Hola, buenas tardes. He vuelto para continuar con la entrega de mi primer libro, "Las evasiones de Hilario Coba, el primero de una serie de cuatro titulada: "Relatos Oníricos de La Atascosa". Cuyo desarrollo había quedado suspendido temporalmente en la ocasión de adelantarles un capitulo del libro número dos, Honor y rendición, relacionado con la Semana Santa. Época precísamente en la cual entonces estábamos. Por eso ahora les presento la parte final de aquel capítulo antes pospuesto; este es:
10.- —El Italiano—
Para el diestro artesano, con cuyo talento
había hecho de una simple foto una realidad
magistral, era por sobre
todo, la esperanza de expiación de sus pecados ya que, católico practicante
como era don Claudio, estaba convencido de que con la promesa
del Obispo de oír hoy su confesión —como un caso especial, pues no era
esto lo usual en sus visitas al pueblo—, se liberaría de una vez por todas de aquel terrible secreto que llevaba clavado
en la conciencia y, en el
alma. Creía él.
Después del acto sobre la tarima, donde el Sr.
Obispo, incluso, dijo
unas palabras de agradecimiento
y alabanzas a favor de quienes urdieron la idea de semejante obsequio y, en
especial a su ejecutante, finalmente procedió a decir, ya dentro del templo, la sagrada misa; para posteriormente realizar el bautizo de los niños. En ese punto;
don Claudio estaba tenso,
lívido, nervioso, crispados sus dedos temblorosos sobre el espaldar del banco
de asiento que tenía delante en la fila, sobre los que descansaban muchos feligreses a la espera
de su turno para el bautizo.
Aquel pobre hombre esperaba así para su confesión, por la
expiación de sus culpas. Mientras tanto alguien caminaba hacia él y, al voltear, tímidamente, para luego volver a
su posición de nerviosismo habitual, vio cuando se le acercaba un monaguillo. Era
él, Temistocles Buonocuore envuelto en su sotanilla de gala, blanca como el algodón,
adornada con un sencillo encaje de pasamanería alrededor de la ligeramente acampanada bocamanga
y, también en el ruedo, su borde inferior; poco más arriba de sus alpargatas
muevas de fina trama en la capeyá, terminadas en una discreta punta de patente. Indumentaria
digna y muy sencilla sin embargo, rigurosamente acorde con el momento que se
celebraba en la iglesia del pueblo entonces, en honor a la personalidad que ese día los visitaba;
como era la del Sr. Obispo de Calabozo don Mariano
Victorino Martell.
Así, cuando ya creía que no lo llamarían don Claudio escuchó
la voz del joven, con timbre de niño,
cuando se paró a su lado tocándolo con suavidad en el hombro; venía con una
nota del Cura don Cecilio Apóstol del Rosario y, entonces dijo, extendiéndole
una mano con el papelito:
"Tenga don Claudio…!"
...El viejo en
seguida se incorporó levemente en la banqueta, tomó la esquela y contestó:
"Gracias, muchas gracias mi hijo…!"
“No, de nada…!” —Dijo el jovencito, y se retiró.
Temistocles Buonocuore, era el monaguillo estelar en la iglesia del
pueblo; y, joven perteneciente a una de las más distinguidas familias de La
Atascosa. Siempre andaba atareado con las distintas actividades que tenía que
cumplir por petición de su mentor,
don Cecilio Apóstol del
Rosario; quien dada
su extrema confianza, le concedía al muchacho todo tipo
de responsabilidades. Había sido confiado al viejo
Párroco desde muy pequeño por parte
de sus progenitores, especialmente por su madre, deseosa como buena beata de
que en un futuro abrazara también, como él, los hábitos
curales; porque el joven
Temi —como familiarmente era llamado— les decía siempre que algún día iría a
Roma, visitaría El Vaticano para conocer al Papa y, se convertiría para orgullo
de la familia, en uno de los mejores estudiosos del Derecho Canónico.
Caminó de
regreso el novel monaguillo, de nuevo a sus labores, para encargarse de la
próxima encomienda hecha por el Párroco, habiendo dejado en la banca donde se
hallaba convertido en una maceta de nervios, aún mayor, a un vecino llamado El
italiano; leyendo, tal vez con sorpresa la nota que le había llevado.
