Buenas tardes mis amigos, reapareciendo después de un largo viaje. Donde por cierto estuve en contacto con nuevas experiencias que desde ya estoy traduciendo de algún modo, al lenguaje literario, que más adelante estaré compartiendo con ustedes.Pero, por lo pronto, sigamos con las incidencias del primer libro de la serie de cuatro "Relatos Oníricos de La Atascosa", como ya les dije antes; titulado: Las Evasiones de Hilario Coba. El cual hasta ahora, ya tiene publicado por esta vía, los primeros dos de sus capítulos. 1.1.- El Viaje y, 1.2.- Otro Viaje. Los que, por razones de la propia dinámica que he querido dar a estas publicaciones en términos de querer hacerla más amena, al menos en esta primera parte y, a mi modo de verlo, en su momento salieron a la luz de manera inversa. O; sea, primero el 1.2 y, luego el 1.1. Ahora bien, en lo sucesivo aparecerán los subsiguientes capítulos en su forma correlativa normal hasta llegar al 1.12. Con lo cual quedará cubierta la primera parte del libro cuyo cuerpo consta de dos: 1.- Relatos Oníricos —con doce capítulos, a su vez— y, 2.- Bonifacia Alviárez con uno solo.
A partir de hoy, para continuar, arrancamos con el siguiente:
1.3.- —El Circo—.
Hoy es una vez más, 24 se Septiembre, un día sumamente grato para mí, el de la santa patrona de mi pueblo La Atascosa. Por lo tanto todos sus hijos dondequiera que vivamos nos llenamos de júbilo por las tradicionales celebraciones de allá, aunque no estemos en ellas; las vistosas fiestas patronales en honor a Nuestra Señora de Las Mercedes. Día bonito en plenitud de esperanzas, en los deseos de mis coterráneos, en especial por los niños y jóvenes de aquel pueblito tan especial del llano venezolano. Los ausentes, como yo, igualmente también celebramos; trasladándonos virtualmente hasta sus maravillosos espacios, al menos en espíritu.
A partir de hoy, para continuar, arrancamos con el siguiente:
1.3.- —El Circo—.
Hoy es una vez más, 24 se Septiembre, un día sumamente grato para mí, el de la santa patrona de mi pueblo La Atascosa. Por lo tanto todos sus hijos dondequiera que vivamos nos llenamos de júbilo por las tradicionales celebraciones de allá, aunque no estemos en ellas; las vistosas fiestas patronales en honor a Nuestra Señora de Las Mercedes. Día bonito en plenitud de esperanzas, en los deseos de mis coterráneos, en especial por los niños y jóvenes de aquel pueblito tan especial del llano venezolano. Los ausentes, como yo, igualmente también celebramos; trasladándonos virtualmente hasta sus maravillosos espacios, al menos en espíritu.
…Transcurrirá
este día una vez más y, como siempre ha sido, abriendo y cerrando los actos con
las sagradas misas en honor a la Virgen en el templo; asistidas por la
multitudinaria presencia de su ferviente y piadosa feligresía en pleno. Luego,
se esparrama la gente por todo el pueblo a disfrutar de los eventos programados
de acuerdo a la ocasión: Las famosas terneras a media mañana para el medio día
en los diferentes puntos acordados, ampliamente conocidos por todos de
antemano; donadas por los generosos ganaderos de la zona. Mientras tanto jóvenes y niños disfrutarán a
rabiar de las "marchanticas" con su característico estribillo musical
que se dejará oír melancólico y, mecido por la brisa, a través de sus pulidos y
boquiabiertos alto-parlantes; atendida de gratis su bulliciosa clientela en
medio de la algarabía, por los señores
heladeros que las conducen —iban sentados muy
orondos ellos, casi a horcajadas sobre un sillín ante el gran volante, bajo un
techo atoldado generalmente a rayas de una cabina sin puertas convencionales—, ataviados con su pulcro guardapolvo blanco y
cristina del mismo color en la cabeza.
