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Buenas tardes mis amigos. Por aquí de nuevo con ustedes para dar continuidad a la publicación del libro Relatos Oníricos de La Atascosa; "Las Evasiones de Hilario Coba". Tal como ya se ha indicado:
1.4.- —La Visita—
Después de haber cumplido con la
lectura habitual de los diarios esa mañana, me dirigí a la casa de mi amigo
Norberto Montiel a quien llamábamos “El Golfo”, quien vivía en una humilde casita
ubicada en el barrio Santa Rosa de Maracay, ciudad en la cual yo residía por
aquellos años, recién venido del terruño. Al llegar, siempre me atendía una de
sus dos hermanas con quien éste vivía. Matilde era su nombre y de inmediato me
franqueó la puerta, que consistía en un protector metálico al fondo de un
pasillo encementado al descubierto de unos cinco metros de largo, el que había
caminado a través del jardincito que la casa tenía justo al frente de la calle;
detrás de un pequeño pretil enrejado, hermosamente construido con redondeadas y
agrisadas piedras de rio, salpicadas con un moho verde que le confería un
carácter de efectiva frescura a la morada de la familia Montiel Fernández.
— Buenos
días, Sr. Hildebrando; caramba, llega usted hoy más temprano…! —Me dijo—,
— Buenos días Matilde, eran tantas las ganas de
verte…! —Respondí saleroso,
atajando sus palabras, de sorpresa; algo que después me dio vergüenza al notarla un tanto intimidada por mi actitud—.
Pasé a
través de la puerta frontal de la casa
en sí, casi siempre
abierta de par en par —pero no esta vez— durante las horas del día. Iba
detrás de ella, vestida con un ajustado jeans que sobradamente resaltaba sus
frondosos atributos de fémina bien dotada y, camisa floreada ancha, ceñida al
talle mediante la tira de un delantal de hule con una brocha en un bolsillo que me hizo suponer estaría ella trabajando cuando
llamé. Se entraba así a un angosto zaguán que conducía a una modesta aunque
bien pulcra salita de recibo donde como todos los domingos, era recibido por la
hermana menor de mi amigo, que como de costumbre antes de yo llegar seguramente
regresaba del jardín del fondo con un hermoso ramo de flores recién cortadas, que podía ver semi envueltas en un paño blanco al lado de unas gruesas tijeras
sobre la mesa; entonces vi cuando las depositó con gran ternura en el florero
de adorno del comedor —lo cual me conmovía al extremo, verla hacer éso—, que ya
tenía en su interior un poco de agua fresca. Cosa que religiosamente hacía,
casualmente cuando yo llegaba, tal cual ahora; y, quizás, como una forma de
mantener presente el espíritu de su amada madre doña Hortensia, de quien lo
habría aprendido a lo largo de tantos años, en que estuvieron juntas.
...Entonces ella interrogó dirigiéndose a mí de la
misma manera que siempre acostumbraba, diciendo:
— Le apetece un poco de café…?
Tal era el nombre que solían usar tanto El Golfo como su
hermana Matilde, como ahora ésta lo hacía —"Hildebrando"—, y de allí igualmente podían pasar a
su apócope de “Hilde”; para dirigirse igualmente a mi persona. Una forma de
expresión corta que precisamente en esta casa fue donde empezó, acuñada por
ella. Sin embargo la otra hermana de mi amigo, la mayor —quien ahora estaría durmiendo—, sí me llamaba por mi nombre de pila, Hilario; y, nunca como ellos lo
hacían, siempre tratando de mantener entre nosotros una especie de barrera y,
una distancia. Era aquella una
mujer un tanto retraída a quien tal vez yo, no le caía bien; la cual muy poco
le gustaba socializar, especialmente conmigo… Aunque tampoco con otros, en verdad, casi
que con nadie. Según me contaron, esto no siempre fue así; pero sucede que
sufrió un fuerte desengaño con un hombre, con el cual estuvo a punto de irse al
altar. Tan fuerte fue el asunto, que el mismo día del casorio mientras ella
estaba vestida de punta en blanco —como quien dice—, enfundada en
su vaporoso traje para tan esperada ocasión, el muy canalla finalmente no llegó.
