¡Hola, muy buenas tardes mis queridos amigos!
Les saludo cordialmente desde la soleada ciudad de los caracoles en Venezuela, para hacerles una nueva entrega extraída de mi pequeño y gran mundo literario. Hoy, empezaré a narrarles las peripecias de nuestro querido personaje Hilario Coba, el día en que por primera vez salió de su pueblo, La Atascosa —tal cual pude leer, de unos viejos cuadernos manuscritos en poder de su familia, en los días cercanos posterior a su deceso—; para sacar la cédula de identidad. Ahí están las primeras acciones... Y; sin más preámbulos, allá vamos, porque no queremos que nos deje el autobús...!
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1.- El Viaje
Miraba a través de la ventanilla el serpentear de la
carretera mientras iban sucediéndose una
tras otra pequeñas lomas y depresiones, algunas curvas a la izquierda, y más
allá, después también a la derecha de la vía; como una interminable “ristra de
ajos” de las mismas que ofrecen en venta los vecinos de los sitios por donde
vamos pasando, apostados a la vera del camino junto con las auyamas, yuca, batatas,
titiaros, patillas y, mazorcas de maíz jojoto… También las catalinas de pan de
horno rellenas con conserva de ciruelas, de coco, y cabello de ángel, productos
todos de gran valía según la tradición en esta parte de la región; sabrosos,
ricos, y de su propia cosecha.
Lento pero
persistente se desplaza el vetusto vehículo repleto de lugareños bajo un sol
abrasador, propio de la hora y época de las tierras llaneras; pues, corría el
mes de Marzo, el más ardiente por estas latitudes. Sin embargo los viajeros a
bordo eran gentes acostumbradas a tales circunstancias, ya que la mayoría por
no decir la totalidad eran del mismo lugar y, van y vienen con regularidad
entre los pueblos de la zona para comercializar sus productos entre unos y
otros o, para hacer alguna diligencia oficial en el pueblo de mayor rango
político-territorial, como era ése al cual se dirigía el autobús de color verde
en que viajábamos; que al ser visto a lo lejos, casi se mimetizaba por completo
con el entorno vegetal en épocas de “entradas de aguas”, según el decir de
los viejos, como mi papá. Las que ya se
avecinan y en que, con sólo caer las primeras, provocan una explosión virídian por
toda la llanura reeditando una vez más el
milagro de la vida; para beneplácito de hasta la más mínima criatura de Dios.
“La Atascosa -
Valle de la Pascua” rezaba un sucio letrero impreso en el parabrisas, íbamos
acompañados de mamá —porque así lo
dictaba la costumbre en aquellos tiempos— a sacar la cédula de identidad por primera vez, en
la capital del municipio; que era también la usanza y la norma entonces.
"La Pascua" a secas como se acostumbra mentarla, se veía como algo
grande, interesante y curiosa para nosotros, que nunca habíamos salido de
nuestro naciente lar; ese pueblito enclavado en las profundidades del llano, al oeste del río Manapire y,
en el camino hacia Palenque.
El bus estaba
atiborrado de aldeanos, tal cual se indicó, cada quien ocupado de sus propios
asuntos. Las madres con niños pequeños se esmeraban por tranquilizarlos dentro
de la comprensible incomodidad reinante, los padres por su parte adormitaban en
su modorra según y que para matar el tiempo, mientras los jóvenes no perdían la
oportunidad para regalarle su mejor sonrisa a alguna damita que les interesara
en medio de la sofocante canícula. Desde el puesto que ocupábamos mamá, mi
hermano Agustín y yo, observábamos una buena parte de los fastidiados pasajeros
abanicándose con lo que tuvieran a mano y, también podíamos ver, por entre las
patas de los otros asientos más adelante, en el pasillo entre las dos filas de
sillas de color gris del vehículo —en cuyos respaldos podía leerse, debajo
de un ovalo a relieve con un pájaro volando en su interior: “Blue Bird”; y, a
juzgar por el que teníamos justo delante de nosotros, tal parece que alguna
gente usaba esta parte del carro como una forma vandálica de expresión para
satisfacer sus más peculiares necesidades comunicativas, escribiendo en ellos
cualquier cantidad de cosas estúpidas. Ya que, por lo menos en éste, escrito de
medio ganchete además,se anunciaba: “Cochinito besó aquí a Auristela. Firma: El
llanero Solitario”—, varias parejas de guineos y pollos; en jaulas hechas con
bejucos de chaparro y punteral amarrados con cabuyas y guarales. Hasta rosados
cerditos había. Los que jadeantes pugnaban por salir de su encierro pateándose
unos a otros, con gran profusión de chillidos, ronquidos y, hasta
mordiscos.