…Igualmente,
sobre una hilera de mesas con sus vistosos manteles de hule atendidas
diligentemente por señoras, jovencitas y monjas del pueblo, se servirán trozos
de torta con refrescos, raspados, jalea, gelatina y, para cerrar, piñatas con abundantes caramelos.
Recuerdo cuando niño los de coco, menta, y de anís; envueltos en papel manteca
los primeros y, en celofán transparente los otros dos sabores. Por entonces
salía con los bolsillos repletos y, hasta me pasaba días comiéndolos, de a
poquito; como para que no se me acabaran... Por cierto, esto mismo hacía cuando llegaba la zafra
de jobo. Aah! Cuánto aroma y qué color…! Pero en ese
caso, como me quedaba dormido con algunos en los bolsillos, entonces al
despertar del siguiente día para irme a la escuela y, queriendo sacarlos cuando
los dejé olvidados, las manos no me entraban; porque las telas estaban pegadas
con los frutos "espaturrados" en su interior. Me molestaba un poquito pero, no quedaba más que reírme de mis propias cosas.
…Así mismo, de
acuerdo con la estricta programación —debidamente impresa en un colorido afiche encabezado por la imagen de la
virgen, que suele verse prendido mediante grapas sobre las puertas de los
comercios y, las edificaciones oficiales— no han de faltar por la tarde ya para la noche, los
bailes y la música en su vía principal, conocida como "La Avenida";
pero, nada tan especial como sus grandes tardes de toros coleados con
diversiones a granel, ante el estruendoso y característico grito de: ¡Caaacho
en la maaangaaa!!!
…En cuanto va
entrando la noche, ya para cerrar, se cunde de nuevo de gentes las calles
cubiertas por sus multicolores bambalinas de papel, que aún parecen saludar a
los más salerosos parroquianos cuando son vistos apurados, caminando ansiosos
por las vía; ataviados esta vez con sus mejores pintas de estreno para asistir
a la fiesta de gala…!"
Evocando estas
lindas cosas de antes, me encuentro en una ciudad del centro del país; Maracay.
Este día como de costumbre me dedico a la lectura de unos cuantos periódicos y,
además, por ser fin de semana, muy apacible y soleado, por cierto —como los mismos de allá—, a través de la magia de los recuerdos asocio esta
emblemática fecha de hoy con viejos y gratos acontecimientos en aquel pueblito
llanero que me vio nacer. Tal y como se los he contado ahora, después de varias
tazas de café, en la terraza del Bar Princesa; en una esquina del cruce de la
avenida Miranda con General Páez —prolongación con
Bermúdez—. Flanco Este de
la plaza Bolívar de dicha urbe. Muy próximo a una conocidísima esquina con el
nombre de "El Pradito", donde había un bar con ese mismo nombre al
lado de la bomba de gasolina, que siempre hubo allí. Justo hacia allá iré a
refrescarme, al pararme de aquí; porque ahí estoy enamorado.
En realidad
éso no tendría nada de particular en una ciudad como ésta, si no fuera porque
en ese bar una noche llegué a encontrarme nada más y nada menos que con aquella
muchacha que hace mucho tiempo atrás sería mi noviecita en el pueblo y, les
estoy hablando de la simpatiquísima Auristela. La misma cuyo nombre vimos
escrito en el autobús —al
menos uno como el de ella, en realidad—, cuando fui a sacar la cédula de
identidad por primera vez. Lo recuerdan…? Ya les seguiré contando qué sucedió
con ella, pero no quisiera dejar pasar otros recuerdos que también afloran a mi
mente impulsados por la gran significación que para mí, muy particularmente,
tiene este festivo día patronal.