…Pero viniendo
esta vez Temistocles, de vuelta en sus actividades, algo descuidado y atareado
cuando se ocupaba del actual objetivo trazado, de repente tropezó con una persona
que caminaba presurosa en sentido contrario; y, era
casualmente, su amigo Hilario
Coba. Quien antes de disculparse por lo sucedido,
ya procedía a ayudarlo con un manojo de rollos y papeles que llevaba, de los cuales algunos se habían caído;
consecuencia del fortuito
encontronazo entre ambos.
"¡Ah,
aaay! Disculpa amigo mío, no fue mi intención…! Estoy aquí porque
vine a saludarte antes de
partir, me voy al centro esta misma tarde. Quizás Maracay…!” Respondió
enseguida el otro, causante del estropicio, mientras hacía lo propio por
resolver la cuestión.
"No, no, no… Descuida, no te preocupes
amigo. Bueno, que te vaya bien, son mis deseos y, no te olvides del pueblo…!"
—Dijo Temi.
Por ahora, voy a casa de don Cecilio, a poner esto sobre
su escritorio; luego me cambio y subo al campanario a buscarle unos pichones de
paloma, para el desayuno de mañana. Tú sabes cómo es él…!" —Agregó.
“…Los papeles en el piso que su amigo recogió
de nuevo para él, celosamente los
guardaba Temistocles debajo
del hábito, como si de cierta manera se avergonzase de cargarlos en su poder…!”
—Cuenta Hilario. Se trataba de una copia del códice de los Cantos Goliardos, según pudo ver, de los siglos XII y
XIII, es decir, los "Cármina
Burana"; que él se empeñaba en leer y traducir, directamente del
latín, con la reticente ayuda del Cura don Cecilio quien criticaba el contenido de muchas de las partes de la
obra, sobre todo lo relativo a la satirización que en ella se hace del poder
clerical y de la curia romana; considerada decadente por sus autores. Cosa que don Cecilio, por supuesto no compartía.
Además condenaba sobre manera el anciano Párroco, el contenido de los curiosos
poemas medievales relacionados con los placeres terrenales; el culto al amor carnal,
al juego y, por supuesto también al vino.
De allí su negativa a colaborar con el renuente e
inquieto muchacho; sin embargo, sabía que debía cooperar con él, pues se
trataba de la ampliación en el conocimiento holístico e integral que debería
recibir en sus estudios futuros.
Quiérase o no, la obra en cuestión era un excelente ejemplo
cultural en el buen sentido de un cambio hacia la tolerancia, que debía
operarse en la iglesia de aquellas oscuras y rígidas épocas; con vista a los
tiempos futuros y, presente. Además debía hacerlo, de todos modos, dada la
excelencia de su alumno en los asuntos musicales, también canónicos; y, por supuesto, de las raíces
familiares que lo acreditaban.
"¡Hasta la vista…!"
"¡Nos vemos…!"
...De esta forma un tanto aparatosa y, enteramente simple, se despidieron ese día
los dos amigos.
Mientras tanto don
Claudio después de leer el contenido del papel
recibido, como impulsado por un mecanismo de resorte, se paró del asiento y se dirigió con paso firme hacia el confesionario; tal y como allí
se le instruía.
Llegó frente al
cubículo de madera labrada adosado a un costado de la nave central del templo,
levantó con timidez la gruesa alfombra que por cortina hacía de puerta, que
daba acceso al pequeño recinto, entró y, se sentó en el banquito al lado del
tabique divisorio del reducido e íntimo lugar;
con una rejilla de trama
regular en él —que no permite distinguir en detalles, el rostro de quién está
detrás—, a la altura
de la cabeza. Entonces; casi que sin ningún
preámbulo, diría el señor Obispo:
"¿…Y; qué asunto tan grave te aqueja, mi
amado Claudio…?"
…Entonces don Claudio, con voz trémula, respondió:
"…Se, se, señoría, he pecado
terriblemente en la vida. ¡Incestuosamente! —Elevó un tono más, la tesitura de
su voz—; por cuanto he deseado morir por ello, desde entonces. Y, justo ahora, si es
preciso..!"
Así, más o menos,
comenzaría la confesión —supuestamente; según otro compañero de Temi, que se le
había incorporado para ayudarlo y, escondido detrás del confesionario, donde a
veces las oía—, pero Temistocles esta vez fue llamado por el Cura don Cecilio
quien desde lejos
discretamente le hizo la
señal acostumbrada, precísamente cuando se frotaba las manos de emoción durante el
sacrílego acto de escucha, no autorizado; para atender la recolecta de los
diezmos, entre la feligresía.