Entonces,
dejándose llevar por la escena porcina ya descrita Agustín dice en actitud
descuidada pero provocando al hermano que estaba absorto, mirando por la
ventana; como tratando de mitigar con la ráfaga de aire que entraba, los olores
y el sudor agobiantes de tan apretujado viaje:
"¡Cállate cochinito… No seas tan chillón…!"
—Dijo, mirando de
reojo hacia otro lado—.
“Cochinito”
sin embargo ni se inmutó, cuando el otro lo llamara por el sobrenombre de la
escuela, aunque tal parece que ni siquiera se percató de que éste, hubiera
espetado tal expresión; significativa de su ya tercer apelativo… No se sabe si
lo habría hecho por simple chercha, por la bulla que efectivamente tenían los
cerditos en las jaulas o, por lo escrito en el respaldo del asiento delantero
donde precísamente se hablaba de alguien con dicho remoquete y, qué casualidad,
además hacía mención a una muchacha con el mismo nombre de la que ellos —y prácticamente todos los jóvenes del vecindario;
porque "Auristela", era además de bonita, muy "salidora y
coqueta"— en el pueblo,
también pretendían; pasándole a cada rato por su calle cuando la veían sentada
en familia por las tardes frente a su
casa… Era ésa, una de las maneras más platónicas que había de transmitir el
interés que uno sentía por alguna chica en esos tiempos; pero, "así son
las cosas"…Por cierto, sería a "Cochinito" al que esta joven
mejor correspondía en sus inocentes aproximaciones pese a que de todos modos, no dejaba sin esperanzas
a ninguno de los demás muchachos del barrio que la cortejaban y, le hacían
ojitos; era como si le gustara jugar con todos, sin embargo sería con él con
quien llegó a besarse por primera vez… Según durante una fiesta en una casa vecina tomada en pleno
aquella noche por la pegajosa música de Los Corraleros de Majagual donde se les
vio bailando bien apretaditos, siendo sorprendidos por algunos envidiosos, cuando
estaban como dos "tórtolos regurgitantes" al amparo de un estrecho y
umbroso zaguán; algo para "Cochinito" considerado obviamente como un triunfo sobre
sus amigos y rivales que, en el fondo, usaba en ciertos momentos como arma de
defensa enrostrándoselo a algunos de ellos, cuando intentaban despechados subestimarlo,
por su aparente falta de agresividad
ante las muchachas del vecindario. Razón por la cual solía defenderse aduciendo, que, "es pura y
simple cuestión de estilo" —esgrimiría más luego, para explicar su buena
suerte con aquellas—.
…Quizás todo esto
en relación con el nombre de la tal "Auristela" pudo ser una extraña curiosidad,
un clásico caso de inexplicable paralelismo entre esta de aquí del pueblo,
verdaderamente real, y la señalada por el grafiti sobre el espaldar del
autobús, sobre la cual nadie podía dar fe de su verdadera identidad, ni
siquiera de su propia existencia; por cuanto conociendo bien la nuestra, ya no importaba saber más nada de aquella
otra. Aunque sí, lo que nunca podría saberse —como siempre—, sería la identidad del mentado
"Llanero Solitario"… Una cosa curiosa y, hasta cómica, que en el
fondo no pasaría desapercibido para "Cochinito" en el momento en que
su hermano se refirió a él; dibujándose en su rostro, hecho el pendejo, una
discreta sonrisa.