"…Un día en
el que, por aquellos tiempos, aparte de lo ya reseñado también comenzaban las
funciones del Gran Circo Albacora, que acostumbraba llegar con una semana de
antelación a la localidad y, ciertamente, era un gran acontecimiento para
grandes y chicos. Con este nuevo evento sucediendo en el pueblo todo era un
verdadero jolgorio, para un lugar que durante el resto del año todo era tan
tranquilo y, casi nunca sucedía nada. El espectáculo daba inicio desde el mismo
instante en que empezaban a bajar las petacas con el ropaje, baúles repletos de
aparejos, utensilios, enseres y, herramientas, que pronto serían utilizados
para montar el campamento; pero lo más sorprendente de aquella visita eran las
jaulas que traían los recién llegados, con sus variados y exóticos ejemplares
de la vida silvestre. Usualmente se establecían en un amplio terreno que el resto
del año permanecía baldío el cual quedaba en la vía hacia la escuela donde yo
estudié mis años de educación primaria, Grupo Escolar Monseñor Rodríguez
Álvarez; por lo que mientras el circo estaba en dicho lugar eran muchos los
muchachos que nos jubilábamos de las clases con el pretexto de ir a contemplar
y, fastidiar a los animales.
El sitio
estaba rodeado de árboles en los cuales nos encaramábamos en silencio los más
arriesgados. Desde nuestras altas atalayas no solamente hacíamos gala de tiro
al blanco contra los araguatos, micos,
orangutanes y chimpancés que estaban enjaulados al lado del camerino de
los payasos; sino que, además, nos dedicábamos a comer mamón, jobo, mango y,
tamarindo, de las matas donde nos escondíamos. De sus semillas bien raspadas
por los dientes no teniendo más qué comerles
y, ya blanquecinas de tanto tenerlas en la boca, obteníamos las
municiones que disparábamos usando chinas; las cuales nunca faltaban en
nuestros bolsillos. Cuando los simios se ponían furiosos —a causa de nuestra fastidiosa presencia— armando tremenda algarabía, nos gustaba ver a esa
triada de viejos y descoloridos payasos de siempre cuyos nombres ya sabíamos de
memoria: Pompón, Pomponio y Pirulín. Quienes movidos por el excesivo bullicio
salían de donde estaban brincando cómicamente por encima de todas las cosas a
su paso, aún sin acomodar; en calzoncillos y sus raídas camisetas, esforzándose
por calmar a los enloquecidos e inquietos primates. Los cuales les contestaban
a ellos, sin saber de dónde venía la agresión y, al menos los araguatos, con
certeros disparos a través de las varillas de su encierro usaban en su contra proyectiles
elaborados con extraordinaria maestría, a base de materia fecal; producto del
frenesí y la agitación que les causaban a su vez, nuestros furtivos chinazos.
Los otros de su especie colaboraban aumentando el volumen de la barahúnda y,
golpeando las paredes de sus jaulas con los trastos y recipientes donde comían
y bebían, sumándoseles entonces las fieras también enjauladas cuyos pavorosos
ronquidos nos recordaba su enorme respetabilidad, especialmente los melenudos
leones africanos; en verdad todo aquello era un auténtico pandemónium. Con los
viejos payasos huyendo despavoridos, asqueados, de la improvisada rebatiña de
excrementos.
Finalmente
después de haber ocasionado el zafarrancho, con el mismo sigilo que subíamos a
los árboles bajábamos de éstos, marchándonos muy risueños alardeando cada quién
sobre su desconsiderada actuación; quedando una vez más impune de nuestros
estropicios. Hasta que un día, avisados
por unos vecinos que se dieron cuenta, los dueños del circo pusieron la
denuncia en la comandancia policial, enviando un funcionario para que nos
cazara e hiciera bajar y castigar; era el policía "de recorrida",
también de las escuelas —había dos en el
pueblo para la época; la otra era, aparte
de la mía ya nombrada, el G.E. Rafael Paredes—, como se lo
llamaba. El de entonces tenía por nombre, Juan Colina.
