja de madera labrada; perturbadoramente
siempre presente, con su enigmático lenguaje campanil: Clan… Clan… Clan…! Y;
otra vez, clan…! Pareciendo mostrar su enojo por mi presencia allí,
evidentemente mal humorado, frunciendo el ceño dentro de la caja con su cara de
pulida esfera, redonda y, con las agujas arqueadas a guisa de cejas, en la
posición de las diez y diez. Por lo que:
“…Sentía al vivir
aquello un gran temor, aunque no era siempre, cuando atravesaba la puerta de la
casa; llegando a creer incluso, que el bendito reloj se daba cuenta de mi
presencia allí. Y; definitivamente, no me toleraba…!”
…Entonces decía que
era —elucubrando—, justo al entrar a la sala,
especialmente cuando no había más nadie en ella y, allí estaba de nuevo; en
otra hora redonda: Clan… Clan… Clan…! Y… Claaaaan!!!
“Retumbando
insolente en mis oídos, una y otra vez
con atormentadora estridencia, el viejo reloj; haciendo bramar sus
campanadas. ¡Huuuy! Se me erizaban los pelos del cuerpo cuando escuchaba
aquello…!” —confesó
después Hilario, ya cuando adulto—.
Me parecía que todas esas cosas cobraban vida de alguna
misteriosa forma, que yo ni nadie podríamos comprender; especialmente, porque todo en ese momento estaba rodeado de
una rara atmósfera en penumbra, particularmente ingrávida, amplificada por los
efectos de una iluminación mortecina que se filtraba por las rendijas de las
ventanas y, la puerta entrecerrada de la estancia. Donde podía ver claramente
suspendidas en el aire, unas líneas oblicuas en movimiento, cargadas con
extrañas partículas, tal vez del mismo polvillo que patinaba todo lo que allí
había. Particularmente, los viejos cuadros con los retratos de familia.
…Pero era allí, en
esos lóbregos instantes signados por las estentóreas campanadas del reloj, en
que todo a su alrededor parecía adquirir una extraña vida, dislocando la lógica
espacio temporal que rige las cosas físicas, pareciendo licuar el medio atómico
que las sostiene, separándolas en su intimidad natural, haciendo de ellas las cosas que en realidad no
son. Comportándose entonces, como si todas empezaran a navegar en un gran pozo
de plasma donde ya nada tendría el sustento acostumbrado; al menos desde
nuestro mortal punto de vista, estrictamente humano.… Y, era allí, en que la
máquina Singer parecía animarse aún más, por sí sola, envuelta con su capucha
gris blancuzco que la tía Sinesia le ponía encima cuando no estaba cociendo en ella;
semejante a una batola enteriza, o túnica, como la que suelen llevar las
representaciones de los espectros pueblerinos, suspendidos ingrávidos sobre el
suelo; casi blancos, o, brillantes más bien. Haciendo que se la viera,
normalmente cuando no la usaban en ciertos momentos, como algo que destilaba una
gran tristeza. Era justo ahí cuando se me antojaba pensar, que aquello de
pronto de un instante para el otro, se trocaría en un verdadero espanto; por lo
que, haciendo gala de un gran esfuerzo mental me le escabullía por anticipado
logrando que nada de lo que ya sabía ocurriera y, finalmente, lograba salir del
estado de inmovilidad en que usualmente caía en aquellos casos. Sabiendo entonces
tenía que alejarme de allí de inmediato, por cuanto pensaba: “¡Patitas pa’ qué
te tengo!” Y, salía disparado hacia el patio como una tromba, gritando:
“¡Abuelaaa… Abuelooo!… Dónde estáaan…?“).
—Breve Historia de Inmigrantes—
Corría el mes de Abril del
año 1914, por allá en los albores del siglo veinte, cuando a su final,
arribaría a bordo de un viejo buque con bandera de la República de Guinea-Bisáu a La Vela de Coro, en el Estado
Falcón, la familia de origen portugués Da´Costa Freitas; representada por un
experimentado hombre de mar, como lo fue, don Joao Da’ Costa de Magalhâes. La
sencilla agrupación de visitantes lusos finalmente recalaba por allí, como
únicos pasajeros de aquel extraño barco. Donde habrían viajado de gratis, en una especie de cortesía por parte de su Comodoro quien era amigo personal del
jefe del grupo de familia, desde que trabajaron juntos en la misma línea,
propietaria de dicha nave; aunque según decía el Capitán, entonces de múltiples
barcos en situación parecida a la de éste, legalmente pertenecía ahora a una
cooperativa de trabajo integrada por otros capitanes más que en unos litigios
antes de la guerra, se los habrían adjudicado; siendo él, uno de los cabecillas
de las revueltas con que se los apropiaron.