…Bueno, realmente
Hilario sí había oído cuando se refirieron a él de semejante modo; es más, lo escuchó
con total claridad, pero simuló no importarle. Pues en ese momento, estaba más
interesado en abstraerse con las variadas y cambiantes figuras del entorno allá
afuera, según las luces y sombras allí presentes; por cuanto entonces se paseaba
por la idea, ya ampliamente meditada, de estudiar el paisaje como su forma inmediata
de expresión plástica —soñando
también, algún día, ir a París para aprender de éso; y, de muchas cosas más en
este campo, directamente de los grandes maestros—. Por lo que, sólo miraba
con detenimiento la incidencia de la luz
blanca por entre y a través del follaje definiendo el volumen y, la presencia fáctica
en la masa de las cosas. De los frondosos árboles, arbustos, mogotes y guijarros en el suelo, así como también
los variados niveles del terreno; presentándolos tan esplendorosamente aquella
vez, como una muestra más de la maravilla cósmica en la creación divina…
Expresada ante los sentidos de Hilario en ese instante, según la manera en que ésta
iba moldeando todo precedida siempre de la energía lumínica del astro rey, a
medida de su incidencia en ellos y, de acuerdo a los diferentes planos
expuestos de sus partes; generando a partir de aquello las más exactas
consecuencias del fenómeno ya indicado. Afectando también con sus resultados la
exposición de los animales y cosas típicos del lugar como el ganado, los pájaros,
reducidos cuerpos de agua y sinuosos caminos que parecían internarse de forma
caprichosa en la sabana; escindiendo sus mustios pajales y, hasta el cómo se
visualizaban en algún recodo del camino principal paralelo a la carretera negra,
los pelos de alambre de púas precariamente sostenidos por sus grapas, sobre los
torcidos y resecos estantes de Roble y Acapro que conformaban la empalizada… Pareciendo
competir inútilmente con el autobús en
marcha incluido también como modelo en la escena, que los iba dejando rezagados
haciéndolos perderse a lo lejos; pero aún así, seguían aquellos empeñados todavía
en imitar, el elemental trazado del
camino.
Es
precisamente en esta amplia y variada escena digna de múltiples pinceladas
cargadas de generosas tonalidades tierra de siena, verde virídian, genovés,
talos, cerúleos, turquesas, ocres, amarillo de cadmio e indio, que el aludido
sale de su prolongado ensimismamiento cuando en la secuencia de puntales de la
cerca aparece uno que rompe con su seguidilla; el cual es un aviso de carretera
instalado quizás por cuadrillas del emblemático y entonces activo “Ministerio
de Obras Públicas” −MOP−, inclinado a la izquierda casi a punto de caer. Era de
forma cuadrada, estaba fijo a un estantillo de metal por uno de los vértices y,
pintado de un tono ya amarillento en la mayor parte de su superficie, orlada en
el perímetro con una atizada franja negra en el cual aparecía al centro la
figura plana de una vaca de perfil en el mismo oscuro color, sobre su ya
desleído fondo; conformando un típico y viejo aviso de “paso de ganado”. Curiosamente,
en el mismo podía leerse a trazos infantiles y evidentes errores ortográficos,
la siguiente expresión: “La baca de Vartolo”… Emblemático aviso aquel en el punto llamado San Antonio, de cierto
bien conocido por transeúntes y trashumantes que de ordinario se mueven por
dicho camino en la zona, en especial por los asiduos visitantes al famoso burdel que desde hace tiempo también allí ha habido; famoso no tanto por sus voluptuosas
y pintarrajeadas meretrices, sino más bien, por la ocurrencia de quien habría
escrito aquello en la pequeña valla metálica en cuestión —probablemente un
niño—. De tal modo que cuando alguien se refería al lugar, en realidad no había
dudas de la ubicación sobre la cual, éste estaría hablando; ya fuera o no, por
el interés que se tuviese, en las mujeres de la vida alegre instaladas en su vecindad.