Mientras tanto el Obispo pudo haber contestado, movido en
los cimientos del alma por el terrible pecado, lo siguiente:
"…Hijo mío, por cuanto es tan grande tu
culpa, perpetrada tan sólo
con la intercesión del maligno, no me considero digno en esta vida de
concederte el perdón; por lo tanto, dejo esto en manos de El Señor y, que Dios me perdone. Sin embargo
le pediré, humilde y fuertemente por ello, para que se cumplan
tus deseos… En todo caso,
para que se apiada de tií…!" Concluiría con voz firme el
prelado, su rara intervención.
…Era
tarde entonces cuando don Claudio caminaba de
regreso a casa, lo hacía como si flotara en el aire y,
se sentía un hombre nuevo; pero, sin embargo, su consciencia seguía
martillándole con la misma insistencia de siempre, los acerados clavos de sus
últimos pecados.
…Entró a la casa por el lado del taller, cosa que nunca hacia;
ya de noche se podía
oír desde la calle, el ruido
característico de alguien
trabajando en el local.
Después que ocurrieron los terribles
hechos de aquel fatídico día y, conocidos los
resultados, algunos trabajadores pudieron recordar —echando hacia atrás la
película—, que don Claudio desde el mismo
instante en que
comenzó a laborar
en el sillón del Obispo, en paralelo iba trabajando en un
extraño objeto de madera que a medida tomaba forma, empezó a cubrirlo con una
enorme lona y cerraba con llave la puerta de acceso al lugar donde esto estaba; una
cosa que nunca
hacía.
En realidad, el
extraño envoltorio al cual se referían los sorprendidos trabajadores, era más bien
un sofisticado aparato nunca antes visto. Un cadalso. Equipado
con un avanzado sistema de
poleas, cables, trinquetes, contrapesos y, hasta un eficaz mecanismo de temporización electrónica para que el
suicida, una vez logrado su cometido de colgarse por el cuello y morir,
entonces se zafara la cuerda del cuello de forma automática, lentamente al
principio y, con un violento movimiento basculante después, colgándose
una vez más −ya cadáver−; y, de una segunda cuerda atada previamente, más
arriba del talón (En este caso del pié izquierdo).
…Pasaron cuatro días y don Claudio no aparecía; otra vez. De nuevo todo estaba como en
aquella primera desaparición y, notaron que las luces del taller seguían
encendidas por las noches, aún con las puertas
cerradas; pero sin candados en ellas. Esto llamó poderosamente la atención a
Clemencio González que era su vecino
y además, el empleado de mayor
confianza —mismo que le cuidaba
los perros y su propiedad, mientras no estaba en
casa; como cuando estuvo desaparecido por dos años, la vez anterior—; quien
rápidamente dio aviso
a la policía.
Cuando llegaron los gendarmes tuvieron que forzar la
puerta, previa orden del juzgado; y, cuando
al fin, lograron franquear la entrada, lo que vieron
fue realmente espantoso, horrible, aterrador. El cadáver de don Claudio pendía lívido de una cuerda, salida como muchas
otras de la garganta en el último
motón o garrucha de un polipasto a tres, que formaba parte fundamental de su elaborado
patíbulo. Estaba asido firmemente más arriba de su tobillo izquierdo y, la
cabeza hacia abajo, en medio de un ordenado
pero fétido ambiente; vestido con el mismo
y lujoso uniforme militar, de muchas regorgallas y oropeles, similar
al usado por su famoso
compatriota que también murió colgado de revés y, al cual siempre
homenajeaba en aquellas febriles noches de Grappa y Verdi; junto a su mujer.
Este hombre lacerado por el fuego del pecado, seguramente
estaría ahora en las calderas del infierno mientras la policía, estupefacta
ante tan dantesca escena, por fin reaccionaba; procediendo a descolgar su cuerpo obviamente ya sin signos
vitales. El mismo que por última vez visitaría la iglesia del Cura don
Cecilio, entonces dentro de un cajón de madera —hecho por él mismo, aquella
fatídica noche—, para recibir del piadoso Párroco un lapidario rocío de agua
bendita, acompañado de las postreras palabras del religioso, que en últimas,
abogaban por el descanso de su alma; y, el perdón de sus pecados. Aquel, llamado por todos
El Italiano como también era
conocido en este
pueblo, dejó unas notas signadas por el repetido detalle
de solicitud de perdón a su familia
y, a todos quienes lo conocieron.