Dicho
gendarme, en realidad lo que acostumbraba hacer cuando algún desprevenido
muchacho caía en sus manos, era llevarlo a punta de “mandador” ante la
presencia de sus padres, quienes con toda seguridad le darían un apropiado y
ejemplarizante castigo; lo cual sin embargo no sería impedimento para que el
taimado jovencito —en un claro
ejemplo de simple testarudez de juventud—, volviera de nuevo por sus fueros. Tornándose en reincidente.
…A lo mejor les
parecerá extraño cuando me refiero, al llamado "mandador"..! Pues bien; éste es un sencillo aparejo que
consta básicamente de una pequeña vara de aproximadamente unos sesenta a
setenta centímetros de largo y, tiene atada a uno de sus extremos una especie
de correa de cuero; se usa tomando el garrote por su extremo libre, opuesto al
trozo de soga, sacudiéndose a modo de látigo para pegarle a algo, o alguien.
Era ésta pues, la única “arma” que podría usar contra nosotros el buen amigo
señor Colina —cosa que tampoco
hacía, cuidándose muy bien de no incurrir en ello; a no ser que se encontrara
con alguien que en verdad se lo mereciera—, quien usualmente iba vestido todo de caqui,
incluso la gorra que portaba, la cual era de la misma forma de las que usaban
los militares de alto rango entonces; como su General Marcos Pérez Jiménez… A
quien tanto amaba.
Usaba también
como aquel, un ancho cinturón de cuero a dos clavos, pero de color marrón, del
cual salía en forma oblicua sobre su pecho desde un lado de la cadera derecha,
otra correa mucho más angosta que la del cinto; que pretendía equilibrar el peso
del revólver de reglamento contenido en su vieja cartuchera, la cual en su caso
caería colgando siempre vacía sobre sus nalgas; ya que como dije, el mandador
era en su caso la única arma disponible que tenía. Calzaba usualmente alpargatas
nuevas con punta de patente y, llevaba además polainas hechas del mismo
material y color; como el del correaje.
El pintoresco
y elusivo señor Colina se aparecía cuando menos te lo esperabas y, solía
presentarse para nuestra desgracia, como salido de la nada. Recuerdo
además, era un ferviente admirador y
defensor del régimen de facto en aquel momento; no obstante, un hombre
probadamente honrado. Solían decir sus compañeros de dominó, junto a los cuales
admiraba cada tarde un retrato a cuerpo entero del General en Miraflores —colgado de un clavo, en una de las paredes de la
sala de su casa—, pulcramente
enfundado en su níveo uniforme de gala; en reñido contraste obviamente, con la
oscuridad de su pensamiento represivo. En el fondo, normalmente, se podía oír
una canción que salía por las forradas cornetas de un viejo radio pick-up,
marca Telefunken; y, cuando era fin
semana se repetía esta misma lúdica escena, con el ingrediente adicional de
algunas cervezas que extraían y servían las hijas de Colina, de una vieja nevera
de querosén, la cual tenía una plaquita de bronce en la parte superior derecha
de la puerta que decía: SERVEL – USA… La
canción en cuestión era una especie de porro colombiano donde el cantante se
dedicaba, melosamente, una y otra vez a cubrir con alabanzas e indulgencias la
figura del hombre del retrato. Entonces decía:
"General Marcos Pérez Jiménez…
Presidente constitucional…
Elegido por el pueblo…
Con orgullo nacional…!"
Así rezaba —palabras más o menos—, el estribillo de marras; envolviendo por todas
partes el sonsonete de una letra cuyo contenido estaba dedicado única y
exclusivamente, a resaltar las supuestas cualidades de grandeza de aquel
hombre; un simple mortal. Pero que, en realidad, habría hecho de su país, un
oscuro campo de miedo.