(…A partir de allí, la desdichada Nicasia
—que así se llamaba— se encerró en su habitación y rompió la llave con un
martillo, haciéndola añicos. Razón por la cual sus familiares tuvieron que
derribar los vanos del acceso con un hacha tres meses más tarde, ya que la
frustrada mujer antes de encerrarse se habría armado con una escopeta sustraída
taimadamente a su padre de sobre el dintel de la puerta de su alcoba, donde la
tenía, sostenida por unos clavos encima de una pequeña repisa entre dos
carameras de venado de doce puntas; que con tanto orgullo su viejo exhibía ante
sus amigos, también aficionados a la caza.
Todo ese tiempo habían tenido que soportar
aquella angustia, porque Nicasia les gritaba desde adentro del cuarto que si
alguien intentaba entrar entonces se mataría —y quizás hasta atentara contra ellos;
cosa que también temían—; pues se la pasaba llorando, gritando, maldiciendo,
como poseída por el demonio según decía mi amigo El Golfo. Lo poco que comía y bebía tan sólo permitía que se lo
pasaran a través de una pequeña abertura, que había en el marco de tela de
mosquitero, más allá del protector de hierro forjado de la ventana; al lado de
la puerta.
Al principio no aceptaba casi nada pero
con el tiempo fue cambiando un poco, sobre lo que consentía le pasaran por el
boquete. Lo cual dio una idea a su padre, quien la consultó con un médico amigo
que a su vez convino en tratarla poco a poco, con un medicamento que le
administraban en el agua o en los alimentos; lo que la fue tranquilizando hasta
finalmente sedarla, para posteriormente proceder a franquear la puerta usando
la violencia, pues no hubo otra forma.
Cuando al fin entraron, la encontraron en condiciones francamente
deprimentes; la habitación hecha un verdadero desastre, impregnada de olores
fétidos a causa de que se desahogaba fisiológicamente en cualquier lugar. Todos
los muebles y enceres se hallaban destruidos, rotos, esparcidos por el piso
junto con algunas piezas de la ropa que llevaba encima hecha jirones. Fue encontrada dormida
sobre el colchón de la cama tirado en el piso, en posición fetal abrazada a la
escopeta cargada —de milagro estaba viva, dijo su madre—; y, vestía aún de velo
y corona pero el traje obviamente, ya no era blanco. Parecía un collage de
Braque, todo “pintarrajeado” por rodas
partes con diferentes tonalidades. Además, tenía el rostro feamente maquillado
—como cosa de locos— y, exhibía una flacura y color de piel, sencillamente
espectrales.
De allí fue trasladada por el médico amigo al hospital donde trabajaba, en
el que fue sometida a tratamientos medico-psiquiátricos, hasta lograr
estabilizarla; más tarde, se la llevarían a Maracaibo, lugar de procedencia de
su familia paterna. Mucho después fue cuando regresó, adoptando hacia los
hombres en general una marcada conducta de rechazo —"como si yo tuviera la
culpa", pensé—.
Con el tiempo se supo que el frustrado
marido de Nicasia, era homosexual, y que el fatídico día de la boda el
pervertido individuo se habría emborrachado con sus amigos, celebrando su
despedida de soltero con un “ballet rosado”. A partir de aquel feo episodio en su vida según El
Golfo, su desdichada hermana mayor se sumergió en el anonimato para siempre...!).
…Siendo el café una de mis pasiones, contesté
sonriéndole a la bella Matilde su oportuna pregunta; aunque un tanto perturbado
por lo que acababa de recordar del caso de su hermana:
— ¡Claro que
sí, mi querida Matilde; es lo único que nunca despreciaré…! Respondí con zalamería, una vez salido de mis cavilaciones; y, tratando esta vez de borrar aquella primera impresión del comienzo cuando obviamente y, sin proponérmelo, la molesté.
—
Y; por supuesto,
mucho menos si viene de tí…! Agregué,
entonces con picardía.
Como de costumbre me senté a un lado de la mesa que tenían mis amigos al
fondo de la salita de su casa, formando parte de un jueguito de pantry de seis
puestos, color almendra, donde descansaba un retorcido jarrón de vidrio en Arte
Murano colocado sobre un pequeño mantel tejido en hilo de nailon satinado;
única decoración aparte de las flores, que las había por todos lados en el
lugar, en casa de mi amigo El Golfo… De pronto estaba allí, pensando en nuestra
amistad, solo y en silencio mientras me paseaba con
la vista por todas partes; precísamente para esperarlo a él, y a su hermanita
Matilde con la prometida infusión.