Tocaban tierra esa vez en América después
de una larga e incómoda travesía, luego de una breve estancia en algunas
colonias portuguesas del continente africano —donde como es de imaginarse,
nunca faltan las sorpresas, porque extrañamente en el momento de zarpar de la
última de ellas, se había producido un altercado entre el Capitán y un grupo de
nativos según pudo observar Joao, pero en el ínterin no le prestó demasiada
atención a lo que sucedía; aunque sí pudo ver que los reclamantes estaban muy
molestos, al punto de lanzar sus flechas, palos, piedras y lanzas contra la
nave, muchos de los cuales además, estaban vestidos con su atuendo tradicional
que sin lugar a dudas los identificaba como de la raza Zulú. Mientras tanto los
proyectiles de sus primitivas armas simplemente rebotaron contra el poderoso
casco de acero; viendo aquello entonces, más bien como gajes del oficio pero al
parecer, se equivocaba—; siempre tras la búsqueda de mejores oportunidades de
subsistencia y futuro seguro para su prole, que era lo que en definitiva a él
le importaba y, la cual estaba compuesta por tres hijos: Dos niñas, de doce
años la mayor, la otra de diez. Mientras que en el vientre de su querida esposa
Fernanda, traían a quien en poco tiempo nacería en tierras venezolanas, que don
Joao pondría por nombre Francisco; y con el tiempo, a su vez, empezarían a
llamar “Chico”. Chico Da’ Costa Freitas.
Durante el transcurso del viaje, sin
querer Joao cayó en cuenta al evocar la airada reacción de los zulúes en aquel lejano
puerto africano, picado por un repentino nerviosismo y, pensando en los
cuestionados comportamientos de su rescatista amigo, que de pronto estarían
metidos en un tremendo problema a juzgar por todo lo que se decía de éste
últimamente; pero entonces se calmó, y decidió que por lo menos, se merecía el beneficio
de la duda, por cuanto él, después de tantos años navegando juntos por todo el
orbe consideraba lo conocía bien. Incluso a su esposa, padre e hijos.
El señor Joao Da’ Costa se caracterizaba
por ser un hombre recto a carta cabal y, por otra parte, también tenía como uno
de sus más caros principios en la vida el mantener una justa apreciación del
valor de la amistad. Sería por esto que aceptó viajar en dicho barco de la
forma tan particular que ya quedó dicho, aunque con ciertas reservas; puesto que, casualmente,
habría aprendido a desarrollar respecto a la actuación que en los últimos tiempos
se tenía del mencionado Capitán del barco, un cierto recelo y desconfianza. Especialmente,
desde que fue llevado a juicio el año pasado, en los tribunales de Mogadiscio
en Somalia, acusado de piratería —situación que siguió hasta donde pudo, a
través de los informes de la prensa local en Faro; su ciudad natal—.
Sin embargo había salido bien librado en
el proceso su amigo Khaled Al Souky —que así se llamaba—. Mediante el pago de
una fianza consistente en una fuerte suma de dinero cancelada con la ayuda de
su generoso hermano, de nombre Jamal; quien llevara a cabo a su favor una
astuta defensa apoyado por un grupo de abogados liderizados tras bastidores por
él mismo −−que supuestamente se habría inhibido por razones obvias, para no
caer en el consabido conflicto de intereses−−, como el mayor entre ambos… Astuto
abogado de la ciudad capital somalí, director de un prestigioso bufete que ya
tenía fama en la consecución de raras absoluciones en ciertos casos y, procesados; pero
sin embargo, el juicio aún seguía −−según le habrían dicho−−. Un extenso libelo
que desde hace años se venía gestando en su contra cuando incluso habría sido
pescado en alta mar un par de veces por la guardia costera; y, hasta se
rumoraba que ayudaba a trasladar esclavos en su navío a través de las aguas del
Océano Indico, para venderlos en otras regiones del llamado cuerno africano en
su costa oriental. Donde aunque parezca
mentira, aún hoy se observan estas barbaridades que parecían prácticas tan sólo
del pasado, apoyadas por ciertas naciones inescrupulosas de Europa, sobre todo del Este; y, especialmente cuando se trata de mujeres y hombres jóvenes.
Que serían explotadas como esclavas sexuales en el caso de las primeras y, de braseros
para la realización de trabajos forzados los segundos. Algo sumamente grave en
realidad, pero que Joao sólo conocía por leves referencias y comentarios al
margen, por así decirlo, al menos en los tiempos más recientes; hasta que se
enteró de lo del juicio a través de la prensa en su propia ciudad.
Luego cuando se encontraron de nuevo
después de varios años, precísamente en la ciudad de Faro en Portugal, surcada
por ellos en otros tiempos de juventud y, en unos momentos de sana paz muy
distintos a los de entonces, Joao quedó sorprendido no sólo por su presencia
allí sino porque además, también como ellos, su amigo planeaba dirigirse a
América; especialmente hacia el mismo país a donde él y su familia tenían
pensado llegar. ¡Qué casualidad! Pero, “como la necesidad tiene cara de perro”,
como quien dice y, en medio de tantas estrecheces y necesidades al lado de su gente que sabía lo necesitaba, no fue tan prolijo Joao a la hora de aceptar
la “espontánea y dadivosa cola” en el barco de su amigo Khaled.