La calle donde nací fue testigo de la
caída de aquel régimen, cuando la gente furiosa con las prácticas
antidemocráticas hasta ese momento impuestas, arremetieron impunemente contra
el tocadiscos y los 45 rpm’s del infortunado Juan Colina; quien con el rostro
desencajado, en guardacamisa, y cabizbajo, sentado en una vieja silleta de
cuero escuchaba con estupor desde un oscuro rincón de la casa el bullicio de
cómo eran rotos y esparcidos por la calle sus queridos discos y, hasta el
museístico aparato musical donde tanto los escuchaba. Pero su integridad y la
de su familia sería escrupulosamente respetada por aquellos que a fin de
cuentas, eran sus vecinos; además, en honor a la verdad, él nunca se metió con
nadie. Por éso, democráticamente hablando, se le respetaban sus preferencias
políticas. Pues más bien, podría decirse, fue una víctima más igual a tantos
otros, que tan sólo adversaban aquel duro y oprobioso régimen de facto, que
acababa de caer; un veintitrés de Enero de 1958. Desde ese día no se volvió a
saber más nada, en lo inmediato, del tozudo hombre de ley. Sólo se dice que se
fue a vivir con una hermana suya que tenía en la ciudad de Valencia, donde años
más tarde finalmente, se supo que murió.
…Hasta se dijo
con el paso del tiempo, convertidos los hechos narrados en leyenda, que en las
tardes ya para la noche algunos noctámbulos que usualmente transitaban por la
calle El Ganado, donde todo aquello sucedió, algún pedazo de acetato todavía
tirado en el suelo repite el famoso estribillo del porro colombiano cuando
alguna espina en un arbusto de Cují lo roza; movido rítmicamente por la brisa
de la noche… Esto es lo que dejó correr en el pueblo y por el tiempo, un
“loquito” que había en mi calle, al cual le decíamos: “´Ratón Cojú”. Un curioso personaje que se encargaría de regar por
todas partes lo de la misteriosa reproducción musical; que la repetía hasta el
cansancio a petición de algún interesado, siempre y cuando se le pagase al
precio de tres lochas a un real. Pero siempre al finalizar, había que decirle:
"Usted es un vivo compai...!" A lo
que él, indefectiblemente respondía: "Usted también..!"
…Mientras tanto
se iba caminando, alejándose lentamente de la concurrencia con la cabeza gacha,
tremulosa, tintineantes las monedas entre sus huesudas y sudorosas manos; con
su consabida pella de tabaco o chimó en uno de los carrillos de su boca.
Además… Para más adelante, repetir en el próximo botiquín por donde pasaba la
misma trillada actuación:
"General Marcos
Pérez Jiménez…
Presidente
constitucional…
Elegido por el
pueblo…
Tatarata, tatata,
tatáaaa…!"
(…En su caso, él cantaba la canción completa; tal y como
la grabada en el disco).
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Ahora bien, siguiendo
con los “cirqueros” del Albacora y, después de un breve descanso seguido de un
opíparo almuerzo procedían a armar de primero las carpas de las tiendas de
servicio y mantenimiento; por último, la principal que estaba sostenida por dos
grandes mástiles al centro, desde cuya cima, prendidas en torno a su bien curvada
y acerada anilla superior caían múltiples cuerdas y sogas que descendían en
pendiente hasta igual número de estacas de metal que se hundían en el duro
terreno pedregoso… Siempre a fuerza de sudor y mandarria.
Esta gran
carpa —la principal— venía acomodada
en sus propios contenedores cerrados, sobre la plataforma de enormes camiones
especialmente preparados para ello, cargados únicamente con los gigantescos
rollos de tela de sus franjeadas lonas de color rojo, azul, y blanco,
dispuestos con sumo cuidado para no estropearlos; junto a alargados cajones con
tapa contentivos exclusivamente de los aparejos de misma. Todo dispuesto con
una dedicación y atención en su manejo, semejante al utilizado para la más
preciada mercancía de un acaudalado mercader árabe, marchante de bellos géneros.