Desde
mi asiento en el comedor podía ver entre otras cosas, y a través de la puerta
abierta en la pared contigua, que daba a una habitación desde donde se veía la
calle por la luz de una pequeña ventana que daba a ella, lo que sería nuestra
guarida de lectura y de intensas tertulias; era ésta donde El Golfo tenía,
mantenía y atesoraba, una muy apreciable colección con los más variados títulos
y volúmenes del conocimiento universal. Su biblioteca cubría toda una pared,
precisamente aquella donde estaba la puerta sin vanos por la cual estaba ahora mirando; esto implica que cuando entrábamos a esa estancia lo
hiciéramos pasando virtualmente a través de un muro de libros, por lo que el
amigo entonces, alardeaba diciendo −−retorciéndose los bigotes con ambas manos mientras
sacaba la panza un poco hacia delante, esponjándola y, meciéndose con un
tumbaíto de lado a lado— : “…Los libros mi querido amigo, no
sólo deben leerse; sino que, además tienen que penetrarse. Para
poder llegar a su verdadera esencia…!” (En ese punto, señalaba el detalle del dintel que hacía de puerta; riéndose con ganas).
De pronto,fui sorprendido en mis
elucubraciones por el aroma envolvente emanado de la cálida taza que Matilde
procedía a poner en mis manos, sobre un platillo de pinticas azul con blanco
alrededor del perímetro del mismo, y la figura de un molino de viento emplazado
en un paisaje campestre de un trigal; obviamente europeo y, del mismo color,
grabado en sus lados, alrededor del círculo de fondo —en blanco— donde se encontraba el pocillo. Tomé
la taza de las delicadas manos de la mujer, que se retiró al oír los pasos de
su hermano acercándose a nosotros.
— Muchas gracias…! —Dije, por adelantado—.
— De nada…!
—Respondió—.
Me
quedé con las ganas de hablar más tiempo con ella —lamenté, para mis adentros— y, enseguida pensé en lo diferente que era, respecto de su hermana.
(…Era dicharachera aunque con cierto recato, éso
sí, muy dada a la conversa pero también delicada, por lo general siempre se le
veía feliz; en fin, a mi me gustaba bastante así, tal como era. Mucho menor que
Nicasia, además. Madre soltera que sin embargo se sentía sumamente orgullosa de
sus dos retoños, un niño y una niña muy vivaces que eran el centro de atención en
aquella casa. Siempre andaban correteando por todas partes jugando con un viejo
velocípedo color rojo, en que el niño usualmente iba encima manejándolo
alocadamente contra las paredes, los muebles y, las personas; mientras su
hermana, mayor que él, lo llevaba a empujones. Aunque a decir verdad, nada de
esto a mi me importaba, en caso de que las cosas algún día fueran más lejos con
su madre. Además, los muchachitos eran lindos y graciosos. Eso sí, el único
lugar donde no se metían era en la habitación de la biblioteca de su tío Golfo,
quien a veces los invitaba a entrar pero sin el velocípedo. Esto sucedía
religiosamente los días sábado por la tarde, entonces les leía cuentos, historietas,
y aventuras; les gustaba mucho los viejos chistes satíricos de Pedro Rimales, algunos
pasajes de Gargantúa y Pantagruel, los chispeantes encuentros de Tío Tigre y
Tío Conejo —que de memoria les contaba yo, de los muchos aprendidos de mi
padre—, las historias de Julio Verne y, las aventuras en los libros de Mark
Twain; cuando ya estaban más grandecitos. Todas ellas leídas magistralmente por
su tío, salpimentándolas con ciertos destellos de teatralidad, que ciertamente
divertía a los niños.
Matilde realmente era una mujer fresca, bonita y, también muy
hermosa. Estaba siempre pendiente de todos los detalles. A mí particularmente
me caía muy bien, como ya lo dije y, creo que era recíproco; lo que mi amigo —cual Celestino— sabía y aprovechaba, auspiciando tales
sentimientos.