En definitiva, fue una travesía larga e
incómoda aquella —hasta peligrosa, dada la condición de preñez de la mujer, y
la corta edad de las niñas—, pero el curtido Joao Da’Costa Freitas albergaba
en su ánimo la esperanza cierta de que al término de tan prolongado viaje,
“…Estará aguardado finalmente, para todos, la muy ansiada y necesaria,
felicidad…!” —Decía, siempre entusiasmado—. Ya que tenían
muy buenas referencias por lo demás, del lugar al cual habían llegado por parte
de un familiar allí, hermano de su esposa, contactado previamente mediante
algunas viejas cartas celosamente guardadas y, cruzadas durante años entre aquel y Fernanda;
donde solía decirle maravillas de esta acogedora tierra. Pariente el cual
todavía, Joao no conocía.
Europa por aquellos tiempos estaba en
crisis. De donde ya para el año pasado Joao se había visto forzado a emigrar
urgido por tantas penurias a causa de la guerra, intentando echar suerte a
instancias de otro amigo suyo y, prácticamente un familiar, también ligado a la
actividad marítima —que era entorno a lo cual, en realidad, siempre había
girado su vida—, pero claramente dedicado a la pesca de altura; quien lo
contrató como hombre de mar que sabía él era y, para ver si lograba adaptarse a
este nuevo oficio. Se radicó primero en la ciudad de Dakar capital de
la república de Senegal donde este amigo suyo tenía un lote de operaciones
comerciales que también debía atender, pero no le gustó mucho porque tuvo
problemas para adaptarse al francés, idioma oficial de allí; por lo que
entonces pidió cambio a la ciudad de Bisáu, capital del país vecino Guinea Bisáu…
Donde le fue mejor, ganando allí algún dinero, aunque tan sólo duró un año
porque comenzó a notar ciertas prácticas relacionadas con su trabajo que no le
parecían correctas, claramente ligadas a la clandestina e ilícita actividad del
contrabando, algo que lo asustaba, más que todo por no afectar la seguridad de
su propia familia; pero además, vivía pendiente de lo que pudiera suceder con
ella, allá en su propio país, cuando se enteró que Portugal se involucraba cada
vez más en el conflicto bélico en curso y, enviaría divisiones armadas a
Francia para luchar contra los alemanes al lado de los británicos. Situación
que lo persuadió de volver para definitivamente hacer caso a su esposa Fernanda
que siempre le había dicho que buscaran a su hermano en América; donde según, al
menos no habría este tipo de guerra que entonces tenían. Es así cuando al
llegar de nuevo a Faro, inexplicablemente se encontraría con su antiguo amigo Khaled
—tal y como ya, quedó reseñado antes—.
Una vez de nuevo en contacto con este
amigo hasta entonces perdido, convencido de que viajarían con él hasta América,
este le dijo que al partir tenían necesariamente que tocar de forma rápida
algunos puntos en la costa del África oriental, cosa que de ningún modo llamó
la atención a Joao, al menos en los primeros instantes, tomándolo como una
actividad ordinaria y normal en su itinerario de viaje; pero sí lo alertó
cuando se dio el primer toque, incrementándose su suspicacia en los próximos
que siguieron… Tomando en cuenta no sólo las cosas que habría aprendido sobre
el delicado asunto del contrabando con su casi pariente el pescador de altura
y, en la “relación non santa” con ciertos grupos en ciudades a lo largo de las
naciones costeras de la mencionada región africana; algo que de nuevo le hizo
recordar que su oscuro aunque breve pasaje por África no fue del todo de su
agrado
Sin embargo se armaría de valor para
seguir, pese a sus sospechas ahora bastante más claras y, por supuesto sin
comentarle nada a Fernanda para no ponerla nerviosa en la situación de embarazo
que llevaba. Por lo que no quedaba otra salida que seguir aventurando y, eso
fue precísamente lo que hicieron; santiguándose como buen católico, a la buena
de Dios.
Soportaba todo aquello dada la recia
estirpe de navegante que Joao Da Costa tenía; pues su abuelo y su padre, también así lo
hicieron. Pero sobre todo, por los aprietos económicos y de toda índole, que
últimamente lo agobiaban. El último trabajo seguro que tuvo, antes de estallar
el conflicto bélico en Europa, fue como
marino mercante; con tan mala suerte por una parte, de que el buque en el que
viajaba zozobró frente a las costas de Crimea. No obstante, fue él, uno de los
pocos afortunados de la tripulación que entonces resultaron ilesos en aquel
percance, que dejó una larga lista de cadáveres en el fondo del Mar Negro, pero
sin embargo tuvo que pasar por una serie de presentaciones ante las autoridades
para responder a los interrogatorios de rigor por parte de los investigadores
del accidente; sometiéndose durante
dicho proceso, a los desagradables recuerdos ligados a la forma en que tuvieron
que morir muchísimos de sus compañeros. Algo que definitivamente lo habría
afectado de forma importante aquellos días, teniendo que ser atendido por el
equipo médico de la compañía para la cual trabajaba durante el siniestro.
...Y; bien mis amigos. Hasta aquí nos trajo el río. Chao chigüire, chao pescao!