Toda esta narración está basada, en una fatídica
carta donde se refiere una detallada secuencia de sucesos, en la vida de este
hombre suicida; en donde se anticipaba de hecho, el destino que finalmente
cursó.
Se envió aviso
a sus parientes y algunos
paisanos, con datos precisos especificados en su epístola extrema. En
poco tiempo el pueblo volvió a tener entre sus vecinos, a lo que quedaba de
aquella desgraciada familia; la señora Carmela y sus dos bellas y taciturnas hijas,
ahora más que nunca con sus
miradas esquivas, como evitando a la gente que las seguía con asombro a través
de los barrotes morales de su impúdico encierro.
Todas llorosas, entraron
al lugar del
velatorio para luego
trasladarse hasta el Camposanto del pueblo, caminando y sudando la gota gorda
como un residente más, hasta donde su pecaminoso padre sería sepultado; anhelo
final apuntado en la misiva por el difunto, lo que dice mucho del apego y las
querencias de este vecino, que aún siendo
extranjero supo hacerse parte de aquella gente que lo albergó a su lado
y, que quizás, por este último deseo de hacerse polvo en su misma y noble
tierra, ya ni siquiera se le guardaba más rencor por lo que había hecho
—tampoco a su familia, tan sólo conocida, prácticamente que de vista—; por su
oprobiosa conducta, contraria y nunca antes observada por la gente en el pueblo
de La Atascosa. Siempre aferrada en su proceder a los designios de Dios y, sus
mandatos, a través de las Santas Escrituras.
…Finalmente;
"El italiano" —como tanto le gustaba
ser llamado don Claudio Milano
Montessori, por toda la gente de aquel pueblo— habría
querido morir, como efectivamente lo hizo. No por fuerza de la venganza de una
turba hambrienta y enardecida por
el odio, llevada de la mano por sus enemigos políticos allá en la Italia, su tierra común, como lo fue en
el caso de su trágicamente célebre compatriota −Benito Mussolini−, a quien
siempre se empeñó en recordar y celebrar; sino que, lo hizo así, quizás por dos
razones fundamentales:
Una, que lo recordaran como el gran italiano
que siempre fue, ligado
en sus convicciones a las de aquel trágico gobernante al que auténticamente admiraba y, además, sirvió como líder de la juventud
en sus, nada gloriosos piquetes de asesinos, los “camicie nere” −camisas pardas, o negras−.
Convictos y confesos, que sobrados daños hicieron a sus tantos y propios
"compatriotas de a pie",
siempre en el nombre de una facción política
tan bizarra como fue aquella
que tanto lo animó −el fascismo−; al punto que, quiso finalmente emular
algo tan representativo de su propia locura. Que, aunque avergonzante en su
última forma de presentación, por lo menos lo era menos que su propia tragedia
de vida, también incestuosa además.
…Y; dos, porque el peso de sus terribles
pecados crearía en él la convicción, de que la verdadera expiación de sus
culpas debía pasar, por su propia inmolación. Craso error. Concluyendo que mientras más sufrimiento se infligiera en el camino
al logro de su objetivo terminal —de allí lo laborioso, del aparato de
muerte que construyó—, más digno seria ante el Altísimo, de implorar su perdón.
(…Copia textual de las declaraciones finales
del occiso, Claudio Milano
Montessori, alias "El
Italiano" —constituida
por varios insertos, manuscritos con su puño y letra entre dos emblemáticos
obras, que configuran su extensa carta post morten dejada a propósito para las
autoridades. Uno de los libros en cuestión estaba escrito por el poeta francés
Charles Baudelaire. “Las Flores del Mal”; colocado sobre el otro, en forma de
cruz, de Edgard Allan Poe. “El Cuervo”—; encontrada sobre
una silleta de cuero recostada contra la pared, en un
rincón de la habitación cerca del cadalso…!) Según podía leerse, en el reporte policial del
levantamiento del hecho aquel día.
...Y; bien, hemos concluido esta parte. Espero que les guste y, envíen sus comentarios. Hasta luego...!
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