En alguna de sus charlas fue donde me
contó, sin inmutarse, que su amado marido −−Gotardo Zambrano era su nombre, con
quien pasó un buen tiempo viviendo en concubinato—, había fallecido en un
accidente sobre una plataforma petrolera en el lago de Maracaibo, donde llevaba
años trabajando. Fue después de este accidente que su familia se vino
al Estado Aragua, recorriendo dos o tres pueblos más en el occidente, antes de
llegar aquí, hasta radicarse definitivamente en Maracay; ciudad que su padre
consideraba era perfecta para su trabajo de agente vendedor de una empresa
textil colombiana. La que ese mismo año, habría instalado una planta industrial
en esta localidad.
Cuando llegaron aquí, en los comienzos,
decía ella que se sentía extraña, pero con el tiempo se fue adaptando y hoy en
día —asegura— no se iría para ninguna otra parte, ni por todo el
dinero del mundo; confiesa que ama tanto esta ciudad, que la siente por
dentro, allá en lo más hondo de su ser.
En realidad, entre Matilde y yo no sólo
había esta exacta coincidencia que ambos sentíamos por Maracay, sino una muy
bella amistad donde ambos conocíamos muchas cosas el uno del otro; incluso
aquellos detalles de nuestra propia existencia desde la más temprana edad. Es
por esto que, ella más nunca volvió a llamarme Hilario. Después que le conté el
asunto aquel de "Hildebrando" ideado por mi padre, surgido allá en tiempos
de mi infancia, en mi pueblo, basado en una película de historias árabes que mi
viejo entonces habría visto, quedando rotundamente impresionado; lo cual me
dijo le parecía fabuloso, riéndose de lo lindo aquel día en que lo supo. Le
dije en esa misma ocasión que me gustaba mucho el café y, también hablar con
ella. Cada vez que la visitaba era una fija que me recibiera con una taza de su
tan aromática y sabrosa bebida…!).
…Mientras
apuraba el último sorbo del sabroso café, llegó El golfo, quien me saludó
diciendo:
— Buenos
días Hilde, como la estás pasando…? —Dijo; pareciendo sugerir una segunda intención, porque
lo hizo guiñándome un ojo, mientras su hermana pasaba un plumero por los
muebles y el tocadiscos—.
— Yo;
muy bien “golfito” y, tú que has hecho…?
— Bueno,
justo ahora me dedicaba a plantar los geranios de mamá en unos cuencos nuevos
que me envió papá de Maracaibo, de su propia alfarería, podrás creerlo…?
—
Acuérdate que el viejo siempre estuvo empeñado en trabajar con barro, y tal
parece que al fin lo ha logrado…! —Agregó; riéndose El Golfo, de su propia ocurrencia —.
Luego, invitándome, dijo de nuevo:
— Vamos;
acompáñame al patio, antes que se me haga tarde…!
— Sí,
sí, te sigo hombre; enseguida…!
(…La jardinería era una de las actividades preferidas de El
Golfo, junto a sus conocidos arrebatos de patriotismo —que algunas veces, más bien, yo no
dudaba en calificar de “patrioterismo”—, después del Derecho que era en sí, su verdadera
pasión; carrera que cursaba en la UCV por lo cual tenía que viajar a diario
hasta Caracas, donde trabajaba medio
turno en una oficina ministerial para luego estudiar por las tardes. Entonces
regresaba ya de noche a Maracay para salir de nuevo en la madrugada, otra vez,
todos los días, todo el año. Era agotador —decía—; pero tenía que hacerlo,
porque simplemente amaba esa carrera.)
Al
llegar al patio, se observaba un pequeño jardín con árboles frutales y
palmeras; el recinto estaba cruzado por diferentes callejuelas, cuyos lados se
apreciaban atestados de cuencos y porrones con flores de variados colores,
sobre los cuales revoloteaban mariposas
y cigarrones. Todo era muy fresco, sombreado y, de un silencio tan espectacular
únicamente interrumpido por el sonido de la corneta de algún auto, del otro
lado de la tapia.
Con
orgullo y una vivacidad especial en sus ojos, El Golfo me hablaba de todos y
cada uno de los habitantes del lugar, tal como lo habría aprendido de su
difunta madre la señora Hortensia de Montiel, que ese mismo día y fecha
cumpliría precisamente un año de su sensible desaparición —apenas entrando la noche—; al menos en lo
físico porque en este jardín se respiraba aún, su noble presencia espiritual. Era esa la razón, del cambio de los ya
estropeados envases por unos lebrillos nuevos para los geranios plantados por
su querida madre, un día igual a éste, pero del año pasado.