Dichas lonas
cortadas al sesgo iban puestas en su lugar mediante múltiples ojales de bronce
estampados directamente en la tela, en casi todos sus bordes a cuyo través
pasan cabos de soga para sujetarlas y, si es este el caso, también alrededor
del perímetro de aros de broce o acero como en el tope de los mástiles. A medida
que van descendiendo se hacen cada vez más grandes en su desarrollo,
conformando junto a los aparejos correspondientes la conicidad característica en toda la
estructura; comenzando en el extremo superior de los palos principales —como ya se dijo—, donde en vez de sogas que las atraviesan son
argollas las que pasan por sus ojales estampados, corriendo así con cierta
libertad en el aro superior al quedar sostenidas en el mismo; haciendo más
efectivo y seguro su manejo… Enhiestos quedarán entonces los fustes al ser
elevados con extraordinaria coordinación y maestría entre todos los
trabajadores del circo, incluso con la intervención de las damas, quedando en
pie ese majestuoso portento producto del arte, la artesanía y tecnología en el
izaje, que se daban la mano con tanto éxito una vez más aquí; en esta laboriosa
operación circense.
Indudablemente, según podía ver, el artífice y motor de tan singular
operación era el propio dueño del circo, el Sr. Sayed Katay Rawalpandi, un tipo
forzudo y corpulento que tenía el pecho como el del Minotauro, según sus
propios amigos. Ciertamente el viejo Sayed poseía una apariencia general que
recordaba al famoso toro de Creta, en especial cuando se empeñaba en lograr la
levadiza obra antes descrita, con gran despliegue de fuerza además de sus
resoplantes y, destemplados gritos… Así, de semejante manera, procedían a la
instalación del sitio y cuando todo estaba listo al cabo de un par de días con
sus noches, se escenificaba por las calles del poblado una gran caravana
compuesta por carruajes multicolores profusamente adornados para la ocasión;
sobre los cuales llevaban algunos animales del continente africano y, también
del Asia.
"…Quizás los más impactantes eran los leones con su
broncíneo pelaje e intimidante melena negra en algunos, indicativo de su gran
desempeño y fortaleza, una peculiar
característica debida presuntamente, al mayor contenido de testosterona en su
sangre; los que tal vez confiados en su poder lo exhibían, al bostezar preferiblemente,
mostrando al aire su aterradora bocaza llena de dientes afilados. Junto a los
tigres de bengala con su vertiginoso rayado sobre su piel, un poco más tiernos
pero obviamente, también atemorizantes. No obstante los más populares entre la
gente, sin duda, eran los miembros de dos parejas de elefantes vestidos con
armaduras y detalles de guerra que atraían a mi memoria la inverosímil campaña
del gran Aníbal Barca a través de Los Alpes y Los Pirineos —donde se dice utilizó 38 de ellos, vestidos de la misma forma—, conquistando el norte de Italia ante el asombro de
la invicta Roma y, de sus más aguerridos Generales; saliendo victorioso durante
esta gesta en las batallas del rio Trebia, la del lago Trasimeno, Cannas y,
muchas otras. Provocando sin embargo años más tarde la vigorosa riposta de la sorprendida
y emblemática potencia militar, en el recrudecimiento de las llamadas Guerras
Púnicas y, la subsecuente derrota a su vez del eximio cartaginés, por parte del General romano
Escipión el Africano; durante la famosa batalla de Zama —en 202 a.C"—.
Precisamente, los
machos de las parejas en cuestión tenían por nombre uno, el de tan insigne
guerrero de la historia y, el otro, era llamado como su padre: Amílcar. Las
hembras por su parte respectivamente, respondían, una al llamado de Himilce
igual a la esposa de aquel, mientras la otra simplemente llevaba el sencillo y
lindo nombre de Demetria. Iban entonces los nobles paquidermos con sus trompas
entrelazadas, debajo de un pórtico estilo romano sobre la plataforma de uno de
los carruajes, el cual continuaba en la fila después del auto que la
encabezaba, donde viajaba la familia del Sr. Sayed; quien visiblemente
emocionado agitaba sus toscas manos en acto de salutación y, agrado hacia la
multitud, que eufórica los seguían por la calle real.