Una vez roto por breve tiempo el hilo
conductor entre el paisaje y el mentado "Cochinito", éste se percata otra
vez de la escena dentro del autobús e incluso, toma verdadera consciencia de
que Agustín a quién se refería era a él y, no a los cerditos enjaulados; pero
aún así, siguió haciéndose el indiferente. Miró entonces a sus parientes que le
sonrieron, respondiendo normalmente de igual forma mientras sujetaba la mano
izquierda de su vieja con la diestra; en un claro gesto de aprobación del
chiste, hecho por su hermano.
Mientras tanto
el viejo vehículo se aproximaba a su destino y los viandantes valle pascuenses,
a lo largo de la avenida Rómulo Gallegos, podían leer en sus costados:
"Transporte Micouqui". Uno que otro observador en las cercanías a la
entrada de la pequeña ciudad sabía de su procedencia porque muy probablemente,
por motivos laborales, habría estado en aquel mismo lugar de donde éste venía;
pues regularmente, cubría la ruta La Atascosa - Valle de la Pascua. Lo cual se
cumplía regularmente en periplos interdiarios de la mañana a la tarde, como una
buena manera de auxiliar a los familiares de quienes trabajaban en la compañía
petrolera —cuyas
operaciones para la época estaban radicadas allá, en aquel pueblito de donde
partía—, en la gestión
de algunos asuntos personales, de salud o de cualquier otra índole de interés
particular. Una merecida y oportuna forma de mejora en la calidad de vida de
esas personas y, de cualquiera que en el camino de la ruta del transporte lo
necesitara, a decir de algunos de los beneficiarios puntuales de dichos viajes;
acreedores circunstanciales de los mismos —claro ejemplo de que, definitivamente, eran aquellos
otros tiempos; en que verdaderamente se podía hablar de cierto valores humanos
como la solidaridad—.
Una vez
llegados al lugar de destino, el punto de bajada era en la plaza Bolívar, desde
donde cada quien tomaba hacia su sitio
de interés. Nosotros por ejemplo, vinimos a sacar nuestra cédula de identidad,
para lo cual al dejar el bus nos dirigimos de primero a una esquina donde había
una arepera muy conocida en la ciudad, que llevaba por nombre: “El Mastranto”.
Desde allí, después de conjurar el
hambre con unas arepas, agua y café, sin pérdida de tiempo nos pusimos en
camino hacia nuestro objetivo y, allí mismo empezamos a caminar porque sabíamos
que llevábamos algo de retardo en contra, de lo contrario tendríamos que
enfrentarnos a una cola demasiado larga que hasta pudiera significar que
tuviéramos que volver otro día; pero, hubo un pequeño contratiempo no
considerado. ¡Aah por supuesto! Tuvimos que devolvernos una vez andado unas
tres cuadras para comprar una caja de cigarros a mamá, eso sí, de la
"marca Record" —dijo;
y, sin filtro, además—. Después volvimos a lo nuestro para entonces subir
por una empinada callejuela y al cabo de andar un buen rato y cruzar en una
esquina, nos enfrentamos a un viejo edificio de tres niveles donde colgaba un
pesado aviso en fundición que indicaba, con letras en alto relieve entre dos
escudos: República de Venezuela. Debajo del encabezado, mucho más grande:
"M.R.I − Identificación".
"...Y; colorín colorao, este cuento se ha acabao...!" . Diría don Ramón; el padre de nuestro amigo, hasta entonces indocumentado.
Buenas tardes y, chao pescao...Jeje!