Las
flores acomodadas por las sabias manos del inspirado jardinero, se veían aún
más bellas ahora en los porrones nuevos traídos desde el Zulia, revelándose en
ellos claramente su procedencia a juzgar por los coloridos dibujos que
ostentaban en sus costados. Eran
en forma de una pirámide invertida, con sus caras vitrificadas y, vistosos
paisajes del "Puente sobre el Lago" y de algunas calles coloniales del
populoso barrio "El Saladillo"; haciendo más
vistosos los naturales colores de los mismos. Quizás por éso, dijo El Golfo con
tristeza:
— Sé
que mi vieja, donde quiera que esté estará complacida de volver a ver, rejuvenecidas,
sus lindas criaturitas…!
— Así es hermano…!
Le dije con sinceridad, sumándome a su
evidente pesar; y, tomándolo de un brazo lo empujé suavemente, hacia la salida.
Donde, antes de abandonar del todo el área nos aseamos con el agua de una ponchera empotrada entre los dedos de un tronco de árbol, ya reseco y, cortado
en forma de una mano dispuesto a modo de soporte especial el que, hasta un
saliente para el paño tenía en uno de sus apéndices. Luego, sacudimos nuestros
pies sobre los hierros de una parrilla galvanizada que allí, también había; hasta
entonces, fue cuando salimos.
Al
entrar de nuevo en la casa, nos dirigimos directamente a la habitación de la
biblioteca y, nos sentamos, yo en un taburete de madera cerca de la ventana y
mi amigo mas allá, frente a mí, de espalda a los estantes atestados de libros;
en una silla de cuero al lado de una pequeña mesa donde ya estaba todo
preparado para el café de las tertulias habituales, como ya lo sabía mi buena
amiga Matilde.
Antes
de tomar lugar en su silla, El Golfo sacó de uno de los armarios un libro rojo
que estaba enclavado al lado de otros. De autores como César Vallejo, Alejo
Carpentier, Julio Cortázar, Thomas Maan, William Faulkner, Samuel Langhorne
Clemens mejor conocido como Mark Twain, M. Cervantes. S, y Calderón de La
Barca; entre otros —según, podía leerse en sus lomos—. Mi amigo acostumbraba sentarse de
piernas cruzadas y, esta vez presentaba una cómica apariencia, puesto que aun
llevaba las botas de goma de caña alta que usualmente calzaba para los trabajos
en el jardín; y, como tenía el pelo alborotado y usaba bigotes, entonces le dije:
— Te pareces a El Gato con botas…!
…Y; enseguida, como para celebrar el chiste, con
un rápido movimiento de manos tomó una réplica de la espada de Bolívar, en
madera, que guardaba entre los libros.
La alzó con su brazo izquierdo, y en seguida dijo:
—
¡Viva la revolución!
Dicho éso, clavó la espada entre los libros,
nuevamente; y, entonces con su mano derecha colocada en alto sosteniendo abierto
el libro rojo que había tomado, antes de su arrebato de mosquetero, acto
seguido se embarcó en una perorata tan magistral que —¡Quién lo hubiera imaginado!—, lo desdibujaba por completo; siendo que “mi amigo el golfito” no era dado a este
tipo de comportamientos de naturaleza grandilocuente. Por lo que, en verdad me sorprendió.
Habiendo sucedido estos hechos hace ya tanto tiempo ahora sólo vienen a mi memoria algunos
nombres, por él citados aquel día. Tales como: Bazarov, Bogdánov, Lunacharski;
de los cuales despotricó. Chernov, Avenarius y Kant a quienes hubiera enterrado
vivos. Mientras que al gran Marx —como
lo llamaba—,
Engels y, V.I. Lenin, los enzarzaba y reconocía como auténticos gurúes de una
cosa que, a cada rato nombraba como: “Materialismo dialéctico”. Mientras tanto,
yo había quedado perplejo ante tanto derroche de su desconocido histrionismo,
pero más aún, cuando mi estimado amigo El Golfo terminó diciendo:
— Tengo algo qué confesarte…!
…Y; sin más preámbulo agregó,
golpeándose en el pecho:
− ¡Soy Comunista!