Los Katay Polidourius afortunados dueños
del Gran Circo Albacora, se desplazaban exultantes por su triunfo en la
comparsa aquella soleada tarde, a bordo de un auto descapotable de color negro
tripulado por Sayed; a cuyo lado iba su esposa la señora Helena y, en el
asiento trasero sus dos hijos: Viktor y Andrómaca. Sus nombres les fueron puestos uno por su
madre que era griega, a la muchacha, la menor; mientras al varón se lo pondría
su padre, en honor a unos amigos suyos que habría dejado muchos años atrás allá
en Hungría, de donde sería oriundo. Al menos en su segunda nacionalidad, adquirida
al ser llevado desde muy pequeño a ese país; puesto que, realmente había nacido
en La India, en la región del Punjab. Lo que en combinación con sus actividades en el circo, desplegadas en
distintos países por razones obvias, le confería el derecho de sentirse como un
auténtico hombre de mundo; cosa de la cual, se sentía sumamente orgulloso… Mientras
tanto, los dos jóvenes de la familia envueltos sabrosamente en la emoción del
momento, una cosa nunca antes experimentada en ningún otro lugar por ellos
conocido, contestaban también con efusividad al público que los vitoreaba. Más
allá, detrás de los enamorados paquidermos iban los carruajes de los payasos,
de la música, los perifoneadores y, mucho más allá, el de los artistas e
histriones; de los gimnastas, prestidigitadores, y por último, el de los
Saltimbanquis y Pierrots… En este carruaje al final de la cola, se movía con
sincronizada maestría un personaje alto que destacaba del resto, con un
sombrero de cinco picos y rostro blanco como la tiza; de ojos saltones y, labios color carmín… Iba vestido al igual que
varios de sus compañeros, más atrás, de traje enterizo tipo mono con franjas
oblicuas entrecruzadas de color amarillo y carmesí, formando multicolores
figuras romboidales que se ceñían a su cuerpo; inusitadamente flacuchento y
desgarbado… El que, haciendo gala de su extraordinaria destreza con sus manos
siempre en constante movimiento, instintivamente impulsaba cada cierto tiempo
cinco pines de color blanco con una corona dorada en los hombros y, los cuales siempre
estaban en el aire; pero que, no obstante, sin saberse cómo lo hacía, de todos
modos a cada instante estaban bajo su estricto control. “¡He allí su magia…! La
que aunada al empalagoso sabor del momento, en conjunto, era para mí junto a
mis amigos que siempre me acompañaban, algo de otro mundo; durante aquellas
emblemáticas celebraciones y, con las visitas al pueblo, del Gran Circo
Albacora…!”
El colorido
simbolismo de la escena básicamente
oro y granate, me hicieron
recordar a ese gran maestro malagueño, por su enseña patria; Pablo Picasso. Quien
escenificara en algunos de los cuadros de su época rosa (1904), con personajes
de este mismo estilo y tenor, a los cuales llamó: “Los volatineros”… Esto por
una parte, pero también, venía a mi memoria el característico Manierismo de El
Greco; por la singular flaqueza y exagerada estatura de los mismos, que distaba
notablemente de la natural proporción estética de las ocho cabezas como
medición para el cuerpo humano —según
el Vitruvio de Leonardo—, en una pintura; o, en una escultura.
Con aquel elenco montado sobre el
carromato que remataba la dinámica y multitudinaria presentación del Gran Circo
Albacora, después de darle la vuelta completa y, lentamente al pueblo,
volverían a su campamento al cabo de unas tres horas; al menos. Dejando en el lugar, bien remarcado, ese
inolvidable aroma festivo que entonces lo caracterizaba.
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...Y; bien, mis amigos. Con esto llegamos en esta oportunidad. Hasta una próxima entrega...!
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...Y; bien, mis amigos. Con esto llegamos en esta oportunidad. Hasta una próxima entrega...!
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