Entonces cerró el libro —"Materialismo
y Empirio - Criticismo". V. I. Lenin /Moscú, 1908—; lo
puso sobre la mesa y se quedó callado, en actitud expectante, como queriendo
saber cuál era mi opinión respecto a aquel acto de entrega que había
protagonizado.
Yo por
mi parte, sólo dije:
— Te
felicito por tu valentía, hermano…! Porque en estos tiempos, tú lo sabes mejor
que yo, confesiones como ésa son motivo de represalias y persecuciones. No
obstante, llegará el momento en que la madurez y la tolerancia política
allanarán el camino hacia una sociedad más justa y equilibrada, donde lo mejor
de cada ideología se ponga al servicio de los pueblos, de sus individuos y, su
calidad de vida. Y se llegue a desterrar de una vez por todas aquellas
prácticas antihumanitarias de corrupción —alentadas desde cualquier signo,
color o, nomenclatura—,
pobreza y formación de grupúsculos o castas, favorecidos desde el poder;
que se enriquecen con los recursos de todos.
Con lo cual se le quita el pan de la boca, a los más necesitados.
Dicho
esto, volviendo en sí, dijo nuevamente El Golfo:
— Gracias,
“camarada”, por tu solidaridad..! —Dirigiéndose a mí, muy serio—.
Luego tomó el libro de nuevo y, parándose de su asiento, caminó hacia mí para entregármelo, entonces me dijo que lo conservara como un recuerdo de nuestra amistad. El cual aún lo guardo con mucho cariño.
…Sin
embargo sabía que mis pensamientos eran otros, habiendo discutido con él muchas
veces sobre diferentes temas políticos, donde ni siquiera su corriente donde
usualmente se la tiran de impolutos, salvadores del mundo casi todos sus
manipuladores miembros y, como siempre yo se lo decía, ha podido salvarse del nefasto
virus de la corrupción; he allí, el patético descalabro de la URSS… Su más
soñado paraíso, "que como el queso fresco" —siempre le decía, como
llanero que soy, pero además para fastidiarlo—, simplemente se ha venido a
menos y, no precísamente por el pueblo, por su gente, sino más bien por sus más
encumbrados líderes; y, no te extrañes que "de un momento a otro cuando
menos te lo imagines" —le vaticinaba yo, en aquellos momentos—, todo éso
implosionará. Como un simple globo de goma cuando lo pinchas con un alfiler.
De
pronto, el silencio que hasta hace poco había en la calle se rompió con voces y
risas —como
de mujeres, en estado de histeria—; por lo que mi amigo y yo, nos
acercamos con sigilo a la ventana y pudimos presenciar en la planta alta de la
casa de enfrente, detrás de sus rosados antepechos a tres mujeres y dos
hombres, todos semidesnudos, correteando a lo largo de los anchos pasillos como
simulando aquel inocente jueguito de policías y ladrones pero en este caso, con
el ingrediente manifiesto de la lujuria reflejada en sus rostros; aparte del ya
consabido, "agárrame si puedes"… En una actitud displicente y
desvergonzada con que asumían su conducta, a sabiendas de que eran observados
por los viandantes en la calle, además de nosotros que al mejor estilo
voyerista hacíamos esfuerzos por mirar, además, el desenlace final de aquel
aquelarre; donde los actores, con sus rostros desfigurados y los ojos
inyectados en sangre por sus abyectos deseos, caían liados en un solo amasijo
de cuerpos febriles detrás de la balaustrada. Como presos de la perdición, en
una cárcel de lúdico placer.
Con
la vista de estas degradantes escenas, caigo en cuenta de que esa alta casona
de tonos color rosa, no era otra que, el asiento de un famoso burdel que tenia
por nombre “El 180”; caracterizado además, por tener un cartel con ese nombre, iluminado
en su parte superior por un foco de color rojo el cual servía de faro por las
noches en el océano de meretrices y gozones del Barrio Santa Rosa. Lo que representaba además un sacrilegio, en
términos religiosos, para el santo nombre de aquella populosa barriada. En
verdad es difícil referirse a aquel sector de la ciudad de Maracay, dejando a
un lado esta característica tan particular, en una época donde como ven, se
convivía con tal situación sin tener que inmiscuirse directamente en ello; como
era el caso de la familia de mi amigo.
Con ésto, por hoy, llegamos al final. Hasta la próxima...!